Entrada pacífica en Tenochtitlán

En este tiempo Moctezuma, angustiado por los más negros presagios, se encerró durante días en el Gran Teocali, en ayuno, oración y sacrificios de su propia sangre. Y cambiando de actitud a última hora, envió mensajeros para que invitaran a Cortés a entrar en México. Los embajadores aztecas recomendaron con sospechosa insistencia un camino, pero Cortés no se fió, y en momento tan grave, según escribió después a Carlos I en su II Carta, «como Dios haya tenido siempre cuidado de encaminar las reales cosas de Vuestra Majestad desde su niñez, e como yo y los de mi compañía íbamos en su real servicio, nos mostró otro camino, aunque algo agro, no tan peligroso como aquel por donde nos querían llevar».

Tenochtitlán, la ciudad maravillosa, señora de tantos pueblos, quedaba aislada, como extranjera de sus propios dominios. Allí habitaba Moctezuma, el tlatoani, en su inmenso palacio, con una corte de varios miles de personas principales, servidores y mujeres. Cuando salía al exterior, era llevado en andas, o ponían alfombras para que sus pies no tocaran la miserable tierra, y nadie podía mirarle, sino todos debían mantener la cabeza baja. Tenía recintos para aves, para fieras diversas, e incluso coleccionaba hombres de distintas formas y colores, o víctimas de alguna deformidad que los hacía curiosos. Éste fue el emperador majestuoso que, haciéndose preceder de solemnes embajadas y obsequios, prestó a los españoles una impresionante acogida en Tenochtitlán. Bernal Díaz lo narra con términos inolvidables, en los que admiración y espanto se entrecruzan: «delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp. 88). Era el 8 de noviembre de 1519.

Cortés y los suyos son instalados en las grandiosas dependencias de las casas imperiales. El tlatoani, discretamente retenido, está bajo su poder, y se muestra dócil y amistoso. Al día siguiente de su entrada en Tenochtitlán, Hernán Cortés visita a Moctezuma en su palacio, y éste, con su corte, le recibe con gran cortesía. El Capitán español está acompañado de Alvarado, Velázquez de León, Ordaz y Sandoval y cinco soldados, entre ellos el que contará la escena, Bernal Díaz (cp.90), más dos intérpretes, doña Marina y Aguilar. Comienza el diálogo y, tras los saludos propios de aquella profunda cortesía tan propia de aztecas como de españoles, Cortés va derechamente al grano.

Cortés empieza por presentarse con los suyos como enviados del Rey de España, «y a lo que más le viene a decir de parte de Nuestro Señor Dios es que… somos cristianos, y adoramos a un solo Dios verdadero, que se dice Jesucristo, el cual padeció muerte y pasión por salvarnos» en una cruz, «resucitó al tercer día y está en los cielos, y es el que hizo el cielo y la tierra». Les dijo también que «en Él creemos y adoramos, y que aquellos que ellos tienen por dioses, que no lo son, sino diablos, que son cosas muy malas, y cuales tienen las figuras [los dioses aztecas eran horribles], que peores tienen los hechos. Que mirasen cuán malos son y de poca valía, que adonde tenemos puestas cruces -como las que vieron sus embajadores [los de Moctezuma]-, con temor de ellas no osan parecer delante, y que el tiempo andado lo verán».

En seguida continúa con una catequesis elemental sobre la creación, Adán y Eva, la condición de hermanos que une a todos los hombres. «Y comotal hermano, nuestro gran emperador [Carlos], doliéndose de la perdición de las ánimas, que son muchas las que aquellos sus ídolos llevan al infierno, nos envió para que esto que ha ya oído lo remedie, y no adorar aquellos ídolos ni les sacrifiquen más indios ni indias, pues todos somos hermanos, ni consienta sodomías ni robos».

Quizá Cortés, llegado a este punto, sintió humildemente que ni su teología ni el ejemplo de su vida daban para muchas más predicaciones. Y así añadió «que el tiempo andado enviaría nuestro rey y señor unos hombres que entre nosotros viven muy santamente [frailes misioneros], mejores que nosotros, para que se lo den a entender». Ahí cesó Cortés su plática, y comentó a sus compañeros: «Conesto cumplimos, por ser el primer toque».

Moctezuma le responde que ya estaba enterado de todo eso, pues le habían comunicado «todas las cosas que en los pueblos por donde venís habéis predicado. No os hemos respondido a cosa ninguna de ellas porque desde ab initio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos; así deben ser los vuestros, y no cuidéis más al presente de hablarnos de ellos». De este modo transcurrió el primer encuentro entre dos mundos religiosos, uno luminoso y firme, seguro de su victoria en la historia de los pueblos; el otro oscuro y vacilante, presintiendo su fin con angustiada certeza.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Guerra en Cholula

Diecisiete días llevaban en Tlaxcala, y había que ir pensando en continuar hacia México. Pero de nuevo comenzaron las murmuraciones entre algunos soldados, pues les parecía, dice Bernal Díaz, «que era cosa muy temerosa irnos a meter en tan fuerte ciudad siendo nosotros tan pocos». Los más fieles de Cortés «le ayudamos de buena voluntad con decir «¡adelante en buena hora!». Y los que andaban en estas pláticas contrarias eran de los que tenían en Cuba haciendas, que yo y otros pobres soldados ofrecido teníamos siempre nuestras ánimas a Dios, que las crió, y los cuerpos a heridas y trabajos hasta morir en servicio de Nuestro Señor Dios y de Su Majestad» (cp.79). Y emprendieron la marcha.

Los tlaxcaltecas, cuando vieron a los españoles decididos a seguir hasta México, les pusieron muy sobre aviso contra las cortesías y traiciones de Moctezuma, que no se fiaran en nada, y también intentaron persuadirles de que no fueran por Cholula, porque allí «siempre tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos» (cp.79). Sin embargo, el 13 de octubre de 1519 la pequeña armada de Cortés se encaminó hacia Cholula, acompañados por unos 500 cempoaleses y unos 6.000 tlaxcaltecas, que hubieran querido ir muchos más, pues eran enemigos feroces de los cholultecas.

Cholula, con sus centenares de teocalis, venía a ser un centro religioso de suma importancia, y allí estaba precisamente el gran teocali dedicado a Quetzalcóatl. También allí Cortés y los suyos hicieron a su modo las misiones populares acostumbradas. Reunidos todos los caciques y papas, «se les dio a entender muy claramente todas las cosas tocantes a nuestra sante fe, y que dejasen de adorar ídolos y no sacrificasen ni comiesen carne humana, ni usasen las torpedades que solían usar, y que mirasen que sus ídolos los traen engañados y que son malos y que no dicen verdad, y que tuviesen memoria que cinco días había las mentiras que les prometió, que les daría victoria cuando le sacrificaron las siete personas, y que les rogaba que luego les derrocasen e hiciesen pedazos» (Bernal cp.83).

Como otras veces, el mercedario padre Olmedo hubo de moderar los ímpetus de Cortés contra los ídolos, haciéndole ver que «al presente bastaban las amonestaciones que se les ha hecho y ponerles la cruz». Y ahí quedó la cosa, pero no sin antes quebrar y abrir las casas-jaula, «que hallamos que estaban llenas de indios y muchachos en cebo, para sacrificar y comer sus carnes. Les mandó Cortés que se fuesen adonde eran naturales», y amenazó duramente a los chololtecas que no hicieran más sacrificios ni comieran carne humana.

Así las cosas, pronto supieron los españoles que los chololtecas, por mandato de Moctezuma, tramaban una celada para matarles. Reunió entonces Cortés a los caciques, y les mostró que sabía lo que preparaban: «Tales traiciones, mandan las leyes reales que no queden sin castigo». En efecto, el castigo fue una gran matanza.

«Estas fueron -escribe Bernal- las grandes crueldades que escribe y nunca acaba de decir el obispo de Chiapas, fray Bartolomé de las Casas, porque afirma [en la Brevísima Relación] que sin causa ninguna, sino por nuestro pasatiempo, y porque se nos antojó, se hizo aquel castigo… siendo todo al revés, y no pasó como lo escribe». Y añade: «Unos buenos religiosos franciscanos fueron a Cholula para saber e inquirir cómo y de qué manera pasó aquel castigo…, y hallaron ser ni más ni menos que en esta relación escribo, y no como lo dice el obispo. Y si por ventura no se hiciera aquel castigo, nuestras vidas estaban en mucho peligro…, y que si allí por nuestra desdicha nos mataran, esta Nueva España no se ganara tan presto» (cp.83; +J. L. Martínez, Cortés 232-236).

El mestizo Muñoz Camargo, en su Historia de Tlaxcala, al comentar estos sucesos, señala que «tenían tanta confianza los cholultecas en su ídolo Quetzalcohualtl que entendieron que no había poder humano que los pudiese conquistar ni ofender, antes [entendían] acabar a los nuestros en breve tiempo, lo uno porque eran pocos, y lo otro porque los tlaxcaltecas los habían traído allí por engaño [?] a que ellos los acabaran».

La matanza y la destrucción de ídolos tenidos por invencibles hizo «correr la fama por toda la tierra hasta México, donde puso horrible espanto». En tal ocasión todos «quedaron muy enterados del valor de nuestros españoles. Y desde allí en adelante no estimaban acometer mayores cosas, todo guiado por orden divina, que era Nuestro Señor servido que esta tierra se ganase y rescatase y saliese del poder del demonio» (II,5).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Tlaxcala

Extrañamente los tlaxcaltecas, deponiendo su primera actitud belicosa, pronto vinieron a paz con los españoles, y se hicieron sus mejores aliados, en buena parte porque ya no querían soportar más el yugo de los mexicanos. Los caciques principales le dijeron a Cortés que, de cien años a esta parte, ellos estaban empobrecidos, arruinados y aplastados por el poder mexicano, sin sal siquiera para comer, pues Moctezuma no les daba opción para salir a conseguir nada (cp.73). Y así estaban todas las provincias, tributándole «oro y plata, y plumas y piedras, y ropa de mantas y algodón, e indios e indias para sacrificar y otras para servir; y que es tan gran señor que todo lo que quiere tiene, y que en las casas que vive tiene llenas de riquezas y piedras y chalchiuis [piedras verdes], que ha robado y tomado por fuerza, y todas las riquezas de la tierra están en su poder» (cp.78).

También allí Cortés, después de tranquilizarles, realizó sus acostumbradas misiones populares: exposición de la fe, deposición de los ídolos, instalación de la cruz y de la Virgen Madre «con su precioso hijo», misa, bautismos, y prohibición absoluta de sacrificios rituales y comer carne humana. Y cuenta Bernal Díaz:

«Hallamos en este pueblo de Tlaxcala casas de madera hechas de redes y llenas de indios e indias que tenían dentro encarcelados y a cebo, hasta que estuviesen gordos para comer y sacrificar: las cuales cárceles las quebramos y deshicimos para que se fuesen los presos que en ellas estaban, y los tristes indios no osaban ir a cabo ninguno, sino estarse allí con nosotros, y así escaparon las vidas; y de allí en adelante en todos los pueblos que entrábamos lo primero que mandaba nuestro capitán eran quebrarles las tales cárceles y echar fuera los prisioneros, y comúnmente en todas estas tierras los tenían» (cp.78).

Eran estas cárceles de dos clases: el cuauhcalli, jaula o casa de palo, y el petlacalli o casa de esteras. Con estas acciones Cortés hacía efectivas aquellas palabras que había dicho al cacique de Cempoala: que los españoles habían venido a las Indias «a desfacer agravios, favorecer a los presos, ayudar a los mezquinos y quitar tiranías» (López de Gómara, Conquista 318).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Murmuraciones y temores en la expedición de Hernán Cortés

Acercándose ya a Tlaxcala, algunos soldados que en Cuba habían dejado haciendas, metidos más y más en el corazón de México, temiendo por sus propias vidas, comenzaron a murmurar en corrillos, recordando que habían ya perdido 55 compañeros desde que iniciaron la expedición. Aunque reconocían que Dios hasta ahora les había ayudado, pensaban «que no le debían tentar tantas veces», sino que convenía regresar a Veracruz y replegarse en el territorio totonaca, al menos hasta que Velázquez les enviara refuerzos. Finalmente, todo esto se lo dijeron a Cortés abiertamente.

«Y viendo Cortés que se lo decían algo como soberbios, les respondió muy mansamente», y después de recordar las grandes hazañas cumplidas entre todos, con él siempre en la vanguardia -lo que era innegable-, les añadió: «He querido, señores, traeros esto a la memoria, que pues Nuestro Señor fue servido guardarnos, tuviésemos esperanza que así había de ser adelante; pues desde que entramos en la tierra en todos los pueblos les predicamos la santa doctrina lo mejor que podemos, y les procuramos de deshacer sus ídolos. Encaminemos siempre todas las cosas a Dios y seguirlas en su santo servicio será mejor… [Él ] nos sostendrá, que vamos de bien en mejor». Por otra parte, si retrocedieran, Moctezuma «enviaría sus poderes mexicanos contra ellos [los totonacas], para que le tornasen a tributar, y sobre ellos darles guerra, y aun les mandara que nos la den a nosotros» (cp.69).

No había otra sino seguir adelante.


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Cempoala y los calpixques aztecas

Llega un día a los españoles una embajada de totonacas, con ofrendas florales y obsequios, enviada por el cacique gordo de Cempoala -así llamado en las crónicas-. El cacique en seguida, «dando suspiros, se queja reciamente del gran Montezuma y de sus gobernadores», y Cortés le responde que tenga confianza: «el emperador don Carlos, que manda muchos reinos, nos envía para deshacer agravios y castigar a los malos, y mandar que no sacrifiquen más ánimas; y se les dio a entender otros muchas cosas tocantes a nuestra santa fe» (Bernal cp. 45).

Pero el cacique gordo y los suyos estaban aterrorizados por los aztecas, y «con lágrimas y suspiros» contaban cómo «cada año les demandaban muchos hijos e hijas para sacrificar, y otros para servir en sus casas y sementeras; y que los recaudadores [calpixques] de Montezuma les tomaban sus mujeres e hijas si eran hermosas, y las forzaban; y que otro tanto hacían en toda aquella tierra de la lengua totonaque, que eran más de treinta pueblos».

En estas conversaciones estaban cuando llegaron cinco calpixques de Moctezuma, y a los totonacas « desde que lo oyeron, se les perdió la color y temblaban de miedo». Pasaron, majestuosos, ante los españoles aparentando no verlos, comieron bien servidos, y exigieron «veinte indios e indias para sacrificar a Huichilobos, porque les dé victoria contra nosotros» (cp.46). Cortés, ante el espanto de los totonacas, mandó que no les pagaran ningún tributo, más aún, que los apresaran inmediatamente.

Cuando lo hicieron, en seguida se difundió la noticia por la región, y «viendo cosas tan maravillosas y de tanto peso para ellos, de allí en adelante nos llamaron teúles, que es dioses, o demonios» (cp.47). Entonces los totonacas, con el mayor entusiasmo, resolvieron sacrificar a los recaudadores, pero Cortés lo impidió, poniendo a éstos bajo la guardia de sus soldados. Y por la noche, secretamente, liberó a dos de ellos, para que contasen lo sucedido a Moctezuma, y le asegurasen que él era su amigo y que cuidaría de los tres calpixques restantes…

El terror que los guerreros y recaudadores aztecas suscitaban en todos los pueblos sujetos al imperio de Moctezuma era muy grande. De ahí que la acción de Cortés, sujetando a los calpixques en humillantes colleras que los totonacas tenían para sus esclavos, fue la revelación de una verdadera libertad posible.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Primera misa en Cozumel

Cortés y los suyos, llegados a la isla de Cozumel, en la punta de Yucatán, en su primer contacto con lo que sería Nueva España, visitaron un templo en el que estaban muchos indios quemando resina, a modo de incienso, y escuchando la predicación de un viejo sacerdote. Allá estuvieron mirándolo, cuenta Bernal Díaz, a ver en qué paraba «aquel negro sermón»…

Melchorejo le iba traduciendo a Cortés, que así supo que «predicaba cosas malas». Se reunió entonces el Capitán con los principales y por el intérprete les dijo «que si habían de ser nuestros hermanos que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos y les hacían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían al infierno sus ánimas. Y que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les dio, y una cruz. Y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien dichas».

El papa, sacerdote, y los caciques respondieron que adoraban «aquellos dioses porque eran buenos, y que no se atrevían ellos hacer otra cosa, y que se los quitásemos nosotros, y veríamos cuánto mal nos iba de ello, porque nos iríamos a perder en la mar». No conocían a Cortés, al decir esto. «Luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos a rodar unas gradas abajo, y así se hizo. Y luego mandó traer mucha cal, y se hizo un altar muy limpio» donde pusieron una cruz y una imagen de la Virgen, «y dijo misa el Padre que se decía Juan Díaz, y el papa y cacique y todos los indios estaban mirando con atención» (cp.27).

Métodos apostólicos tan expeditivos -¡y tan arriesgados!- se mostraron sumamente eficaces para manifestar a los naturales la absoluta vanidad de sus ídolos, y recuerdan los procedimientos misioneros empleados en la Germania pagana por San Wilibrordo y sus compañeros, cuando, con el mismo fin, destruyeron santuarios paganos y se atrevieron a bautizar en manantiales tenidos por sagrados. Tiene razón Madariaga cuando dice que «no hay quien lea este episodio sin sentir la fragancia de la nueva fe: la madre y el niño, símbolos de ternura y debilidad, en vez de los sangrientos y espantosos dioses» (133). En Cozumel se inició la evangelización de México.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un perfil de Hernán Cortés

Extremeño, nacido en 1485 en Medellín, de padres hidalgos, inició Cortés sus estudios en Salamanca, los dejó pronto, dicen que bachiller, y en 1504 se embarcó para las Indias. Escribano en Santo Domingo, dado a sus negocios, fue siempre «algo travieso con las mujeres», como dice Bernal Díaz (cp.204). Refiere Francisco Cervantes de Salazar, que estando un día enfermo -digamos, de un cierto mal-, soñó Cortés «que había de comer con trompetas o morir ahorcado», y así lo dijo a sus amigos (2,17: Madariaga 71). Presiente extrañamente la acción y la gloria.

A los 26 años está en Cuba, como secretario del gobernador Velázquez, al mismo tiempo que cría ganado, mostrando sus dotes de empresa. Alcalde de Santiago a los 33 años, siendo uno de los hombres más prósperos y mejor relacionados de la isla, se hace con el mando de una expedición autorizada, más o menos, por Velázquez, y financiada en gran parte por el propio Cortés. Recala primero en Trinidad, y el 10 de febrero de 1519, se hace a la vela hacia México con once navíos, quinientos ochenta soldados y capitanes, cien marineros, dieciséis caballos y diez cañones. Era el año ce áctl de la era mexicana.

Bernal, soldado y compañero, describe a Cortés como alto y bien proporcionado, dando en todo señales de gran señor, «de muy afable condición en el trato con todos sus capitanes y compañeros», algo poeta, latino y elocuente, «buen jinete y diestro de todas las armas», «muy porfiado, en especial en las cosas de la guerra», algo jugador y «con demasía dado a las mujeres». Era, por otra parte, hombre muy religioso. «Rezaba por las mañanas en unas Horas e oía misa con devoción. Tenía por su muy abogada a la Virgen María Nuestra Señora», y era limosnero, sumamente sufrido, el primero en trabajos y batallas, sumamente alerta y previsor (cp.204).

Mendieta, conociendo las flaquezas de este Capitán, señala sin embargo que él fue ciertamente elegido por la Providencia divina para «abrir la puerta y hacer camino a los predicadores de su Evangelio en este nuevo mundo», en aquellos años trágicos en que media Europa, conducida por Lutero, se alejaba de la Iglesia, «de suerte que lo que por una parte se perdía, se cobrase por otra». De hecho, Lutero emprendió en 1519 su predicación contra la Iglesia, y en ese año inició Cortés la conquista de la Nueva España. También señala Mendieta otra significativa correspondencia: «el año en que Cortés nació, que fue el de 1485, se hizo en la ciudad de México [en realidad en 1487] una solemnísima fiesta en dedicación del templo mayor [el de Huichilobos], en la cual se sacrificaron ochenta mil y cuatrocientas personas» (Historia III,1).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

La vuelta de Quetzalcóatl

Antiguas tradiciones de México, según el noble mestizo Fernando de Alva Ixtlilxochitl, hablaban de Quetzalcóatl, «hombre justo, santo y bueno», que en tiempo inmemorial vino a los aztecas «enseñándoles por obras y palabras el camino de la virtud, y evitándoles los vicios y pecados, dando leyes y buena doctrina». Predicó especialmente en la zona de Cholula, y «viendo el poco fruto que hacía con su doctrina, se volvió por la misma parte donde había venido, que fue por la de oriente», asegurando antes de irse que «en un año que se llamaría ce ácatl volvería, y entonces su doctrina sería recibida, y sus hijos serían señores y poseerían la tierra». Quetzalcóatl «era hombre bien dispuesto, de aspecto grave, blanco y barbado». Su nombre, literalmente, «significa sierpe de plumas preciosas; por sentido alegórico, varón sapientísimo». Más tarde, en Cholula «edificaron un templo a Quetzalcóatl, a quien colocaron por dios del aire» (Historia de la nación chichimeca cp.1). El año aludido, ce ácatl, era el 1519.

Bernardino de Sahagún, por otra parte, recogiendo informes de los indios, cuenta que el año calli, es decir 1509, fue en México un año fatídico, en el que se produjeron extrañas señales, misteriosos y alarmantes presagios: se incendia el cu de Huitzilopochtli, sin que nadie sepa la causa, atraviesa los cielos un cometa desconocido, se levantan las aguas de México sin viento alguno, se oyen voces en el aire… «Moctezuma espantóse de esto, haciendo semblante de espantado», procura la soledad, interroga a adivinos y astrólogos (VIII,6)… Es el año 1509.

Un día, finalmente, según la Crónica mexicana de Fernando de Alvarado Tezozómoc, se presenta ante Moctezuma un macehual, un hombre del pueblo, comunicando con el mayor respeto que en la orilla del mar de oriente «vide andar en medio de la mar una sierra o cerro grande, y esto jamás lo hemos visto». Verificada la increíble noticia, confirman al tlatoani que, efectivamente, «han venido no sé que gente, las carnes de ellos muy blancas,y todos los más tienen barba larga» (León-Portilla, Crónicas indígenas cp.2).

Una vez más los nigrománticos defraudan al tlatoani: «¿qué podemos decir?», y éste, perdiendo ya los nervios, manda arrasar sus casas y matar sus familias. «Se juntaron luego, y fueron a las casas de ellos, y mataron a sus mujeres, que las iban ahogando con unas sogas, y a los niños iban dando con ellos en las paredes haciéndolos pedazos, y hasta el cimiento de las casas arrancaron de raíz» (cp.2).

Moctezuma, hombre profundamente religioso, como guardián del reino y del culto, «quedó lleno de terror, de miedo. Y todo el mundo estaba muy temoroso. Había gran espanto y había terror. Se discutían las cosas, se hablaba de lo sucedido… Los padres de familia dicen: ¡Ay, hijitos míos! ¿Qué pasará con vosotros?… ¿Cómo podréis vosotros ver con asombro lo que va a venir sobre vosotros?… Moctezuma estaba para huir, tenía deseos de huir; anhelaba esconderse huyendo, estaba para huir. Intentaba esconderse»… Pero los blancos barbados se aproximan más y más a Tenochtitlán, y el tlatoani «no hizo más que esperarlos. No hizo más que resignarse; dominó finalmente su corazón, se recomió en su interior, lo dejó en disposición de ver y de admirar lo que habría de sucedir» (cp.4).

Ya toda resistencia a lo que fatalmente había de suceder era inútil. «Había vuelto Quetzalcóatl. Ahora se llamaba Hernán Cortés» (Madariaga, Cortés 27).


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El enigma de los contrastes del mundo azteca

Quienes se asoman al mundo del México prehispánico no pueden menos de quedarse admirados de lo bueno, horrorizados de lo malo, y finalmente perplejos, al no saber cómo conciliar lo uno y lo otro. ¿Cómo es posible que en medio de tantas atrocidades se produjeran a veces, en los mismos que las realizaban, elevaciones espirituales tan considerables? (+L. Séjourné, Pensamiento 21). Es un misterio… Se desvanecería el enigma si tales elevaciones fueran sólo aparentes, pero resulta muy difícil dudar de su veracidad.

Ciertos rasgos de nobleza espiritual parecen indudables y relativamente frecuentes. Recordemos en aquellos primitivos pueblos mexicanos el sentido profundo de una transcendencia religiosa que impregnaba toda la vida, el sentido respetuoso de la autoridad familiar y social, la conciencia de pecado, las severas prácticas penitenciales comunes al pueblo o las excepcionales realizadas por algunos -como el llamado ayuno teuacanense de algunos jóvenes: cuatro años de oración, de celibato y de abstinencia rigurosa (Hernández, Antigüedades III,17)-, las oraciones bellísimas alzadas frecuentemente a los dioses… ¿Cómo relacionar todo esto con tantos otros errores y crímenes?

La clave del enigma está en que los mexicanos profesaban sinceramente una religiosidad falsa. La profundidad de su religiosidad, frente al Absoluto de unas divinidades superiores a lo humano, explica lo mucho que en ellos había de noble y admirable: es la presencia misericordiosa de Dios, que también actúa allí donde los hombres le buscan y apenas le conocen (+Hch 10,34-35). Y la falsedad de su religiosidad es lo que explica el abismo de los horrores diabólicos y de las supersticiones ignominiosas en el que estaban hundidos.


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Duras realidades del mundo azteca antes de la llegada de los españoles

Como hemos dicho, en casi todos los meses del año, religiosamente ordenado por el Calendario azteca, se realizaban en México muy numerosos sacrificios humanos. Fray Juan de Zumárraga, arzobispo de México, en una carta de 1531 dirigida al Capítulo franciscano reunido en Tolosa, dice que los indios «tenían por costumbre en esta ciudad de México cada año sacrificar a sus ídolos más de 20.000 corazones humanos» (Mendieta V,30; +Trueba, Cortés 100). Eso explica que cuando Bernal Díaz del Castillo visitó el gran teocali de Tenochtitlán, aunque era soldado curtido en tantas peleas, quedó espantado al ver tanta sangre:

«Estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía muy malamente… En los mataderos de Castilla no había tanto hedor» (cp.92).

Bernardino de Sahagún, franciscano llegado a México en 1529, donde vivió sesenta años, en su Historia General de las cosas de la Nueva España (lib.II), describe detalladamente el curso de los diversos cultos rituales que se celebraban en cada uno de los 18 meses, de 20 días cada uno. Por él vemos que a lo largo del año se celebraban sacrificios humanos según una incesante variedad de motivos, dioses, ritos y víctimas. En el mes 1º «mataban muchos niños»; en el 2º «mataban y desollaban muchos esclavos y cautivos»; en el 3º, «mataban muchos niños», y «se desnudaban los que traían vestidos los pellejos de los muertos, que habían desollado el mes pasado»; en el 4º, como venían haciendo desde el mes primero, seguían matando niños, «comprándolos a sus madres», hasta que venían las lluvias; en el 5º, «mataban un mancebo escogido»; en el 6º, «muchos cautivos y otros esclavos»…

Y así un mes tras otro. En el 10º, «echaban en el fuego vivos muchos esclavos, atados de pies y manos; y antes que acabasen de morir los sacaban arrastrando del fuego, para sacar el corazón delante de la imagen de este dios»… En el 17º mataban una mujer, sacándole el corazón y decapitándola, y el que iba delante del areito [canto y danza], tomando la cabeza «por los cabellos con la mano derecha, llevábala colgando e iba bailando con los demás, y levantaba y bajaba la cabeza de la muerta a propósito del baile». En el 18º, en fin, «no mataban a nadie, pero el año del bisiesto que era de cuatro en cuatro años, mataban cautivos y esclavos». Los rituales concretos -vestidos, danzas, ceremoniales, modos de matar- estaban muy exactamente determinados para cada fiesta, así como las deidades que en cada solemnidad se honraban.

Fray Bernardino de Sahagún, tras escuchar a múltiples informantes indios, consigna fríamente todos sus relatos -en los que a veces se adivinan cantilenas destinadas a ser retenidas en la memoria, para mejor recordar los ritos exactos-, y finalmente exclama: «No creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca y mueva a lágrimas y horror y espanto; y ciertamente es cosa lamentable y horrible ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio que los padres, por sugestión del demonio, maten y coman a sus hijos, sin pensar que en ello hacían ofensa alguna, mas antes con pensar que en ello hacían gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguedad, que en estos desdichados niños se ejecutaba, no se debe tanto imputar a la crueldad de los padres, los cuales derramaban muchas lágrimas y con gran dolor de sus corazones la ejercitaban, cuanto al crudelísimo odio de nuestro enemigo antiquísimo Satanás, el cual con malignísima astucia los persuadió a tan infernal hazaña. ¡Oh Señor Dios, haced justicia de este cruel enemigo, que tanto mal nos hace y nos desea hacer! ¡Quitadle, Señor, todo el poder de empecer!» (lib.II, cp.20).


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Sacrificios humanos entre los aztecas

Huitzilopochtli

El espanto mayor iban a tenerlo [los españoles llegados a lo que hoy es México] en Tenochtitlán, en el corazón mismo del imperio azteca. Aquel imperio formidable, construído sobre el mesianismo religioso azteca, tenía, como hemos visto, un centro espiritual indudable: el gran teocali de Tenochtitlán, desde el cual imperaba Huitzilopochtli. Este ídolo temible, que al principio había recibido culto en una modesta cabaña, y posteriormente en templos más dignos, finalmente en 1487, cinco años antes del descubrimiento de América, fue entronizado solemnemente en el teocali máximo del imperio.

Durante cuatro años, millares de esclavos indios lo habían edificado, mientras el emperador Ahuitzotl guerreaba contra varios pueblos, para reunir prisioneros destinados al sacrificio. La pirámide truncada, de una altura de más de 70 metros, sostenía en la terraza dos templetes, en uno de los cuales presidía el terrible Huitzilopochtli, y en el otro Tezcalipoca. Ciento catorce empinados escalones conducía a la cima por la fachada principal labrada de la pirámide. En torno al templo, muchos otros palacios y templos, el juego de pelota y los mercados, formaban una inmensa plaza. En lo alto del teocali, frente al altar de cada ídolo, había una piedra redonda o téchcatl, dispuesta para los sacrificios humanos.

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Los aztecas, dominadores de muchos pueblos

El mesianismo azteca tenía sus fundamentos en el gremio sacerdotal y en una formidable casta de guerreros. De este modo la potencia del pueblo azteca fue sujetando poco a poco bajo su dominio a muchos pueblos y señoríos. Los embajadores aztecas, con grandiosa pompa y acompañamiento, visitaban estos pueblos y les invitaban a ser súbditos. La embajada de Tenochtitlán era la primera. Si no bastaba, seguía la de Texcoco, y si tampoco ésta conseguía el objetivo, a la embajada de Tlacopan correspondía el ultimatum, la última advertencia. Una vez sujetada la ciudad o provincia por la razón o la fuerza guerrera, se procedía a las ceremoniosas negociaciones, en las que se fijaban los tributos (Soustelle 203-213). Los pueblos sujetos conservaban normalmente sus propios señores y leyes, sus idiomas, costumbres y dioses, aunque habían de reconocer también al dios nacional azteca.

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Religiosidad y criterio moral entre los aztecas

Cuando los españoles entraron en México, fueron descubriendo pueblos profundamente religiosos, en los que la religiosidad era propiamente la forma fundamental de la existencia individual y familiar, social y política. Tenían, aunque politeístas, alguna idea de un Dios superior, creador de todo, inmortal e invisible, sin principio ni fin (Hunab Ku, para los mayas, Pije Tao para los zapotecas…) También tenían cierta noticia de una retribución final tras la muerte, y practicaban, concretamente los mayas y aztecas, una ascética religiosa severa, con oraciones, ayunos y rigurosas mortificaciones sangrientas.

Las oraciones aztecas que nos han llegado son realmente maravillosas en la profundidad de su sentimiento y en la pureza de su idea: «¡Oh valeroso señor nuestro, debajo de cuyas alas nos amparamos y defendemos y hallamos abrigo! ¡Tú eres invisible y no palpable,bien así como la noche y el aire! ¡Oh, que yo, bajo y de poco valor, me atrevo a parecer delante de vuestra majestad!… Pues ¿qué es ahora, señor nuestro, piadoso, invisible, impalpable, a cuya voluntad obedecen todas las cosas, de cuya disposición pende el regimiento de todo el orbe, a quien todo está sujeto, qué es lo que habéis determinado en vuestro divino pecho?» (Sahagún VI,1)…

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Cómo era la capital de los aztecas

La capital del imperio azteca era Tenochtitlán, construída en una laguna, y consagrada en 1325 con la dedicación, en su mismo centro, de un grandioso templo piramidal o teocali (de teotl, dios, y cali, casa).

Cuando en noviembre de 1519 los españoles avistaron por primera vez aquella ciudad formidable, una de las mayores del mundo en aquella época, quedaron realmente asombrados… «Desde que vimos cosas tan admirables -cuenta el soldado Bernal Díaz del Castillo-, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas… y por delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp.88)…

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El imperio azteca

En el inmenso territorio que llamamos México, y que hoy concebimos como una unidad nacional, coexistieron muchos pueblos diversos: al sur mayas, zapotecas, al este olmecas, totonacas, toltecas, al centro tlaxcaltecas, tarascos, otomíes, chichimecas, al norte pimas, tarahumaras, y tantos más, ajenos unos a otros, y casi siempre enemigos entre sí. Entre todos ellos habían de distinguirse muy especialmente los aztecas, que procedentes del norte, fueron descendiendo hacia los grandes lagos mexicanos, hacia la región de Anáhuac. Conducidos por su dios Huitzilopochtli -para los españoles, Huichilobos-, dios guerrero y terrible, llegaron en 1168 al valle de México (término que procede de Mexitli, nombre con el que también se llamaba Huitzilopochtli), y establecieron en Tenochtitlán su capital.

De este modo, el pueblo azteca, convencido de haber sido elegido por los dioses para una misión grandiosa, fue desplazando a otros pueblos, y ya para 1400 toda la tierra vecina del lago estaba en sus manos. En 1500, poco antes de la llegada de los españoles, el imperio azteca reunía 38 señoríos, y se sustentaba en la triple alianza de México (Tenochtitlán), Tezcoco y Tacuba (Tlacopan).

El pueblo azteca llevó a síntesis lo mejor de las culturas creadas por otros pueblos, como los teotihuacanos y los toltecas. Organizado en clanes, bajo un emperador poderoso y varios señores, fue desarrollándose con gran prosperidad. En astronomía alcanzó notables conocimientos, elaboró un calendario de gran exactitud, y logró un sistema pictográfico e ideográfico de escritura que, con el de los mayas, fue el único de la América prehispánica.

Por otra parte, los aztecas, aunque no conocían la rueda ni tenían animales de tracción, construyeron con gran destreza caminos y puentes, casas, acueductos y grandiosos templos piramidales. Ignoraban la moneda, pero dispusieron con mucho orden enormes mercados o tianguis. Tampoco conocían el arado -pinchaban la tierra con una especie de lanza-, pero hicieron buenos cultivos, aunque reducidos, ingeniándose también para cultivar en chinampas o islas artificiales.

En cuando a las artes diversas, los pueblos indígenas de México alcanzaron un alto nivel de perfección técnica y estética.

Así, en 1519, antes de la conquista, los objetos que Hernán Cortés envió a Carlos I -una serie de objetos indios de oro, plata, piedras preciosas, plumería, etc., que había recibido de los mayas, de los totonacas y de los obsequios aztecas de Moctezuma-, causaron en Europa verdadera impresión. Alberto Durero, que pudo verlos en Flandes en la corte del emperador, escribió en su Diario: «A lo largo de mi vida, nada he visto que regocije tanto mi corazón como estas cosas. Entre ellas he encontrado objetos maravillosamente artísticos… Me siento incapaz de expresar mis sentimientos» (+J.L. Martínez, Cortés 187).

El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.