¿Quién era el indio Juan Diego?

El indio Cuauhtlatóhuac

En 1474, en la villa de Cuautitlán, señorío de origen chichimeca, próximo a la ciudad de México, nació el indio Cuauhtlatóhuac (el que habla como águila), el futuro Juan Diego. En ese año, más o menos, fue cuando el poder azteca de México dominó el territorio de los cuautitecas. Cuando tenía 13 años (1487) se produjo la solemnísima inauguración del gran teocali o templo mayor de Tenochtitlán, reinando Ahuitzol, en la que se sacrificaron unos 80.000 cautivos. En los años siguientes, las guerras de vasallaje del insaciable poder mexicano envolvieron también al señorío aliado de Cuautitlán, y es posible que Cuauhtlatóhuac tuviera que dejar sus labores campesinas para participar en las campañas bélicas.

Cuando tenía éste 29 años (1503), asciende al trono de Tenochtitlán otro joven de su edad, Moctezuma Xocoyotzin, y también en Cuautitlán comenzó a reinar Aztatzontzin. Estos cambios políticos, que implicaron redistribuciones de dominios, despojos y migraciones obligadas, afectaron también a los cuautitecas.

El cristiano Juan Diego

En el año 1524 o poco después, que fue cuando llegaron los doce apóstoles franciscanos, se bautizó Juan Diego, a los 50 años, con su mujer Malintzin, que recibió el nombre de María Lucía. En el Testamento de Juana Martín, de 1559, se lee: «He vivido en esta ciudad de Cuautitlán y su barrio de San José Milla, en donde se crió el mancebo don Juan Diego y se fue a casar después a Santa Cruz el Alto, cerca de San Pedro, con la joven doña Malintzin, la que pronto murió, quedándose solo Juan Diego». Y alude a continuación al milagro del Tepeyac, donde en 1531 se le apareció la Virgen.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Así encuentran a los desaparecidos en Colombia

“El hallazgo de la información no es fácil. Los antropólogos forenses, odontólogos, médicos y auxiliares que trabajan en el laboratorio se pueden encontrar con cuerpos de personas que pudieron haber muerto hace más de 40 años o restos óseos de distintos cuerpos en un mismo paquete. La tarea se viene realizando desde abril del 2013, fecha en que la teniente Isabel Cristina Alzate, primera antropóloga forense que tiene la Policía, decidió liderar los procesos de identificación humana y fundar el único laboratorio que tiene el Ministerio de Defensa con este fin…”

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La industria del aborto en España ha facturado mil millones de euros en 25 años

Por favor, entendamos que LA APROBACIÓN DE LEYES ABORTISTAS ABRE NEGOCIOS MULTIMILLONARIOS A GENTE DESALMADA: El aborto es una realidad que en España, so capa de «ayuda a la mujer», ha acabado siendo un negocio que se traduce en millones de euros anuales para los cerca de dos centenares de empresas que, desde 1985, han puesto fin a la vida de más de dos millones de seres humanos a los que no se les permitió nacer. De hecho, la práctica totalidad de los abortos se realizan en centros privados, y se da la circunstancias de que las comunidades autónomas financian el coste de dicha práctica con el dinero de los ciudadanos.

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Nos unimos al dolor del pueblo mexicano

Así registró la noticia Aciprensa:

CIUDAD DE MÉXICO, 04 Mar. 16 / 08:55 am (ACI).- La Conferencia del Episcopado Mexicano se unió en oración y solidaridad con la Diócesis de Tuxtepec, Oaxaca, por el derrumbe en la nueva Catedral que dejó hasta el momento 4 muertos y 19 heridos.

Según las autoridades de Protección Civil, unas 50 personas trabajaban en la construcción del nuevo templo, cuando se derrumbó el último tramo del techo. El andamiaje que sostenía la estructura se vino abajo y varias toneladas de concreto y madera cayeron en la nave de la iglesia.

En un comunicado, los obispos de la CEM expresaron su pésame y solidaridad al Obispo de Tuxtepec, Mons. José Alberto González Juárez, así como a las familias “de los trabajadores que perdieron la vida en el lamentable accidente ocurrido el día de ayer durante las labores de construcción de la Catedral, y externamos nuestra solidaridad con los heridos y sus familiares”.

“Suplicamos a Dios por el eterno descanso de los difuntos, por la pronta recuperación de los heridos, y para que consuele y fortalezca a sus familias, a la diócesis de Tuxtepec y a usted. Que la Virgencita de Guadalupe acompañe a todos en estos momentos de pena y de dolor”, expresa el Episcopado.

Por su parte, Mons. González Juárez elevó oraciones por los fallecidos y manifestó de parte de la Diócesis “el más sentido pésame a sus familiares, a quienes les expresamos nuestra solidaridad y apoyo incondicional en estos momentos de dolor”.

“A los lesionados que se encuentran recuperando en los distintos hospitales de la ciudad y a sus familiares, les reiteramos también nuestro total apoyo para su pronta recuperación”, añadió.

El Obispo agradeció “la respuesta pronta, solidaria y efectiva del pueblo Tuxtepecano y poblaciones vecinas, que desde los primeros momentos se volcaron a brindar ayuda en la remoción de escombros para recuperar a las víctimas”; así como a “los organismos de socorro que se hicieron presentes de modo inmediato” y a “las autoridades municipales y estatales que están colaborando activamente en ayuda de los afectados”.

“Como Pueblo Creyente manifestamos nuestra esperanza en Cristo en medio de la oscuridad del dolor y de la muerte, y ofrecemos nuestra disponibilidad a colaborar con las autoridades en el esclarecimiento de los hechos para deslindar las responsabilidades pertinentes”, concluyó el comunicado del Obispo de Tuxtepec.

Beatos Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles

México, al paso de los siglos, sigue floreciendo en mártires, como en 1700 los dos indígenas zapotecas, Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, ambos fiscales y padres de familia. Los dos mueren por amor a Cristo. Los fiscales, cargo principal dentro de la comunidad cristiana, custodiaban la pureza de la fe y de las costumbres cristianas. Por eso, cuando en San Francisco Cajonos, su pueblo, de mayoría cristiana, se organiza una celebración idolátrica, ellos se oponen firmemente. Y los idólatras, después de dos días de torturas, los matan a machetazos. Juan Pablo II los beatifica el 1 de agosto de 2002, al día siguiente de la canonización de Juan Diego.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Beatos Juan y Antonio (+1529)

«Dos años después de la muerte del niño Cristóbal, vino aquí a Tlaxcallan un fraile dominico llamado fray Bernardino Minaya, con otro compañero, los cuales iban encaminados a la provincia de Huaxyacac. A la sazón era aquí en Tlax-calan guardián nuestro de gloriosa memoria fray Martín de Valencia, al cual los padres dominicos rogaron que les diese algún muchacho de los enseñados para que les ayudasen en lo tocante a la doctrina cristiana. Preguntados a los mu-chachos si había alguno que por Dios quisiese ir a aquella obra, ofreciéronse dos muy bonitos y hijos de personas muy principales. Al uno llamaban Antonio –éste llevaba consigo un criado de su edad que decían Juan–, al otro llamaban Diego».

Conociendo fray Martín la peligrosidad de aquella misión, les puso muy sobre aviso para que lo pensaran bien. «A esto, ambos los niños conformes, guiados por el Espíritu Santo, respondieron: “Padre, para eso nos has enseñado lo que toca a la verdadera fe; ¿pues cómo no había de haber entre tantos quien se ofreciese a tomar trabajo por servir a Dios? Nosotros estamos aparejados para ir con los padres, y para recibir de buena voluntad todo trabajo por Dios”».

Recibieron la bendición de fray Martín, y se fueron los muchachos con los dos dominicos, «y allegaron a Tepeyacac, que es casi diez leguas de Tlaxcallan. Aquel tiempo en Tepeyacac no había monasterio como le hay ahora, y iban [los misioneros] muy de tarde en tarde, por lo cual aquel pueblo y toda aquella provincia estaba muy llena de ídolos, aunque no públicos. Luego aquel padre fray Bernardino Minaya envió a aquellos niños a que buscasen por todas las casas de los indios los ídolos y se los trajesen». Ellos conocían la lengua, y normalmente, por ser niños, podían realizar tal empeño sin que peligrasen sus vidas.

«En esto se ocuparon tres o cuatro días, en los cuales trajeron todos los [ídolos] que pudieron hallar. Y después apartáronse más de una legua del pueblo a buscar si había más ídolos en otros pueblos que estaban allí cerca. Al uno llamaban Coat-lichan, y al otro le llaman el pueblo de Orduña, porque está encomendado a un Francisco de Orduña».

«De unas casas de este pueblo sacó aquel niño llamado Antonio unos ídolos, y iba con él el otro su paje llamado Juan. Ya en esto algunos señores y principales se habían concertado de matar a estos niños, según después pareció. La causa era porque les quebraban los ídolos y les quitaban sus dioses. Vino aquel Antonio con los ídolos que traía recogidos del pueblo de Orduña, a buscar en el otro que se dice Coatlichan, si había algunos. Y entrando en una casa, no estaba en ella más de un niño guardando la puerta, y quedó con él el otro su criadillo. Y estando allí vinieron dos indios principales, con unos leños de encina, y en llegando, sin decir palabra, descargan sobre el muchacho llamado Juan, que había quedado a la puerta, y al ruido salió luego el otro Antonio, y como vio la crueldad que aquellos sa-yones ejecutaban en su criado, no huyó, antes con grande ánimo les dijo: “¿Por qué me matáis a mi compañero que no tiene él la culpa, sino yo, que soy el que os quito los ídolos porque sé que son diablos y no dioses? Y si por ellos lo habéis, tomad-los allá, y dejad a ése que no os tiene culpa”. Y diciendo esto, echó en el suelo unos ídolos que en la falda traía. Y acabadas de decir estas palabras ya los dos indios tenían muerto al niño Juan, y luego descargan en el otro Antonio, de manera que también allí le mataron».

Ocultaron los cuerpos en una barranca, cerca del pueblo de Orduña. Pero pronto se organizó una búsqueda minuciosa y hallaron los restos. El escándalo fue grande, entre otras cosas porque «aquel Antonio era nieto del mayor señor de Tlax-callan, que se llamó Xicotencatl, que fue el principal señor que recibió a los españoles cuando entraron en esta tierra, y los favoreció y sustentó con su propia hacienda. Antonio había de heredar al abuelo, y así ahora en su lugar lo posee otro su hermano menor que se llamado don Luis Moscoso». Hallados los cuerpos, los matadores fueron presos, confesaron su crimen y fueron ahorcados. Estaban arrepentidos de lo hecho, y «rogaron que los bautizasen antes que los matasen».

«Cuando fray Martín de Valencia supo la muerte de los niños, que como a hijos había criado, y que habían ido con su licencia, sintió mucho dolor, y llorá-balos como a hijos, aunque por otra parte se consolaba en ver que había ya en esta tierra quien muriese confesando a Dios».

También Juan y Antonio fueron declarados beatos por Juan Pablo II el 6 de mayo de 1990.

En 1527, a seis años de la conquista, había ya en México indios cristianos dispuestos a morir por confesar a Cristo.


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Beato Cristóbal (+1527)

Uno de los nobles más importantes de Tlaxcala, después de los cuatro señores principales, era Acxotécatl, que «tenía sesenta mujeres, y de las más principales de ellas tenía cuatro hijos». Tres de ellos fueron enviados a la escuela de los franciscanos, pero el padre retuvo escondido al mayor, al que era su preferido, hijo de Tlapaxilotzin (mazorca colorada). Pero pronto se supo esto, y también el mayor fue a la escuela, teniendo doce o trece años de edad. «Pasados algunos días y ya algo enseñado, pidió el bautismo y fuele dado, y puesto por nombre Cristóbal. Este niño, demás de ser de los más principales y de su persona muy bonito y bien acondicionado y hábil, mostró principios de ser buen cristiano, porque de lo que él oía y aprendía enseñaba a los vasallos de su padre; y al mismo padre decía que dejase los ídolos y los pecados en que estaba, en especial el de la embriaguez, porque todo era muy gran pecado, y que se tornase y conociese a Dios del cielo y a Jesucristo su Hijo, que El le perdonaría, y que esto era verdad porque así lo enseñaban los padres que sirven a Dios. El padre era un indio de los encarnizados en guerras, y envejecido en maldades y pecados, según después pareció, y sus manos llenas de homicidios y muertes. Los dichos del hijo no le pudieron ablandar el corazón ya endurecido, y como el niño Cristóbal viese en casa de su padre las tinajas llenas del vino con que se embeodaban él y sus vasallos, y viese los ídolos, todos los quebraba y destruía, de lo cual los criados y vasallos se quejaron al padre». También Xochipapalotzin (flor de mariposa), mujer principal de Acxotécatl, «le indignaba mucho y inducía para que matase a aquel hijo Cristóbal, porque aquél muerto, heredase otro suyo que se dice Bernardino; y así fue, que ahora este Bernardino posee el señorío de su padre».

Finalmente, el padre decidió matar a Cristóbal. El mayor de los tres, de nombre «Luis, del cual yo fui informado, vio [escondido en la azotea] cómo pasó todo el caso. Vio cómo el cruel padre tomó por los cabellos a aquel hijo Cristóbal y le echó en el suelo dándole muy crueles coces, de las cuales fue maravilla no morir (porque el padre era un valentazo de hombre, y es así, porque yo que esto escribo le conocí), y como así no le pudiese matar, tomó un palo grueso de encina y diole con él muchos golpes por todo el cuerpo hasta quebrantarle y molerle los brazos y piernas, y las manos con que se defendía la cabeza, tanto que casi de todo el cuerpo corría sangre».

«A todo esto el niño llamaba continuamente a Dios, diciendo en su lengua: “Señor Dios mío, habed merced de mí, y si Tú quieres que yo muera, muera yo; y si Tú quieres que viva, líbrame de este cruel de mi padre”». Supo lo que sucedía Tla-paxilotzin, la madre de Cristóbal, desolada y pidiendo a gritos clemencia para su niño. Pero «aquel mal hombre tomó a su propia mujer por los cabellos y acoceóla hasta se cansar, y llamó a quien se la quitase de allí». En seguida, viendo que el niño seguía vivo, «aunque muy mal llagado y atormentado, mandóle echar en un gran fuego de muy encendidas brasas de leña de cortezas de encina secas, que es leña que dura mucho y hace muy recia brasa. En aquel fuego le echó y le revolvió de espaldas y de pechos cruelísimamente, y el muchacho siempre llamando a Dios y a Santa María». Lo apuñaló después.

Y allí quedó por la noche, medio muerto, «llamando siempre a Dios y a Santa María. Por la mañana dijo el muchacho que llamasen a su padre, el cual vino, y el niño le dijo: “Padre, no pienses que estoy enojado, porque yo estoy muy alegre, y sábete que me has hecho más honra que no vale tu señorío”. Y dicho esto demandó de beber y diéronle un vaso de cacao, que es en esta tierra casi como en España el vino, no que embeoda, sino sustancia, y en bebiéndolo luego murió».

El padre hizo enterrar secretamente al niño, mandó matar a Tlapaxilotzin, la madre, y dio orden severa de callar a todos los de la casa. Pero poco después se conocieron los dos asesinatos, y la justicia de los españoles, con mucho temor a provocar un levantamiento, le llevó a la horca. El P. Motolinía hizo la crónica del martirio habiendo pasado «doce años que aconteció hasta ahora que esto escribo en el mes de marzo del año treinta y nueve». Es decir, sucedió en 1527, habiéndose terminado en 1521 la conquista de México. El papa Juan Pablo II beatificó al niño Cristóbal el 6 de mayo de 1990.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

La sustitución de los ídolos

Los misioneros del XVI, concretamente los de México, a la práctica de la destrucción unieron muchas veces la de la sustitución, dando significado nuevo y formas renovadas a lugares y fiestas, procesiones y danzas religiosas de la antigüedad indígena. En el valle de Cholula, junto a Puebla de los Angeles, por ejemplo, se construyeron iglesias en todos los lugares que antes tenía adoratorios indios. En 1537, cuando los agustinos se establecieron en Ocuila, al sureste de Toluca, en el estado de México, hallaron que en Chalma había un ídolo famoso que recibía culto en una cueva. Sin tardar mucho, en 1540, los frailes quitaron el ídolo, no se sabe exactamente cómo, y allí pusieron un crucifijo, el que desde entonces es veneradísimo como Santo Señor de Chalma (Ricard 302).

Sólo más tarde, en circunstancias ya muy diversas, se iría desarrollando en la Iglesia, y también en América, una misionología de continuidad, en cuanto ésta sea posible, entre las religiosidades paganas concretas y la novedad suprema del Evangelio.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Justificación teológica de las destrucciones de ídolos y templos

La destrucción de los ídolos, en todo caso, desde el punto de vista estrictamente racional, puede considerarse como una cuestión etnográfica, arqueológica y de política concreta que se presentó en aquellas circunstancias históricas. Así, por ejemplo, Cortés, en lugar de considerar conveniente para el dominio hispano la destrucción de los templos, al conocer cuando regresó de las Hibueras los derribos ya hechos, «mostró tener gran enojo, porque quería que estuviesen aquellas casas de ídolos por memoria» (+J.L. Martínez 398). A su juicio hubiera convenido conservar aquellos templos espan-tosos, como hoy, por ejemplo, se conservan en Auswichtz el campo de concentración y sus hornos crematorios.

Pero los frailes miraban ante todo por el bien espiritual de los indios, y a esa luz, la de la fe, veían que la destrucción de los ídolos era necesaria. A ellos, a los frailes, más que a ningún otro grupo humano, deben la arqueología, la etnografía y la lingüística informaciones preciosas sobre la cultura de aquellos pueblos. Pero, en cualquier caso, el valor de la fe debía ser afirmado por encima de cualesquiera otros.

Los misioneros del XVI, en definitiva, mantenían ante las encarnaciones simbólicas de los poderes del Maligno una actitud semejante al de los primeros Apóstoles. Cuenta, por ejemplo, San Lucas que en Efeso, ante la predicación de San Pablo y los prodigios que realizaba, «todos quedaban espantados y se proclamaba la grandeza del Señor Jesús. Muchos de los que ya creían iban a confesar pública-mente sus malas prácticas, y buen número de los que habían practicado la magia hicieron un montón con los libros y los quemaron a la vista de todos. Calculado el precio, resultó ser cincuenta mil monedas de plata» (Hch 19,17-19).

Una similar actitud, llena de energía apostólica, fue la de un San Martín de Tours, que en las Galias, a fines del siglo IV, iba por pueblos y campos desafiando las divinidades druídas, y abatiendo, con riesgo de su vida, templos, ídolos y árboles sagrados; o la de San Wilibrordo, que hizo lo mismo entre los frisones… Y ésta fue la actitud de los misioneros del XVI, que no tenían en su actividad misional otra referencia que la de los Apóstoles primeros o la de las limitadas y admirables expediciones misioneras de la Edad Media.

En este sentido, cuando Robert Ricard examinaba la destrucción de ídolos y templos en México, decía con razón: «Hay que esforzarse en ver la cuestión como la veía un misionero [entonces]: para su criterio la fundación de la Iglesia de Cristo, la salvación de las almas, aunque fuera una sola, de valor infinito, representa mucho más que la conservación de unos cuantos manuscritos paganos o unas cuantas esculturas ido-látricas. No cabe reprobarles su conducta: era lógica y ajustada a la conciencia… Ni el arte ni la ciencia tienen derechos si son un estorbo para la salvación de las almas o para la fundación de la Iglesia» (105).

En la América del XVI, concretamente, si los ídolos y templos hubieran sido respetados, los indígenas ciertamente habrían entendido que los españoles creían en sus dioses y les temían, siquiera sea un poco, puesto que siendo vencedores, no se atrevían sin embargo a destruir sus signos, como para ellos hubiera sido lo normal. Pues bien, si esto justificaba esas destrucciones desde el punto de vista cívico, aún más en cuanto a las ventajas espirituales.

Por eso escribe Mendieta: «Cuanto a lo espiritual (que principalmente deseaban los frailes), bien se experimentó el provecho que resultó de destruir los templos e ídolos. Porque viendo los infieles que lo principal de ellos estaba por tierra, desmayaron en la prosecución de su idolatría, y de allí adelante se abrió la puerta para ir asolando lo que de ella quedaba… Antes fue tanta la cobardía y temor que de este hecho cobraron, que no era menester más de que el fraile enviase alguno de los niños con sus cuentas o con otra señal, para que hallándolos en alguna idolatría o hechicería o borrachera se dejasen atar de ellos» (III,21).


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Destrucción de ídolos y templos

Este grave tema fue estudiado por el jesuíta Constantino Bayle en Los clérigos y la extirpación de la idolatría entre los neófitos americanos, y por el franciscano Pedro Borges en La extirpación de la idolatría en Indias como método misional (siglo XVI). Aquí lo consideraremos nosotros en la primera evangelización de México.

En efecto, a poco de la conquista (1519 -1523), según nos cuenta el P. Motolinía, «en todos los templos de los ídolos, si no era en algunos derribados y quemados en México, en los de la tierra, y aún en los del mismo México, eran servidos y honrados los demonios. Ocupados los españoles en edificar a México y en hacer casas y moradas para sí, contentábanse con que no hubiese delante de ellos sacrificio de homicidio público, que escondidos y a la redonda de México no faltaban; y de esta manera se estaba la idolatría en paz» (I,3, 64).

Los españoles civiles, por otra parte, tenían «temor –cuenta Mendieta– de que los indios se alborotasen y levantasen contra ellos. Y como eran pocos y el Gobernador ausente [Cortés en la expedición a las Hibueras], los matasen a todos que este temor por muchos años duró entre los españoles seglares, mas no entre los frailes» (III,21).

Así las cosas, los frailes veían que la evangelización no podía ir adelante en tanto que los ídolos e idolillos siguieran ejerciendo su maléfico influjo, y mientras los teocalis, aunque ya limpios de las siniestras alfombras de sangre humana que en otro tiempo ostentaban, continuaran erguidos en toda su grandiosidad. Y cuenta Motolinía que el 1 de enero de 1525, en Tetzcoco, tres frailes «espantaron y ahuyentaron todos los que estaban en las casas y salas de los demonios», y la batalla en seguida prendió en México, Cuauh-titlán y al rededores.

«Y luego, casi a la par, en Tlaxcallan comenzaron a derribar y a destruir ídolos», poniendo en su lugar la Cruz y una imagen de Santa María. Más aún, los frailes, con los indios cristianos, «para hacer las iglesias comenzaron a echar mano de sus teocalis para sacar de ellos piedra y madera, y de esta manera quedaron desollados y derribados; y los ídolos de piedra, de los cuales había infinitos, no sólo escaparon quebrados y hechos pedazos, pero vinieron a servir de cimiento para las iglesias» (III,3, 64).

Indios y españoles humillaron así a los dioses de aquellos inmensos mataderos de hombres, donde habían visto matar, descuartizar y desollar a muchos de sus parientes y amigos.


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