Llegada de los españoles a lo que hoy son Panamá y Colombia

Santa Marta y Cartagena de Indias

Las fundaciones hispanas más antiguas de esta región se produjeron cerca del istmo de Panamá, San Sebastián (1509) y Santa María la Antigua de Darién (1509), o en el mismo istmo, Nombre de Dios (1510) y Panamá (1519). Algunos años más tarde se establecieron en la costa, sobre el istmo, Santa Marta (1525) y Cartagena de Indias (1533), y desde estas dos últimas ciudades es de donde partieron las expediciones de conquista hacia el interior de la zona.

Rodrigo de Bastidas, notario sevillano, capituló con la Corona la incorporación de estas regiones, y en 1525 fundó Santa Marta. García de Lerma, como gobernador, llegó de España en 1529, acompañado de veinte misioneros dominicos, y los indios taironas le infligieron graves derrotas. De todos modos, en 1531 se nombró al primer obispo de Santa Marta, el dominico fray Tomás Ortiz, religioso de gran valía, y se erigió la catedral.

En 1532, el madrileño Pedro de Heredia, autorizado por la Corona, emprende una expedición para conquistar la región occidental de la actual Colombia. Funda Cartagena de Indias en 1533, y tras una incursión por el interior, vuelve a la ciudad al año siguiente con un enorme botín de oro.

Exploración y conquista del interior

Cuando los españoles llegaron a esta parte de América, había en ella tres cacicatos principales, el de Bogotá, gobernado por un jefe titulado Zipa, que dominaba sobre dos quintas partes de la actual Colombia, el de Tunja, regido por un Zaque, y el de Iraca, por un Sugamuxi. Junto a esos tres, había otros de menor importancia, como Tundama y Guanentá. Durante los primeros años los españoles, faltos de fuerza, se limitaron a vivir en sus asentamientos costeros, realizando escasas incursiones por el interior.

En 1535 llegó de España como gobernador de Santa Marta don Pedro Fernández de Lugo, que trajo consigo dieciocho barcos, 1.500 peones y 200 jinetes. Con él venía, como Justicia mayor, Gonzalo Jiménez de Quesada, nacido en Córdoba o Granada, formado como hombre de armas en las campañas de Italia, y jurista después en su tierra andaluza, el hombre que había de ser conquistador principal de Nueva Granada. Era llegada la hora de explorar y conquistar el interior, siguiendo hacia el sur los cauces de los ríos Atrato, Cauca y Magdalena.

Quesada, enviado por Lugo, se dirige hacia el sur en 1536, por la ruta del río Magdalena, con una fuerza de 750 hombres. Con él van dos capellanes castrenses, Antón de Lescámez y Domingo de las Casas. Han de sufrir todos interminables calamidades, ciénagas y caimanes, indios hostiles y hambre, que reducen la expedición a 200 hombres debilitados y enfermos. No obstante, con nuevos refuerzos enviados desde Santa Marta, Quesada prosigue en 1537 la expedición, entrando en la alta meseta poblada por los chibchas. Para entonces los españoles han descubierto pueblos bien construídos, panes de sal, esmeraldas y objetos de oro, mantas de algodón bien tejidas, todo lo cual atestigua la existencia de un pueblo culto y rico. Empleando el mismo truco que usaron Cortés o Valdivia para acrecentar su autoridad, renuncia Quesada a su condición de adelantado, y consigue ser elegido capitán general.

En agosto de 1537, entran 160 españoles en Tunja, apresan al Zaque, viejo y gordo, y saquean malamente sus tesoros. El mismo Quesada lo cuenta con ironía: «Era de ver sacar cargas de oro a los cristianos en las espaldas, llevando también la cristiandad a las espaldas»… Parten luego a la conquista de Iraca, donde conquistan también gran botín, aunque el Sugamuxi logra escapar. De allí los españoles vuelven a Tunja y se dirigen a Bacatá, donde un soldado mata al Zipa Tisquesusa sin reconocerle. El nuevo Zipa trata de eludir con engaños las exigencias de Quesada, y es también muerto. Hasta ahora, los españoles de Quesada, que se han adentrado 800 kilómetros al sur de Santa Marta, no han fundado ni evangelizado; sólo han conseguido descubrimientos importantes, grandes riquezas y conquistas sangrientas.

La expedición de Quesada, procedente del norte, se encuentra entonces con la expedición de Sebastián de Belalcázar, que con licencia de Pizarro sube del Perú para hacer conquistas al norte del virreinato. Belalcázar ha fundado Quito (1534), Santiago de Cali (1536) y Popayán (1538). Y en 1538 es fundada Santa Fe de Bogotá, la ciudad que había de ser cabeza de la Nueva Granada. Una tercera fuerza, procedente de Venezuela, mandada por el alemán Nicolás Federman, confluye en 1539 con las de Quesada y Belalcázar. Finalmente, puede decirse que la organización primera de esta región se completa cuando en 1549 Santa Fe de Bogotá es constituida Audiencia, con jurisdicción sobre Santa Marta y Nuevo Reino de Granada, Cartagena, Río de San Juan y la parte de Popayán no dependiente de la Audiencia de Quito.

Así las cosas, desde la fundación de Santa Marta, en 1525, hasta el establecimiento de la Audiencia de Santa Fe, transcurren unos 25 años de luchas y pleitos, intrigas y confusiones, en los que se produce, más mal que bien, la conquista de la región de Colombia.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

A los 108 años de edad, teje para ayudar a madres sin recursos

Según informa el diario El Faro de Vigo, hasta hace poco Lulú Vázquez de Silva, que tiene 108 y cumplirá 109 el próximo 29 de marzo, se reunía todos los días con sus amigas en la Misa de 12 en la parroquia de San Francisco. Sin embargo, ahora que se ha reducido su movilidad visita la iglesia de San Bartolomé que le queda mucho más cercana a su casa.

Fue en la iglesia de San Francisco donde Carmen Calvar, una de las voluntarias de RedMadre, le explicó por primera vez a Lulú cuál era el servicio de esta asociación que apoya a mujeres embarazadas en situación de vulnerabilidad.

Lulú enseguida decidió colaborar tejiendo. “Ayudar le gusta a cualquiera. Siempre es algo bueno”, precisa. De esto hace ahora dos años y Lulú desde entonces ha tejido decenas de patucos (zapatitos de lana), toquillas, bufandas… Todo lo que considera necesario para los niños de madres con pocos recursos o en situación de vulnerabilidad.

Asegura que con su edad “cada día cuenta”, y por eso, mientras estaba siendo entrevistada, Lulú seguía tejiendo unos patucos para ayudar a las madres que más lo necesitan.

(Aciprensa)

Antropofagia entre los chibchas

Era en cambio ciertamente común entre los chibchas la costumbre de comer carne humana, sobre todo la de los enemigos vencidos en la guerra. En 1537, Cieza de León conoció cerca de Antioquia al gran cacique Nutibara, y pudo ver que «junto a su aposento, y lo mismo en todas las casas de sus capitanes, tenían puestas muchas cabezas de sus enemigos, que ya habían comido, las cuales tenían allí como en señal de triunfo. Todos los naturales de esta región comen carne humana, y no se perdonan en este caso; porque en tomándose unos a otros (como no sean naturales de un propio pueblo), se comen» (Crónica del Perú cp.11).

En esta región gustaban especialmente de la tierna carne de los niños, y por eso «oí decir que los señores o caciques de estos valles buscaban de las tierras de sus enemigos todas las mujeres que podían, las cuales traídas a sus casas, usaban con ellas como con las suyas propias; y si se empreñaban de ellos, los hijos que nacían los criaban con mucho regalo hasta que habían doce o trece años, y de esta edad, estando bien gordos, los comían con gran sabor, sin mirar que era su sustancia y carne propia; y desta manera tenían mujeres para solamente engrendrar hijos en ellas para después comer» (cp.12). Esta misma afición por la carne de niños se daba en los indios armas, cerca de Antioquía (cp.19).

Parece, sin embargo, que la antropofagia se practicaba sobre todo con los prisioneros de guerra, y que era costumbre, una vez comidos, disecarlos. Al poniente de Cali pudo Cieza ver un museo de hombres disecados: «Estaban puestos por orden muchos cuerpos de hombres muertos de los que habían vencido y preso en las guerras, todos abiertos; y abríanlos con cuchillos de pedernal y los desollaban, y después de haber comido la carne, henchían los cueros de ceniza y hacíanles rostros de cera con sus propias cabezas, poníanlos de tal manera que parescían hombres vivos. En las manos a unos les ponían dardos y a otros lanzas y a otros macanas. Sin estos cuerpos, había mucha cantidad de manos y pies colgados en el bohío o casa grande. De lo cual ellos se gloriaban y lo tenían por gran valentía, diciendo que de sus padres y mayores lo aprendieron» (cp.28; +cp.19). De los indios gorrones, de la región de Cali, cuenta Cieza también que abundaban en sus casas trofeos humanos disecados, y añade: «Y si yo no hubiera visto lo que escribo y supiera que en España hay tantos que lo saben y lo vieron muchas veces, cierto no contara que estos hombres hacían tan grandes carnecerías de otros hombres sólo para comer; y así, sabemos que estos gorrones son grandes carniceros de comer carne humana» (cp.26).

Según informaba Alejandro Humboldt, citando la carta de unos religiosos, todavía a comienzos del XIX duraba esta miseria en algunas regiones de evangelización más tardía: «Dicen nuestros Indios del Río Caura [afluente del Orinoco, en la actual Venezuela] cuando se confiesan que ya entienden que es pecado comer carne humana -escriben los padres-; pero piden que se les permita desacostumbrarse poco a poco; quieren comer la carne humana una vez al mes, después cada tres meses, hasta que sin sentirlo pierdan la costumbre» (Essai Politique 323: +Madariaga, Auge y ocaso 385).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Sacrificios humanos entre los chibchas

«Los chibchas -escribe Carlos Mesa- practicaron los sacrificios humanos. En un templo dedicado al Sol en los Llanos orientales le inmolaban mojas o niños cuidados con esmero. Vendidos a los caciques a muy alto precio, los niños desempeñaban en los adoratorios los sagrados oficios y cantaban las divinas alabanzas y al llegar a la pubertad eran sacrificados por los jeques solemnemente. “Llegados al puesto del sacrificio -según describe Simón- con algunas ceremonias tendían al muchacho sobre una manta rica en el suelo y allí untaban algunas peñas en que daban los primeros rayos del sol. El cuerpo del difunto unas veces lo tenían en una cueva o sepultura, y otros lo dejaban sin sepultura en la cumbre, porque lo comiera el sol y se desenojara. De esta costumbre vino el arrojarle sus niños desde el cerro los indios de Gachetá a los españoles cuando iban entrando en estas tierras, por entender eran hijos del sol”…

«En Gachetá, ante un gran ídolo, inmolaban cada semana un niño inocente y en Ramiriquí, en una cueva, se hacían ritos semejantes. En las guerras aprisionaban niños de las naciones enemigas y sacrificados, los exponían en las cumbres de los cerros para que el sol los devorara. Cuando los caciques erigían mansiones nuevas, en cada uno de los hoyos excavados para los estantillos de las casas arrojaban una niña porque su sangre daría consistencia a la nueva habitación y auguraba felicidad a los moradores. Sacrificaban también, con frecuencia, esclavos sobre altos palos y los atormentaban con flechazos dirigidos al pecho y al rostro. Cuando moría algún cacique sepultaban con él sus mujeres y los esclavos predilectos. Inmolaban igualmente papagayos y guacamayos. En homenaje al sol quemaban oro y esmeraldas. Y los sacrificios eran precedidos del ayuno» (123-124).

El obispo Pedrahita precisa que si antes del sacrificio «la ventura del moxa ha sido tocar a mujer, luego es libre de aquel sacrificio, porque dicen que su sangre ya no vale para aplacar los pecados» (129).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Costumbres y religiosidad de los chibchas

Costumbres y religiosidad

Apenas es posible hacer afirmaciones generales sobre un conjunto de grupos indios tan diferentes. Según parece, generalmente los chibcha no conocieron el vestido, fuera de algunos taparrabos, y eran en cambio aficionados a los tatuajes, collares y pectorales, orejeras y narigueras. Los jefes indígenas tenían una gran autoridad, y ellos, lo mismo que los guerreros más destacados y la casta de principales, tenían muchas mujeres y muchos esclavos. No eran raros los matrimonios con hermanas o sobrinas, y tampoco lo eran los abortos provocados, pues las casadas no querían cargarse de hijos demasiado pronto.

El claretiano Carlos E. Mesa, colombiano, a quien principalmente seguimos en su estudio sobre las Creencias religiosas de los pueblos indígenas que habitaban en el territorio de la futura Colombia (111-142), que se apoya en las informaciones de Gonzalo Jiménez de Quesada (1510-1579), el conquistador de Nueva Granada, y del santafereño Fernández de Piedrahita (1624-1688), obispo historiador, así como en las antiguas crónicas del dominico Alonso de Zamora y del franciscano Pedro Simón.

Los chibchas tenían cierta idea de un dios superior, invisible y omnipotente, aunque también daban culto al sol, por su hermosura, a la luna, que consideraban su esposa, y a numerosos dioses subordinados, señores de las lluvias y de los fenómenos de la naturaleza. Tenían también memoria de héroes legendarios, que dieron origen a las costumbres y ceremonias, a los diversos oficios y artesanías.

Quizá el más importante de ellos es el mito de Nemqueteba, hombre blanco de largas barbas, venido del oriente a comienzos de la era cristiana, y que fue una especie de evangelizador misterioso, al estilo del Quetzalcoatl mexicano. Por lo demás, tenían estos pueblos una cierta idea de que la suerte de los difuntos era diversa después de la muerte, según la conducta que habían tenido en este mundo.

Julio César García opina que «uno de los aspectos más sobresalientes de la cultura chibcha fue su religión, tanto por sus creencias y concepciones elevadas como por lo formal de su culto» (+Mesa 116). En efecto, la multiplicidad de sus pequeños adoratorios, así como la importancia de los sacerdotes y de las fiestas religiosas, aproximan más la religiosidad chibcha a la de incas o aztecas, que al precario animismo mágico de otras etnias americanas más primitivas.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Panorama de los chibchas de la Nueva Granada

Entre el mundo azteca-maya y el mundo andino de los incas, en el área colombiana y venezolana que los españoles llamaron virreinato de Nueva Granada, vivían los chibchas (término que significa pobladores), que se extendían desde Nicaragua hasta el Ecuador. No formaron nunca un imperio homogéneo, que hubiera sido un puente cultural entre mayas e incas, sino que más bien fueron siempre un mosaico de muchos grupos diversos, en estado de guerra habitual, con cierta treguas, y separados entre sí por más de cien lenguas diversas. Ni siquiera hay, según parece, acuerdo general sobre qué pueblos pueden ser incluídos bajo el nombre de chibchas.

Los chibchas más importantes de la zona colombiana eran los llamados muiscas, que vivían en el altiplano de Bogotá, y también en las regiones andinas de Popayán, Antioquía y Cartago. Más al este, los chibchas de las tierras hoy venezolanas se dividían en tres grupos fundamentales, arauacos, caribes y tupíguaraníes. Estos grupos indígenas alcanzaron niveles culturales bastante diferentes, y según su localización geográfica experimentaron influjos del norte maya o del sur incaico. En todo caso, los chibchas mostraron también una cierta cultura propia, alguno de cuyos rasgos irradió a las regiones vecinas.

Al decir de Krickeberg, los chibchas «aparecen como los maestros por excelencia de la elaboración de objetos de oro y de la aleación de oro y cobre», de modo que sus obras de orfebrería «superan incluso a las del imperio incaico» (347,350). Pectorales y yelmos, narigueras y grandes discos repujados, colgantes con figuras de hombres o animales, con un realismo a veces extraordinario, causan todavía hoy en los museos especializados verdadera admiración.

Los orfebres chibchas descubrieron técnicas avanzadas, realizaron bellísimas combinaciones de oro y piedras preciosas, y practicaron aleaciones de gran valor. También conocieron una hermosa cerámica y llegaron a contruir en algunas partes terrazas para el cultivo, así como calzadas perfectamente empedradas. Apenas tuvieron en cambio edificaciones notables de piedra, fuera de las que se produjeron entre los tairona y los andaqui.

Los muiscas del altiplano de Bogotá -los moscas, de las antiguas crónicas hispanas-, alcanzaron los niveles más altos de la cultura chibcha en lo referente a la vida social y religiosa. Fueron buenos cultivadores y comerciantes, construyeron calzadas con almacenes y alojamientos de trecho en trecho, y usaron vestidos de algodón, al estilo de los incas.

Otro amplio grupo étnico fue el de los caribes, cuyo primer asiento parece haber sido en Brasil, y que pudieron entrar en Colombia por el Orinoco y por el Magdalena. Sus principales pueblos eran los panches, muzos, pijaos, quimbayas, catíos, chocoes y motilones.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Lima, Ciudad de Santos

Lima, la Ciudad de los Reyes, un siglo después de su fundación (1535), ya pudo mejor llamarse la Ciudad de los Santos, pues asistió en cuarenta años a la muerte de cinco santos: el arzobispo Mogrevejo (1606), el franciscano Francisco Solano (1610), y los tres santos de la familia dominicana, Rosa (1617), Martín (1639) y Juan Macías (1645).

Estos santos, y tantos otros, como Mariana de Jesús o la dominica sierva de Dios, Ana de los Angeles Monteagudo (1606-1686), peruana de Arequipa, son quienes, con otros muchos buenos cristianos religiosos o seglares, escribieron el Evangelio en el corazón de la América hispana meridional.


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Visita del presidente de Colombia al Papa Francisco

“En un clima de cordialidad y satisfacción por las buenas relaciones bilaterales entre Colombia y el Vaticano, el presidente colombiano Iván Duque Márquez se reunió con el Papa Francisco y después con el Secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Pietro Parolin, este lunes 22 de octubre. Los temas principales de esta reunión en el Vaticano fueron el proceso de paz con la guerrilla ELN y la situación de los emigrantes venezolanos que huyen del régimen de Maduro. El encuentro con Francisco se da en el marco de la gira diplomática que el presidente colombiano está realizando por diferentes países de Europa…”

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Limitar el aborto en Colombia

“Actualmente en Colombia no existe ningún límite temporal para llevar a cabo un aborto. Eso quiere decir que un bebé puede ser abortado hasta el noveno mes de gestación bajo el amparo de las tres causales despenalizadas por la Corte Constitucional…”

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Así mueren los santos

Aviso de terremoto

A fines de 1605, fray Francisco es un fraile más de los 150 que forman la comunidad de la observancia en San Francisco de Lima. También allí hizo de las suyas. Fray Diego de Ocaña, el monje jerónimo, estando en Lima, fue testigo de un hecho muy notable: «Sucedió en esta ciudad, después de Pascua de Navidad el año 1605, que estando con algún temor de haber sabido cómo la mar había salido de sus límites y había anegado todo el pueblo y puerto de Arica, y puesto por tierra el temblor a la ciudad de Arequipa, predicó en la plaza un fraile descalzo de san Francisco y en el discurso del sermón dijo que temiesen semejante daño como aquél y que según eran muchos los pecados de esta ciudad que les podría venir semejante castigo aquella noche, antes de llegar el día».

El franciscano predicador, en la plaza pública, era San Francisco Solano. Y se ve que la muchedumbre no tomaba en broma a aquel fraile insólito, porque el alboroto penitencial que se produjo fue algo enorme. Confesiones, disciplinas, restituciones, bodas de amancebados, las iglesias abiertas por la noche, con el Santísimo expuesto, «y todos los frailes en las iglesias y clérigos arrimados por las paredes confesando a la gente». Dice fray Diego: «después que soy hombre no he visto ni espero ver semejantes cosas como aquella noche pasaron».

A las diez de la noche «llamaron al fraile descalzo el arzobispo [Santo Toribio] y el virrey y sus prelados y le preguntaron si le había revelado Dios si había de vivir aquesta ciudad aquella noche; el cual respondió que no había tenido revelación ninguna y que él no había dicho que se había de hundir, sino que temiesen no les viniese el castigo semejante al de Arequipa, y que según eran grandes los pecados de la ciudad, que le podían esperar aquella noche antes que mañana; y que esto había dicho porque se enmendasen y no porque hubiese tenido revelación de ello» (A través 98-99)…

Coro, plaza y teatro

En la comunidad de Lima, como ya conocían el estilo del padre Solano, pensaron que lo mejor era dejarle a su aire. Como padre espiritual de los enfermos, se hizo muy amigo del enfermero fray Juan Gómez y del refitolero, un muchachito negro, el donado fray Antonio. En la enfermería se le podía encontrar, o también en el coro, donde pasaba sus horas fuera del tiempo humano, perdido en los caminos inefables del amor de Dios.

Pero también salía del convento a visitar la cárcel y los hospitales, a conversar con la gente de la calle, y no precisamente de las variaciones del clima. Sacaba el crucifijo de la mano, y les decía: «Hermanos, encomendáos a nuestro Señor, y queredle mucho. Mirad que pasó pasión y muerte por vosotros; que éste que aquí traigo es el verdadero Dios». Su parresía apostólica, su libertad y atrevimiento para transmitir el mensaje evangélico, era absoluta.

En el corral de las comedias, lugar mal visto y medio censurado, él entraba tranquilamente, irrumpía en el tablado y, con el crucifijo en la mano, decía algo de lo que tenía con abundancia en el corazón: «Buenas nuevas, cristianos… Este es el verdadero Dios. Esta es la verdadera comedia. Todos le amad y quered mucho». Y si algún farandulero se quejaba, «Padre, aquí no hacemos cosas malas, sino lícitas y permitidas», él le contestaba: «¿Negaréisme, hermano, que no es mejor lo que yo hago que lo que vosotros hacéis?»…

Una muerte santa

A los sesenta años, en 1610, fray Francisco está hecho una ruina, según el médico que le examina: Está «con una flaqueza por esencia en los pulsos y en todo el ámbito del cuerpo, que con los muchos ayunos, mala cama y abstinencia grande que tenía, aun en salud estaba hecho un esqueleto, cuanto más en la enfermedad». Y hasta entonces sigue haciendo de las suyas, cuando ya está para irse: «Hermano fray Juan, por amor de Dios, que vaya y me ase una higadilla de gallina». Poder encontrarla fue, según fray Juan, «otro milagro más» del Santo, pues los frailes no disponían de tan finos manjares.

Poco antes de morir escribió a Montilla, a su hermana Inés: «La gracia del Espíritu Santo sea siempre en su alma, hermana mía. No tengo otra plata ni oro que enviarle sino palabras, y no mías, sino de Jesucristo, que por eso me atrevo a escribirlas. Dice el dulcísimo Jesús por San Mateo: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”; en este lugar es amar a Dios según lo declaran algunos doctores y santos, pues bienaventurada el alma que en esta vida padece hambre y desea hartarse en el Señor, encendiéndose en su amor. Si vuestra merced, hermana mía, quiere ser dichosa y bienaventurada en esta vida y en la otra, tenga hambre y sed de servir a Dios, de amarle, poseerle y gozarle; quiera y ame a tan buen Dios de todo corazón, de toda su alma y con todas sus fuerzas.

«Ofrézcale su corazón limpio de todo pecado, lleno de contrición y dolor de haberle ofendido, que El lo recibirá en sacrificio, como lo hizo el real profeta David: “No despreciéis Vos, Dios mío, el corazón contrito”, y ofrézcale en sacrificio todos los trabajos, pobrezas y necesidades que padece, con hambre y sed de gozar de aquellas riquezas, delicias y regalos del Cielo, que es el centro de nuestro descanso… A todos mis sobrinos dará mis recomendaciones, encargándoles de mi parte sirvan a Dios y no le ofendan».

El 12 de julio, acompañado por sus hermanos, recibió el viático, renovó los votos, y quedó en oración o en sueño, hasta decir: «María. ¿Dónde está Nuestra Señora?». Quizá eso fuera lo primero que dijera al llegar al cielo.

Aún recuperó el ánimo y la atención más tarde. El padre Francisco de Mendoza, que le atendió todo el tiempo, cuenta que «con particularísima atención y devoción» siguió el rezo de todas las Horas canónicas y otras oraciones, en lo que se fueron «casi seis horas, llevándolas el padre Solano con la suavidad y gusto referidos. Cuando decían Gloria Patri, levantaba los ojos a Dios, y decía su ordinaria palabra “Glorificado sea Dios”, con grandísima suavidad, saboreándose en las palabras. Con ellas en la boca murió empezando a decir “Glorificado sea…”, de manera que empezándolas a decir parecía que quería alabar; y así como dijo “Dios”, se quedó muerto… Entonces perseveraban más en su canto los pájaros, que parecían estarse deshaciendo, y con sus voces atravesaban el corazón a quien lo oía».

El Arzobispo y el Virrey, con media Ciudad de los Reyes, asistieron el 15 de julio a los funerales. Antes de finalizar el mes ya se abrió en el Arzobispado el proceso para su canonización. Los testimonios de su santidad y de sus milagros eran innumerables. Diez resurrecciones llegaron a atestiguarse, tres en vida del Santo y siete después de su muerte. Fue declarado beato en 1675, y canonizado como santo en 1726. Sus restos reposan en San Francisco de Lima.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.