Nichos de la basílica de Guadalupe para los fallecidos en el terremoto

“El cardenal arzobispo de la Ciudad de México, Norberto Rivera Carrera, en colaboración con la Fundación Plaza Mariana, ha donado varios nichos de la basílica de Guadalupe para depositar los restos de los fallecidos durante el terremoto. El seísmo, producido el pasado martes, ya ha provocado la muerte de más de 250 personas. Los nichos han sido puestos a disposición de las familias de los fallecidos de forma gratuita…”

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Relato de un niño en el reciente terremoto de México

Cuando una pareja le pidió al niño de 12 años que describiera por enésima vez lo que vio y cómo escapó, cruzó sus brazos firmemente sobre su pecho y volvió a llorar.

Luis Carlos y su madre revisaron las listas de los desaparecidos y los trasladados a los hospitales escritas a mano, estremeciéndose ante los nombres que reconocían.

El terremoto cuyo epicentro se localizó en el cercano estado de Puebla mató al menos a 230 personas en México, incluidos 23 chicos y cuatro adultos en la escuela de Luis Carlos. El secretario de Educación, Aurelio Nuño, dijo que 11 personas fueron rescatadas con vida del edificio escolar.

El pequeño aceptó los abrazos al llegar a la escuela pero se sintió impotente detrás de las barreras de seguridad.

Recordó que estaba en la clase de inglés el martes cuando todo comenzó a moverse. Se dirigió a la puerta dejando su mochila, libros y lápices detrás. Primero fue hacia la escalera principal de la escuela, una estructura de concreto que daba al frente del edificio.

“Vi que empezó a romperse el techito entonces me doy la vuelta… agarré a mis amigos y nos vinimos corriendo” mientras el edificio se sacudía violentamente, relató.

“Se movía mucho. Me agarré y bajé como cinco escalones en un jalón. Fue muy complicado bajar”, agregó.

El polvo que caía de las paredes y el techo hacía difícil ver, pero aun así pudo distinguir a estudiantes con cortes sangrantes en los brazos. Todos lloraban y gritaban.

Al acercarse a la salida vio al conserje en el suelo con la espalda cubierta por escombros, aparentemente muerto. En la calle llegaban las ambulancias y los maestros manchados con sangre lloraban.

“Todo era un caos”, dijo, pero Luis Carlos sólo tenía un pensamiento mientras miraba la escuela colapsada: ¿Dónde estaba su hermanito?

José Raúl Herrera Tomé se encontraba en un aula en un edificio adjunto al que estaba su hermano mayor. El pequeño de siete años le dijo a su madre más tarde que un compañero de clase fue el primero en gritar “¡Está temblando!”.

Contó que los estudiantes no oyeron ninguna alarma pese a que el sismo ocurrió sólo dos horas después de que su escuela, y todas las demás en México, hicieran un simulacro de evacuación para conmemorar el 32 aniversario del terremoto de 1985 que mató a miles.

“Esto es lo que me da coraje “, dijo el hermano mayor sobre la ausencia de alarmas. “¿Cuántos segundos perdieron allí?”

José Raúl también corrió primero hacia la gran escalera del frente de la escuela, pero se detuvo cuando vio que empezaba a desmoronarse. Volvió al aula y esperó allí con sus compañeros hasta que cesaron las sacudidas.

La madre de los chicos dijo que la mayoría de los cuerpos recuperados fueron colocados en una sala de usos múltiples cerca de la escalera del frente.

“Mama, yo vi a una nchica cómo se vino abajo porque se aplastó”, recordó que le dijo José Raúl tras escapar del edificio. “Él lloraba mucho por eso. ‘Es que no la pude salvar'”, se lamentó con su madre.

Cuando los hermanos finalmente se encontraron afuera de la escuela se abrazaron.

“Lloramos. Era mi única más grande preocupación”, dijo el mayor.

Ayer Luis Carlos ayudó a entregar agua y vendajes a los rescatistas durante una hora mientras padres frenéticos le preguntaban si había visto a sus hijos. En ningún momento se separó de su hermano menor.

La familia planeaba ir luego al velorio de la maestra de segundo grado Claudia Ramírez, a quien José Raúl adoraba. Ramírez era “una de esas pocas maestras excepcionales, únicas, que dejaba huella en la vida de los niños y en la de los papás”, dijo Tomé.

Nunca fue fácil sembrar el Evangelio

Más al sur, en Talamanca, con más peligro

En 1688 llegaron los padres Margil y Melchor a la extremidad sureste de Costa Rica, a la Sierra de Talamanca, donde vivían los indios talamancas, distribuidos en tribus varias de térrebas o terbis, cabécaras, urinamas y otras. Habían sido misionados hacía mucho tiempo por fray Pedro Alonso de Betanzos y fray Jacobo de Testera -aquél que fue a Nueva España en 1542 y llegó a conocer doce lenguas-, pero apenas quedaba en ellos huella alguna de cristianismo.

Eran indios bárbaros, cerriles, antropófagos, que ofrecían sacrificios humanos en cada luna, y que concebían la vida como un bandidaje permanente. Tratados por los españoles con dureza, se habían cerrado en sí mismos, con una hostilidad total hacia cuanto les fuera extraño. Entrar a ellos significaba jugarse la vida con grandes probabilidades de perderla.

En efecto, cuando entraron los dos frailes entre los talamancas, hubieron de pasar por peligros y sufrimientos muy grandes. Pero no se arredraron, y consiguieron, en primer lugar, que don Jacinto de Barrios Leal, presidente de Guatemala, no permitiese que se sacasen más indios del lugar para el trabajo en las haciendas.

En seguida ellos, con el esfuerzo de los indios, comenzaron a abrir caminos o a rehacer los que se habían cerrado. Levantaron iglesias con jarales y troncos, y fundaron las misiones de Santo Domingo, San Antonio, El Nombre de Jesús, La Santa Cruz, San Pedro y San Pablo, San José de los Cabécaras, La Santísima Trinidad de los Talamancas, La Concepción de Nuestra Señora, San Andrés, San Buenaventura de los Uracales y Nuestro Padre San Francisco de los Térrebas. Y aún hubo más fundaciones, San Agustín, San Juan Bautista y San Miguel Cabécar, que fray Margil menciona en cartas.

Así, con estas penetraciones misioneras de vanguardia, Fray Margil y fray Melchor abrían caminos al Evangelio, iniciando entre los indios la vida en Cristo. Luego otros franciscanos venían a cultivar lo que ellos habían plantado. Al comienzo, concretamente en Talamanca, las dificultades fueron tan grandes, que los dos franciscanos que en 1692 entraron a sustituirles, enfermaron de tal modo por la miseria de los alimentos, que «si no salieran con brevedad, hubieran muerto».

Los padres Margil y Melchor tenían un aguante increíble para vivir en condiciones durísimas, y así, por ejemplo, en una carta que escribieron en 1690 al presidente de Guatemala, se les ve contentos y felices en una situación que, como vemos, fue insoportable para otros misioneros:

«Siendo Dios nuestro Señor servido, con estos hábitos que sacamos del Colegio hemos de volver a él; y en cuanto a la comida, así entre cristianos como gentiles no nos ha faltado lo necesario y tenemos esa fe en el Señor que jamás nos ha de faltar; aunque es verdad que en todas estas naciones no hay más comidas que plátanos, yucas y otras frutas cortas, algún poco de maíz y en la Talamanca un poco de cacao… el afecto con que nos asisten con estas cosas, hartas veces nos ha enternecido el corazón». Fray Margil escribía también de estos indios al presidente: «Son docilísimos y muy cariñosos: su modo de vivir entre sí, los que están de paz, muy pacífico y caritativo, pues lo poco que tienen, todo es de todos». Y después de interceder por ellos, para que recibieran buen trato, añade: Estos indios «si sienten españoles, o se defenderán o se tirarán al monte», movidos del miedo. En cuanto a ellos, los frailes, sigue diciendo, «después que nos vieron solos y la verdad con que procuramos el bien de sus almas, se vencieron y… nos quisieron poner en su corazón».

Buscando el martirio en la montaña

En febrero de 1691 la iglesita de San José, cerca de Cabec, por ellos levantada, fue quemada por unos indios que vivían en unos palenques en las altas montañas. Los frailes Margil y Melchor, frente a la iglesia derruida y quemada, y ante los indios apenados, se quitaron el hábito, se cubrieron las cabezas con la ceniza, se ataron al cuello el cordón franciscano, y se disciplinaron largamente, mientras rezaban un viacrucis. Hecho lo cual, anunciaron que se iban a la montaña, a evangelizar a los indios rebeldes de los palenques. El intérprete que iba con ellos, Juan Antonio, no quiso seguirles, pero tuvo la delicadeza de preguntarles en dónde querían que enterrasen sus cuerpos, pues los daba ya por muertos. Ellos respondieron que en San Miguel.

Más tarde, los mismos protagonistas de esta aventura apostólica escribían: «Nos tiramos al monte… y llegando al primer palenque hallamos sus puertas y no hallamos nadie dentro… Estuvimos todo aquel día y noche en dicha casa». Como en ella encontraron un tambor, en el silencio de la montaña y del miedo se pusieron con él a cantar alabanzas al Señor. A la mañana siguiente, entraron en el poblado y no vieron sino mujeres, casi ocultas, que les hacían señales para que huyeran. Fray Margil y fray Melchor siguieron adelante, hasta dar con la casa del cacique, donde desamarraron la puerta para entrar.

Entonces los indios, hombres y mujeres, les rodearon con palos y lanzas. Ellos, amenazados y zarandeados, resistían firmes y obstinados. Pero los indios, «mostrándoles el Santo Cristo, lo escupieron y volvían los rostros para no verle, tirando muchas veces a hacerle pedazos», y uno de ellos dio un macanazo en la cara del crucifijo. Así, apaleados, empujados y molidos, los echaron fuera del pueblo, y ellos, con mucha pena, se volvieron a Cabec.

Nada de esto desanimaba o atemorizaba a Margil y Melchor, pues consideraban como algo normal que la evangelización fuera aparejada con el martirio. De allí se fueron a los indios borucas, lograron cristianizar a una tercera parte de ellos, y levantaron en Boruca una iglesia y un viacrucis.

Pasaron luego a los térrabas, los más peligrosos de la Talamanca, y con ellos alzaron una iglesia a San Francisco de Asís. Estando allí, enviaron un mensaje a los indios montañeses de los palenques, en el que les decían: «Para que sepáis que no estamos enojados con vosotros y que sólo buscamos vuestras almas… después que hayamos convertido a los térrabas… volveremos a besaros los pies».

Y así lo hicieron. Se fueron a los palenques de la montaña, e hicieron intención de abrazar y besar los pies a los ocho caciques que les salieron al encuentro. Uno de ellos estaba lleno de «furor diabólico», jurando matarles, y los otros siete, que iban en paz, avisaron a los frailes que otros muchos indios estaban con ánimo hostil. Fray Margil les dijo: «A ésos buscamos, a ésos nos habéis de llevar primero». Y siguieron adelante con la cruz en alto. Poco después aquellos indios, desconcertados por la bondad y el valor temerario de aquellos frailes, arrojaban a sus pies sus armas, les ofrecían frutas, y les traían enfermos para que los curaran.

En seguida, todos sentados en círculo, hicieron los frailes solemnemente el anuncio del Evangelio. Una sacerdotisa «gruesa y corpulenta» parecía ostentar la primacía religiosa. Y fray Melchor, por el intérprete, le dijo: «Entiende, hija, que vuestra total ruina consiste en adorar a los ídolos, que siendo hechuras de vuestras manos, los tenéis por dioses». Ella, dando «un pellizco» al crucifijo, argumentó: «También éste que adoráis por Dios es hechura de las vuestras». Así comenzó el diálogo y la predicación, que terminó, después de muchas conversaciones, en la abjuración de la idolatría, y en la destrucción de los ídolos. Fray Margil, con el mayor entusiasmo, iba echando a una hoguera todos los que le entregaban.

Varios meses permanecieron Fray Margil y fray Melchor predicando y bautizando a aquellos indios, que no mucho antes estuvieron a punto de matarles. Levantaron dos iglesias, en honor de San Buenaventura y de San Andrés. Lograron que aquel pueblo hiciera la paz con los térrabas, sus enemigos de siempre. Y cuando ya hubieron de partir, recibieron grandes muestras de amistad. La que había sido sacerdotisa pagana, les dijo con mucha pena: «Estábamos como niños pequeños, mamando la leche dulce de vuestra doctrina». Ellos también se fueron con mucha lástima, aunque un tanto decepcionados por no haber llegado a sufrir el martirio que buscaban.

A la vuelta de estas aventuras, los dos frailes solían quedar destrozados, enfermos de bubas, los pies llagados e infectados por las picaduras de espinos y de mosquitos, y los hábitos llenos de rotos, que tapaban con cortezas de máxtate.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Comienza la vida de Antonio Margil de Jesús (1657-1726)

Antonio Margil de Jesús (1657-1726)

Eduardo Enrique Ríos nos cuenta la historia de Antonio Margil, que en 1657 nació en Valencia, capital del antiguo reino español, en la humilde familia formada por el matrimonio de Juan Margil y Esperanza Ros, que tuvieron otras dos hijas. A los siete años ayunaba a veces para poder llevar pan a los pobres de su escuela. Cumplidos los quince años, en 1673, entra en la Orden franciscana y toma el hábito en Valencia. Tres años de filosofía en Denia, y vuelta a Valencia para estudiar la teología.

A los veinticinco años es ordenado sacerdote, en 1682. Tuvo algunos ministerios en Onda y Denia, y pronto supo que el padre Linaz, mallorquín, había venido de México, buscando misioneros para los indios de Sierra Gorda, entre Querétaro y San Luis de Potosí. No tuvo que pensarlo fray Antonio mucho tiempo, y con el mismo padre Linaz, nombrado por la Propaganda Fide Prefecto de las Misiones en las Indias Occidentales, y con 17 padres más y 4 hermanos, se embarcó hacia América, y llegó a Veracruz a mediados de 1683.

A pie y en Indias

Poco antes Veracruz había sido arrasada por una docena de navíos piratas, y nuestros frailes, cumplida la caridad con aquella gente afligida, de dos en dos, por caminos distintos, se pusieron en camino hacia la ciudad de México y Querétaro. Hacían el viaje al estilo franciscano, iniciado en México siglo y medio antes por fray Martín de Valencia y los Doce: caminaban a pie y descalzos, sin alforja, con traza y realidad de pobres, alimentándose de limosna y pasando las noches en corrales o donde podían, armados sólo de un bastón, un crucifijo y el breviario. Cuando la pareja de caminantes franciscanos, flacos y pobres, entraba en los pueblos cantando y con la cruz en alto, la gente salía a recibirlos con especial alegría: sentía que allí llegaba el Evangelio, es decir, que allí venía el mismo Cristo.

Esta marcha apostólica fue para fray Antonio Margil de Jesús no más que un suave entrenamiento, pues en cuarenta y tres años de viajes misioneros él había de caminar decenas y decenas de miles de kilómetros, siempre descalzo y a pie, y a un paso muy ligero, como fraile de pies alados.

El Colegio de la Santa Cruz de Querétaro

El 13 de agosto llegó fray Margil a Querétaro con tres compañeros al convento de San Francisco, y dos días después, ya con el padre Linaz y los otros asignados, tomaron posesión del convento de la Santa Cruz. Todavía este primer Colegio de Misiones franciscano de América no tenía más que un claustro con doce celdas y unos pocos frailes.

En la expedición del padre Linaz vino también un padre de edad avanzada, fray Melchor López de Jesús, que durante muchos años fue el compañero inseparable de fray Margil en sus correrías apostólicas. En el Proceso de beatificación de éste, se aseguró que fray Melchor, el de aspecto marchito y hábito roto, había dicho en Valencia, cuando Antonio Margil era sólo un niño: éste «ha de ser mi compañero en las misiones de infieles».

Desde Querétaro, en 1684, se inicia la vida misionera de fray Margil de Jesús, una carrera que había de durar cuarenta y tres años, y que llevaría la luz del Evangelio a lo largo de itinerarios asombrosamente largos. Desde Natchitoches, en el nordeste, cerca de la bahía del Espíritu Santo, en el Mississippi, hasta Boruca, en el istmo de Panamá, y por todo el centro de México, a través de innumerables pueblos, ciudades y despoblados, también en el Yucatán y en Guatemala, fray Antonio Margil, viajando siempre a pie, predicó a españoles e indios, pero sobre todo, como evangelizador de vanguardia, a los indios de las zonas más lejanas, inhóspitas y peligrosas.

Velando el crucifijo de noche en el campo

En 1684, a poco de llegar, fray Margil y fray Melchor partieron para el sur, con la idea de llegar a Guatemala. Atravesando por los grandiosos paisajes de Tabasco, caminaron con muchos sufrimientos en jornadas interminables, atravesando selvas y montañas. No llevaban consigo alimentos, y dormían normalmente a la intemperie, atormentados a veces por los mosquitos. Predicaban donde podían, comían de lo que les daban, y sólamente descansaban media noche, pues la otra media, turnando entre los dos, se mantenían despiertos, en oración, velando el crucifijo.

En sus viajes misioneros, allí donde los parecía, en el claro de un bosque o en la cima de un cerro, tenían costumbre -como tantos otros misioneros- de plantar cruces de madera, tan altas como podían. Y ante la cruz, con toda devoción y entusiasmo, cantaban los dos frailes letrillas como aquélla: «Yo te adoro, Santa Cruz / puesta en el Monte Calvario: / en ti murió mi Jesús / para darme eterna luz / y librarme del contrario».

Cantar en los caminos interminables, para hacerlos más llevaderos, era igualmente antigua costumbre de los misioneros de América. Fray Margil, acompañado por el veterano fray Melchor, cantaba siempre, en los caminos o al entrar en los pueblos, en ayunas o no. Y eso que a veces llegaban a los pueblos tan extenuados, como una vez en Tuxtla, que los daban por moribundos; pero a los pocos días, otra vez estaban de camino.

De tal modo los indios de Chiapas quedaron conmovidos por aquella pareja de frailes, tan miserables y alegres, que cuando después veían llegar un franciscano, salían a recibirle con flores, ya que eran «compañeros de aquellos padres que ellos llamaban santos».

Así fueron misionando hasta Guatemala y Nicaragua. Ni las distancias ni el tiempo eran para ellos propiamente un problema: llevados por el amor de Cristo a los hombres, ellos llegaban a donde fuera preciso.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Nota personal sobre la visita del Papa Francisco a Colombia

Los que alaban al Papa, casi hasta el fanatismo, a veces no quieren ver algunas ambigüedades de doctrina sobre el matrimonio, que saldrán muy costosas para la unidad de la Iglesia en un futuro próximo–como de hecho ya sucede en algunas partes.

Los que critican al Papa, con virulencia y denuedo, omiten a propósito el valor y la fuerza de muchas de sus poderosas enseñanzas, y sobre todo omiten la coherencia que el mismo Pontífice muestra sobre los siguientes temas, entre otros:

(1) Necesidad del testimonio de vida de nosotros los religiosos y sacerdotes, en cuanto a la sobriedad, la austeridad, la generosidad; salir de nosotros mismos, buscar las ovejas extraviadas; estar en guardia frente a los deseos de hacer carrera; la mediocridad y la mundanización.

(2) La importancia, en todo el pueblo de Dios, de la alegría, la ternura, la esperanza, la acogida, el anuncio de la misericordia, la agilidad para servir a todos, la búsqueda de puentes comunes de comunicación, encuentro y construcción del bien común.

(3) La absoluta firmeza de su mensaje–en plena coherencia con el Magisterio anterior–sobre la dignidad inviolable de la vida humana, desde su concepción hasta al muerte natural. El Papa enfatiza con valentía en la atención que merecen los migrantes, los ancianos, las minorías, las mujeres, los discapacitados, los enfermos, y en general los que por cualquier razón parecen menos útiles a ojos del mundo.

(4) La necesidad de simplificar la burocracia eclesial–sin perder calidad ni seriedad, por supuesto–en temas tan delicados como son las causas de declaración de nulidad del sacramento del matrimonio, o la absolución de la excomunión que de suyo acompaña al crimen del aborto.

(5) La urgencia de integrar el conjunto de nuestro servicio al Evangelio con el respeto a la creación, en cuanto “casa común” que compartimos con toda la humanidad, no simplemente como una especie de moda, sino como un deber de justicia para con las generaciones venideras.

Los Colegios de Misiones

Los Colegios de Misiones

Es indudable que en América el impulso misional más fuerte se desarrolló en los dos primeros siglos de la evangelización. Posteriormente, la misma atención pastoral requerida por los españoles y los indios ya cristianos recabó del clero y de los religiosos un esfuerzo no pequeño. Sin embargo, en los siglos XVIII y XIX continuó también el empeño misionero, y no escasamente, como hemos de ver haciendo crónica de algunos ejemplos admirables.

En la acción evangelizadora del XVIII los Colegio de Misiones tuvieron especial importancia. La idea de constituirlos partió de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, creada por Gregorio XV en 1622. La Orden franciscana, en el Capítulo General que celebró en Toledo en 1633, recogió la idea, y decidió instituirlos en España, Italia, Francia y la zona germano-belga. Por iniciativa del padre José Ximénez Samaniego, Ministro general de los franciscanos, aprobada por el papa Inocencio XI en 1679, se fundaron los dos primeros Colegios de Misiones, uno en Varatojo (Portugal), y otro en Nuestra Señora de la Hoz (España) (+F. de Lejarza, Conquista 7-32).

Poco depués el padre Samaniego pensó que sería muy conveniente fundar Colegios de Misiones en las mismas tierras americanas. Y así, con la aprobación entusiasta del Consejo de Indias y de Inocencio XI, se fundó en 1683 el convento franciscano de la Santa Cruz de Querétaro, en México. Este Colegio de Misiones tuvo una gran importancia en la actividad misionera posterior, pues de los 23 Colegios de Misiones que llegaron a fundarse en la América hispana, 14 de ellos proceden de Querétaro, entre ellos el de Guatemala (1692), Zacatecas (1704) y San Fernando (1734), en las afueras de la ciudad de México. Pronto se multiplicaron estos Colegios misioneros por toda América: en México, Pachuca (1733), Orizaba (1799) y Zapopán (1816); en Panamá (1785); y en la zona sudamericana Santa Rosa de Ocopa (1734), Popayán (1741), Tarija (1755), Cali (1757), Chillán (1756), Piritú (posterior a 1762), Moquegua (1795) y Tarata (1796).

Régimen de vida

Los Colegios de Misiones franciscanos dependían directamente de Propaganda Fide y de un Comisario de Misiones franciscano, residente en América. No estaban, pues, sujetos al Provincial de la provincia franciscana correspondiente. Su fin era muy claro: la conversión cristiana y la promoción integral de los indios.

En estos Colegios no se pasaba de los 30 religiosos: 26 sacerdotes y clérigos y 4 hermanos legos. La comunidad elegía su Guardián y establecía su propio reglamento de vida, aunque reconocía también los Estatutos Generales de los franciscanos. Los frailes de los Colegio de Misiones dedicaban dos horas diarias a la oración, cuidaban el rezo de las Horas y celebraban los maitines a media noche. Cada día tenían algunas conferencias sobre temas de teología y misionología, y prestaban especial atención al aprendizaje de las lenguas indígenas.

Estos Colegios misioneros fueron el corazón que impulsó los mayores avances evangelizadores entre aquellos indios que todavía en el XVIII no conocían a Cristo, ni habían sido asimilados por la Corona española. En la historia de las Misiones católicas constituyen una de las páginas más admirables.

A comienzos del XIX, con las guerras de la independencia, los bienes y edificios de los Colegios misionales fueron confiscados, los religiosos españoles fueron expulsados, y muchos indios volvieron a la idolatría y a la barbarie. Pero pocos años después, consolidada ya la independencia, todavía en la primera mitad del XIX, casi todos los Colegios fueron rehabilitados en América con la ayuda de las mismas autoridades políticas, que no podían menos de reconocer su inmenso mérito civilizador.

Dos apóstoles formidables podrán darnos un ejemplo de lo que hizo «Jesús, el Apóstol y Sacerdote de nuestra fe» (Heb 3,1), concretamente en México, a través de aquellos Colegios misioneros franciscanos: el Venerable fray Antonio Margil de Jesús, vinculado a los Colegios de Querétaro, Guatemala y Zacatecas, cuya biografía seguiremos en este capítulo con la ayuda de Eduardo Enrique Ríos; y el Beato fray Junípero Serra (1713-1748), que partió del Colegio de San Fernando de México, y del que trataré en el capítulo siguiente.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Tres mensajes de la Virgen de Chiquinquirá para hoy


Predicación especial en la Catedral Primada de Colombia, con motivo de la vista del Papa Francisco: (1) La Virgen se manifestó en primer lugar a una española, María Ramos, y un niño indígena, Miguel: los llamados “conquistadores” y los “conquistados” caben bien en el Corazón de la Madre de Cristo, en quien se restablece el orden de Dios. (2) María Ramos era una mujer separada; su amistad con la Virgen Santísima le ayuda a superar la frustración y toda tentación de venganza. (3) Las oraciones de esta piadosa española se derramaron durante mucho tiempo ante un lienzo que parecía vacío. Su devoción parece un acto tonto y loco; pero luego uno ve que vivir el Evangelio siempre parece loco y tonto, y sin embargo en él está nuestra verdadera victoria.

Aprenda a responder a los que usan textos de la Iglesia contra la misma Iglesia

Un caso interesante, que no dudo se repetirá con otros formatos en el futuro, se ha dado en Colombia. Una periodista conocida, Claudia Palacios, ha publicado un artículo en el diario de mayor circulación en mi país, EL TIEMPO. El título es: “Atenuantes del pecado de abortar” Y el subtítulo es este: La Iglesia debe reconocer que el derecho canónico perdona el aborto en 10 causales.

El artículo de Claudia Palacios está aquí. El mismo artículo lo he guardado el día de su publicación en mi libreta de Evernote, para controlar si el texto es cambiado posteriormente. El enlace público a ese artículo en mi libreta está aquí.

En su momento preparé una respuesta en video al escrito de la Sra. Palacios:

Voy a presentar aquí una síntesis de los recursos que ella utiliza porque es útil conocerlos, y como dije, estoy seguro de que van a replicarse en otros escritos que quieren minar la enseñanza de la Iglesia en temas de tanta trascendencia como es la defensa de la vida del no-nacido. Mi presentación, con todo el respeto hacia ella como persona y como comunicadora, debe llamar las cosas por su nombre y por eso no es extraño que hable de “mitos” y “mentiras” porque ahí están.

1. Mito: La autora quiere que pensemos que al Papa Francisco no le dejan decir todo lo que él quisiera. Se supone que “el problema no es Francisco, sino la pesada estructura eclesial.” La verdad es que el Papa ha sido diáfano sobre el tema del aborto. Ver por ejemplo este video.

2. Tergiversación de un texto pontificio y mentira subsiguiente: La misericordia que predica el Papa sirve para autorizar el aborto. El Papa ha facilitado el perdón para quien comete el crimen del aborto, exactamente con estas palabras: “En virtud de esta exigencia, para que ningún obstáculo se interponga entre la petición de reconciliación y el perdón de Dios, de ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado del aborto.” (Carta apostólica Misericordia et misera, n. 12). El lenguaje no es ambiguo: se trata de la “absolución” de un “pecado” no de una declaración de inocencia. En el mismo lugar agrega el Papa: “Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre.” [subrayado nuestro]

3. Mito: La Iglesia Católica oculta información para dominar la conciencia de las personas. Mito derivado: La verdad de la Iglesia sólo se conoce a través de “filtraciones.” La señora Palacios presenta su artículo en el tono de una revelación que ha obtenido de modo secreto. Estas son sus palabras: “Yo no lo sabía, me lo dijo un sacerdote teólogo, que me pide no revelar su nombre para no meterse en líos con su comunidad.” Es el estilo típico de las películas a lo Dan Brown (“Código de Da Vinci”) Parte del uso de novela es agregar motivaciones completamente especulativas para ensuciar a la Iglesia: “hablar de esto no es estar a favor del aborto ni promoverlo, sino decir esa verdad que la mayoría de los sacerdotes y la alta jerarquía de la Iglesia, según él, se niegan a divulgar por miedo a perder el control sobre la conciencia de las personas.” Esa clase de lenguaje tiene buena aceptación hoy, tristemente. Por supuesto, todo esto es falsedad sobre falsedad: los textos que ella utiliza hace años están disponibles para todo el mundo, católicos y no católicos desde hace muchos años. Más veracidad y menos ficción por favor.

4. Inexactitud grave: los atenuantes del Derecho Canónico son equiparables a los casos en que la ley colombiana permite abortar. En uno de los párrafos centrales la autora menciona que el Derecho Canónico nombra 10 atenuantes en la aplicación de una pena; recuerda también ella que la Corte Constitucional de Colombia (obrando como Tribunal Supremo) ha autorizado el aborto en tres casos específicos, que son enunciados en la página web de Profamilia, que promueve el aborto en este país. Dice así:

Desde el 2006, la Corte Constitucional en Colombia abrió la puerta al IVEs [Aborto: Interrupción Voluntaria del Embarazo. Nota de la redacción], permitiendo realizar el procedimiento cuando se incurre en alguna de estas tres circunstancias: (1) Cuando el embarazo pone en peligro la salud —física o mental— de la mujer, o su vida. (2) Cuando el embarazo es resultado de una violación o de incesto. (3) Cuando hay malformaciones del feto que son incompatibles con la vida por fuera del útero.

Pues bien, la señora Palacios ve mayor amplitud de aceptación en el Derecho Canónico de la Iglesia Católica porque considera 10 atenuantes de una pena mientras que la Corte colombiana sólo nombró 3 causales. Para ella atenuantes canónicos y causales penales son lo mismo, y según esa equiparación la Iglesia estaría más que dispuesta al aborto.

5. Lenguaje engañoso: El Derecho Canónico exime de toda pena a los menores de edad. Este sí que es un asunto grave. Palacios alude a las causales establecidas por el Derecho Canónico como atenuantes de la pena, y cita: “No queda sujeto a pena quien cuando infringió una ley o precepto aún no había cumplido 16 años.” Si hablamos de la pena en sentido general, eso es simplemente falso porque la gravedad del aborto (un ser humano inocente asesinado) no cambia. Lo que puede cambiar es el tipo de pena: que la persona no quede excomulgada, si tal fuera el caso, no quiere decir que no ha cometido un gravísimo pecado. Es pertinente recordar aquí un aparte del número 62 de Evangelium vitae de Juan Pablo II:

La disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. 69 También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que « quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae »,70 es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido: 71 con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia. Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable. 72 Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.

En resumen de esta parte: el hecho de que no haya excomunión “automática” no quiere decir que ha cesado el desorden moral grave porque implica la eliminación de un ser humano inocente. Equiparar que no hay excomunión (para el caso de los menores de 16 años) con que no hay pena, en general, como si no hubiera consecuencias, es inducir a un engaño en materia gravísima.

6. Inexactitud gravemente falaz: la aplicación de los atenuantes en una pena canónica es automática de modo que debe suponerse que siempre se aplican. En ninguna parte dice el Derecho canónico que los atenuantes son de discernimiento y aplicación subjetiva, que finalmente lleva a una especie de auto-perdón automático. Pero eso es lo que sugiere la autora: “si una mujer decide abortar por temor a las consecuencias para su vida de traer un hijo no deseado al mundo –expulsión de la familia, posibilidad de retirarse del estudio, incapacidad para mantenerlo, o la que sea–, no es imputable” El Código de la Iglesia dice exactamente lo opuesto: “Cometida la infracción externa, se presume la imputabilidad, a no ser que conste lo contrario” (Código de Derecho Canónico, 1321 § 3). Y es evidente que lo que “consta” no es simplemente lo que consta “ante mis ojos,” como sugiere Palacios.

Por cierto, vemos aquí a dónde conduce esa teología moral que disocia “pecado objetivo” y “responsabilidad subjetiva” hasta el punto de guardar la fachada de una norma que sin embargo cada uno puede considerar inaplicable por propio deseo o decisión. Es algo que hemos visto suceder con Amoris laetitia, del Papa Francisco, y artículos como el que estamos comentando deben advertirnos adónde se llega por ese camino: si un adúltero puede discernir que puede comulgar, una mujer que aborta, o un médico que hace abortos, puede llegar a la conclusión de que lo suyo ni siquiera tiene que ser confesado ( ya eso llega Palacios).

7. Mito de uso de nombre: Palacios difunde la agenda de la ONG “Católicas por el Derecho a Decidir,” que es claramente abortista, y que ha sido descalificada por la Iglesia Católica, por ejemplo, por la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos. Véase amplia información aquí.

8. Mitos históricos trasnochados para lograr impacto emocional: por ejemplo, citar a Galileo y la Inquisición, caballos de batalla de continuo uso para intentar desacreditar todo lo que la Iglesia hoy haga o enseñe.

* * *

Resulta arduo entrar en el detalle de tantos sofismas y medias verdades utilizadas con cierta inteligencia para lograr un objetivo. pero es nuestro deber buscar claridad, siempre con respeto pero sin dejar de respetar la verdad de los textos y de la dignidad de la vida humana, sobre todo.

Permita Dios que termine la aberración del aborto en todo el mundo. Amén.

Misioneros ensanchadores de México

Hemos recordado aquí la inmensa labor misionera realizada en México por la Compañía de Jesús con los indios tepehuanes, los de Sionaloa y Chínipas, los de Tarahumara, Pimería y California; pero los jesuitas llevaron adelante, en condiciones de similar dureza, otras muchas misiones entre laguneros, acaxees y xiximíes, yaquis, mayas y yumas, los indios del Nayarit y tantos otros.

Por eso hemos de afirmar que todas esas regiones son actualmente México gracias a los misioneros jesuitas, que ensancharon la patria mexicana con su grandioso esfuerzo evangelizador. Y de franciscanos, dominicos, agustinos y otros religiosos hay que decir lo mismo: los misioneros fueron los principales creadores del México actual.

Sin embargo, hoy vemos en las ciudades de aquella nación pesadas estatuas, en el más puro estilo del realismo soviético, dedicadas a Juárez, Obregón o Carranza, pero apenas hallaremos ningún recuerdo de estos santos padres de la patria mexicana…

La verdad, sin embargo, de la historia humana está escrita con páginas indelebles, pues queda grabada en el corazón de Dios. Concluimos, pues, con las palabras de Alfonso Trueba en su obra Ensanchadores de México (66): «Pensamos en la grandeza moral que encierran las páginas de nuestra historia, de esa historia que el pueblo mexicano desconoce porque se la han ocultado. Y pensamos que México es una nación hecha por santos. Sus destructores han querido y quieren que se la lleve el diablo, pero esos santos han de volverla a su antiguo destino, y han de salvarla. Dios lo quiera».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Epílogo de la primera presencia de los jesuitas en México

Nuestra Señora de Loreto

El 19 de octubre de 1697 desembarcó la expedición misionera en la costa californiana, frente a la actual isla del Carmen, y una vez plantada una cruz y entronizada la imagen de Nuestra Señora de Loreto, establecieron lo que había de ser Loreto, la misión central de California.

Los primeros contactos con los indios que se acercaron fueron ambiguos. A los que se acercaban de paz, les daban de comer diariamente pozole o maíz cocido. A los de guerra, hubo en alguna ocasión que espantarlos a tiros, y murió alguno. La intervención del buen cacique de San Bruno, que trece años antes se había hecho amigo del padre Kino, facilitó mucho las cosas. Y en noviembre llegó el padre Píccolo, que había de ser durante 31 años uno de los puntales de la misión.

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Texto de la Conferencia Episcopal Española sobre el atentado en Barcelona

Esta tarde ha tenido lugar en Barcelona un grave atentado terrorista con resultado de muerte y numerosos heridos.

Ante este hecho luctuoso y execrable, la Conferencia Episcopal Española quiere en primer lugar mostrar su cercanía y oración a todas las víctimas y sus familias. Asimismo manifestamos nuestro apoyo a toda la sociedad que es atacada con estas acciones, en esta ocasión los ciudadanos de Barcelona, y a las Fuerzas de Seguridad.

Al mismo tiempo condenamos cada muestra de terrorismo, una práctica intrínsecamente perversa, del todo incompatible con una visión moral de la vida, justa y razonable. No sólo vulnera gravemente el derecho a la vida y a la libertad, sino que es muestra de la más dura intolerancia y totalitarismo.

Pedimos a todos los creyentes que eleven sus oraciones para pedir a Dios que conceda el descanso eterno a las personas fallecidas, restablezca la salud del resto las víctimas, consuelo a los familiares, llene de paz los corazones de las personas de buena voluntad y nunca más se repitan estas acciones despreciables.

De dónde viene el nombre California y cómo empezó a poblarse

Durante casi dos siglos, hasta fines del XVII, la isla o península de California se mantuvo ajena a México, apenas conocida, y desde luego inconquistable. Hernán Cortés fue el descubridor de California, así llamada por primera vez en 1552 por el historiador Francisco López de Gómara, capellán de Cortés.

Dos expediciones organizadas por Cortés, otra conducida por él mismo en 1535, y una cuarta en la que confió el mando a Francisco de Ulloa, sirvieron para descubrir California, pero se mostraron incapaces de poblarla. Aquella era tierra inhabitable (calida fornax, horno ardiente), áspera y estéril, en la que no podían mantenerse los pobladores, que a los meses se veían obligados a regresar a México. El Virrey Mendoza intentó de nuevo su conquista, y después Pedro de Alvarado y Juan Rodríguez Cabrillo. Felipe II, ante el peligro que corría California a causa del pirata Drake, mandó poblar aquella región. Sebastián Vizcaíno fundó entonces el puerto de la Paz, pero en 1596 hubo que desistir de la empresa una vez más. Felipe III da la misma orden, Vizcaíno funda Monterrey, y regresa con las manos vacías en 1603. Años después, en 1615, se da licencia al capitán Juan Iturbi, sin resultados. Ortega, Carboneli y otros fracasaron igualmente en los años siguientes. El impulso que parecía decisivo para poblar California fue conducido, con grandes medios, por el almirante Pedro Portal de Casanate en 1648, pero también sin éxito.

Carlos II, en fin, ordena un nuevo intento, y en 1683 parten dos naves conducidas por al almirante Atondo, y en ellas van el padre Kino y dos jesuitas más. Pero tras año y medio de trabajos y misiones, se ven obligados todos a abandonar California. Fue entonces cuando una junta muy competente reunida en México por el Virrey, después de 20 expediciones marítimas realizadas en casi dos siglos, declaró que California era inconquistable.

California

El padre Baegert, que sirvió 17 años en la misión de San Luis Gonzaga, dice que California «es una extensa roca que emerge del agua, cubierta de inmensos zarzales, y donde no hay praderas, ni montes, ni sombras, ni ríos, ni lluvias» (+Trueba, Ensanchadores 16). En realidad existían en la península de California algunas regiones en las que había tierra cultivable, pero con frecuencia sin agua, y donde había agua, faltaba tierra… Por eso hasta fines del XVII la exploración de California se hacía normalmente en barco, costeando el litoral. Las travesías por tierra a pie o a caballo, con aquel calor ardiente, sin sombras y con grave escasez de agua, resultaban apenas soportables.

Los californios

Los indios californios eran nómadas, dormían sobre el suelo, y casi nunca tres noches en el mismo lugar. Andaban desnudos, las mujeres con una especie de cinturón, y no tenían construcciones. Su alimentación era un prodigio de supervivencia: comían raíces, semillitas que juntaban, algo de pescado o de carne -grillos, orugas, murciélagos, serpientes, ratones, lagartijas, etc.-, e incluso ciertas materias, como maderas tiernas o cuero curtido.

El padre Baegert cuenta que una vez vió cómo un anciano indio ciego despedazaba entre dos piedras un zapato viejo, y comía laboriosamente luego los trozos duros y rasposos del cuero. Echaban al fuego la carne o pescado que conseguían, sacándolo luego y comiéndolo «sin despellejar el ratón, ni destripar la rata, ni lavar los intestinos del ganado».

Más aún, cuenta que en la época de las pitayas, que contienen gran cantidad de pequeñas semillas que el hombre evacúa intactas, los indios juntaban los excrementos, recogían de ellos las semillas, las tostaban y molían, y se las comían. Los españoles apelaban esta operación segunda cosecha o de repaso (Ensanchadores 21). Quizá fue en estos indios en los que se inspiró Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) para elaborar el mito del Buen salvaje y de la idílica vida primitiva, en plena comunión con la naturaleza…

Los californios tenían tantas mujeres como podían, en ocasión tomadas de entre sus propias hijas. No tenían organización política o religiosa, y según fueran guaicuras, pericúes, cochimíes u otros, hablaban diversos idiomas. Eran unos cuarenta mil indios en toda la península, normalmente sucios, torpes y holgazanes.

Siendo así la tierra y siendo así los indios, nada justificaba los gastos y esfuerzos enormes que serían necesarios para poblar y civilizar California, empresa que, por lo demás, se mostraba imposible. Aquella tierra presentaba un rostro tan duro y miserable que sólamente los misioneros cristianos podían buscarla y amarla, pues ellos no buscaban sino la gloria de Dios y el bien temporal y eterno de los indios.

En efecto, los jesuitas, en 1697, entraron allí para servir a Cristo en sus hermanos más pequeños: «Lo que hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Y cuando fueron expulsados en 1767, tenían ya 12.000 indios reunidos en 18 centros misionales.

El padre Juan María Salvatierra (1644-1717)

El apóstol primero y principal de California fue el jesuita Juan María Salvatierra, nacido en Milán, de familia noble, en 1644. Llegó a México a los 30 años de edad, en 1675, con otros miembros de la Compañía. A partir de 1680, hizo durante diez años una gran labor misionera en Chínipas. En 1690 fue nombrado Visitador, y al año siguiente visitó la misiones de Sonora, donde habló de California largamente con el padre Kino. Desde entonces el padre Salvatierra hizo cuanto pudo para que se intentase de nuevo la evangelización de California, y siguiendo una inspiración del venerado misionero padre Zappa, hizo pintar el tránsito de la Casa de la Virgen de Loreto por los aires, con los indios californios en actitud de espera y acogida.

Por fin, en 1697 consiguió Salvatierra licencia real para intentar la evangelización de California, con la condición de no hacer gasto alguno a costa de la Real Hacienda, y de tomar posesión de aquellas tierras en nombre de la Corona. A los misioneros se les concedió como escolta un pequeño número de soldados, que habían de ser mantenidos por la propia misión. El padre Kino, retenido a última hora en la Pimería, no pudo acompañar a Salvatierra, que partió con el padre Francisco María Píccolo, misionero doce años en la Tarahumara.

Señalemos una vez más que en esta misión de California, como en tantas otras, hubo laicos cristianos que con su celo apostólico hicieron posible la empresa, suministrando a fondo perdido los medios económicos necesarios. Alonso Dávalos, conde de Miravalles, y Mateo Fernández de la Cruz, marqués de Buena Vista, juntaron con otros 17.000 pesos. El vecino de Querétaro, don Juan Caballero de Ozio, contribuyó con 20.000; la Congregación de los Dolores, de México, con 10.000; y don Pedro Gil de la Sierpe, tesorero de Acapulco, ofreció una lancha grande y una galeota de transporte (Ensanchadores 28). Más adelante ayudó también el marqués de Villa Puente, «cuyos cofres siempre estaban abiertos para la misiones de California y China» (50).

Después del fracaso de veinte expediciones civiles o militares, a veces muy potentes, la armada del Señor que había de hacer la conquista espiritual de California estaba compuesta por dos jesuitas, cinco soldados con su cabo, y tres indios, de Sinaloa, Sonora y Guadalajara, más treinta vacas, once caballos, diez ovejas y cuatro cerdos -que, por cierto, hubieron éstos de ser sacrificados, pues inspiraban a los indios un terror invencible-.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Misioneros católicos fueron los primeros en descubrir que California es península y no isla

Así fue como en uno de estos viajes el padre Kino divisó desde lo alto de un monte la desembocadura del Colorado, y pudo adivinar que California era península, contra el convencimiento generalizado de que era una isla.

En la cuarta expedición marina organizada por Cortés, en 1539, Francisco de Ulloa navegó hasta el fondo del mar de California, y conoció su condición peninsular, trayendo un mapa exacto, que, por lo demás, sólo en 1770 fue publicado. Más tarde predominó en América y en Europa la idea de que California era una isla. El mismo padre Kino, en efecto, dice: «en la creencia que la California era península y no isla, vine a estas Indias Occidentales». Y añade: es cierto que «algunos de los cosmógrafos antiguos pintaban la California hecha península o istmo… Pero desde que el pirata inglés Francisco Drake navegó por estos mares, divulgó por cosa cierta que este seno y mar califórnico tenía comunicación con el mar del norte, y de vuelta a sus tierras, engañó a toda la Europa, y casi todos los geógrafos de Italia, Alemania y Francia pintaron la California isla» (78-80).

En 1701 el padre Salvatierra, avisado de la feliz noticia, que abría grandes esperanzas para la asistencia de sus misiones californianas, se reunió en Cucurpe con el padre Kino para hacer juntos un viaje que comprobara la posible conexión por tierra entre Sonora y California. Y los dos grandes misioneros hicieron hacia el noroeste una cabalgada histórica, que el mismo Kino refiere:

«Llevó su reverencia [el padre Salvatierra] para la entrada el cuadro de Nuestra Señora de Loreto [patrona de las misiones de California], que nos fue de gran consuelo en todo el camino». Eran días primaverales, y «grandes trechos del camino se hallaban alfombrados con rosas y variadas flores, como si la naturaleza convidara a festejar la Virgen de Loreto, que yo llevaba por las mañanas y el P. Salvatierra por las tardes. Casi todo el día se nos iba en rezar salmos y cantar alabados en español, italiano, pima, latín y aun californio con los seis indios que venían con el Padre». Llegaron en su camino a la misión de Sonoita, en la frontera actual con los Estados Unidos. Finalmente, tras muchos días de viaje, desde lo alto de un monte, «al cual subimos cargando con nosotros el cuadro de Nuestra Señora de Loreto, divisamos patentemente la California» (Aventuras 71-74).

Un gran misionero

El padre Eusebio Kino, fuerte y delgado, según el padre Velarde que le trató, fue un religioso muy piadoso, «que no usaba vino más que para decir misa. Añade que no tenía sino dos camisas de tela corriente y que todo lo daba de limosna a sus indios. Siempre tomó sus alimentos sin sal y mezclados con yerbajos para hacerlos desagradables al paladar. Dormía cuatro o cinco horas, leía por costumbre vidas de santos. Amaba mucho a los niños, sobre todo a sus indiecitos, que lo llegaban a querer tanto como a sus padres naturales» (Trueba, Kino 77). Su ascendiente era tal entre los indios, que en 24 años de continuos viajes, nunca se atentó contra su vida. Fue muy amable y paciente con los indios, y también tuvo mucha paciencia para sobrellevar las muchas resistencias que halló en la misma Compañía.

«Se calcula que en 24 años de misiones caminó más de 7.000 leguas, o sea unos 30.000 kilómetros, con el principal fin de extender el imperio de la fe. Predicó el Evangelio este padre itinerante, ecuestre y apostólico a tribus tan varias y remotas como pimas, sobas, sobaipuras, seris, tipocas, yumas, quiquimas, opas, hoabonomas, himuras, cocomaricopas, californios, etc.; fundó 30 pueblos, aprendió diversos idiomas, formó diccionarios, compuso catecismos; no sólo instruyó a los indios en las obligaciones de cristianos y de vasallos fieles, sino que trabajando con ellos personalmente, los enseñó a fabricar casas, construir iglesias, cultivar la tierra y criar ganado» (12).

Por lo demás, al escribir su vida misionera en 1708, el padre Kino eligió un título bien humilde y verdadero, Favores celestiales. Efectivamente, es éste un término que aparece en el texto con frecuencia: «De los favores que Nuestro Señor nos ha hecho en las dichas entradas o misiones, conversiones, descubrimientos, reducciones, conquistas espirituales y temporales…»; los «favores celestiales que, aunque indignamente, estoy escribiendo»…; «las muy muchas almas que los celestiales favores de Nuestro Señor, a manos llenas, continuamente nos va dando»… (Aventuras 40,92,105).

A manos llenas, realmente, favoreció el Señor los trabajos misioneros en la Pimería: «Con todas estas entradas o misiones que se han hecho a estas nuevas gentilidades de 200 leguas en estos veintiún años quedan reducidas a nuestra amistad y al deseo de recibir nuestra santa fe católica entre pimas y cocomaricopas, y yumas, quiquimas, etc., más de 30.000 almas, las 16.000 de solos pimas y he hecho más de 4.000 bautismos y pudiera haber bautizado otros 10 o 12.000 indios si la falta de padres operarios no nos hubiera imposibilitado el catequizarlos e instruirlos por delante» (129-130).

A los 66 años, habiendo acudido a la misión de Magdalena para dedicar a San Francisco Javier una hermosa capilla que él mismo había ayudado a edificar, mientras celebraba la misa de dedicación, se sintió enfermo, y poco después murió como tantas veces había dormido: vestido, echado sobre una piel de carnero, con el aparejo de la caballería por cabecera, y cubierto con dos mantas de indios. Era el 15 de marzo de 1711.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.