Primeros diálogos y predicaciones en la evangelización de México

Hace no mucho se ha conocido un códice de la Biblioteca Vaticana, el Libro de los coloquios y la doctrina cristiana, compuesto en náhuatl y castellano por Bernardino de Sahagún, en el que se refieren «todas las pláticas, confabulaciones y sermones que hubo entre los Doce religiosos y los principales, y señores y sátrapas de los indios, hasta que se rindieron a la fe de nuestro Señor Jesucristo y pidieron con gran insistencia ser bautizados» (Gómez Canedo, Pioneros 65-70). Estas conversaciones se produjeron en 1524, «luego como llegaron a México», según Mendieta. Y el encuentro se planteó no como un monólogo de los franciscanos, sino como un diálogo en el que todos hablaban y todos escuchaban.

El Libro constaba de treinta capítulos, y de él se conservan hoy catorce. En los capítulos 1-5 se recoge la exposición primera de la fe en Dios, en Cristo y en la Iglesia, así como la vanidad total de los ídolos. La respuesta de los indios principales, 6-7, fue extremadamente cortés: «Señores nuestros, seáis muy bien venidos; gozamos de vuestra venida, todos somos vuestros siervos, todo nos parece cosa celestial»… En cuanto al nuevo mensaje religioso «nosotros, que somos bajos y de poco saber, ¿qué podemos decir?…No nos parece cosa justa que las costumbres y ritos que nuestros antepasados nos dejaron, tuvieron por buenas y guardaron, nosotros, con liviandad, las desamparemos y destruyamos».

Informados los sacerdotes aztecas, hubo en seguida otra reunión, en la que uno de los «sátrapas», después de manifestar admiración suma por «las celestiales y divinas palabras» traídas por los frailes en las Escrituras, y tras mostrarse anonadado por el temor de provocar la ira del Señor si rechazaban el mensaje de «aquél que nos dio el ser, nuestro Señor, por quien somos y vivimos», aseguró que sería locura abandonar las leyes y costumbres de los antepasados: «Mirad que no incurramos en la ira de nuestros dioses, mirad que no se levante contra nosotros le gente popular si les dijéramos que no son dioses los que hasta aquí siempre han tenido por tales». Lo que los frailes les han expuesto, en modo alguno les ha persuadido. «De una manera sentimos todos: que basta haber perdido, basta que nos han tomado la potencia y jurisdicción real. En lo que toca a nuestros dioses, antes moriremos que dejar su servicio y adoración». Hablaban así con gran pena, pero con toda sinceridad.

Tras esta declaración patética, los misioneros reiteran sus argumentos. Y al día siguiente, capítulos 9-14, hicieron una exposición positiva de la doctrina bíblica. De lo que sigue, sólo se conservan los títulos. El 26 contiene «la plática que los señores y sátrapas hicieron delante de los Doce, dándoles a entender que estaban satisfechos de todo lo que habían oído, y que les agradaba mucho la ley de nuestro señor Dios». Finalmente, se llegó a los bautismos y matrimonios «después de haber bien examinado cuáles eran sus verdaderas mujeres». Y a continuación los frailes «se despidieron de los bautizados para ir a predicar a las otras provincias de la Nueva España». Este debió ser el esquema general de las evangelizaciones posteriores.

Después de esto los Doce, con algun franciscano que ya vino antes, se reunieron presididos por fray Martín de Valencia, que fue confirmado como custodio. Primero de todo hicieron un retiro de oración durante quince días, pidiendo al Señor ayuda «para comenzar a desmontar aquella su tan amplísima viña llena de espinas, abrojos y malezas», y finalmente decidieron repartirse en cuatro centros: México, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo (III,14).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Llegada a México de los Doce

En 1524, los Doce apóstoles franciscanos partieron de San Lúcar de Barrameda, el 25 de enero, alcanzaron Puerto Rico en veintisiete días de navegación, se detuvieron seis semanas en Santo Domingo, y llegaron a San Juan de Ulúa, junto a Veracruz, puerta de México, el 13 de mayo.

Cuenta Bernal Díaz del Castillo (cp.171) que, en cuanto supo Cortés que los franciscanos estaban en el puerto de Veracruz, mandó que por donde viniesen barrieran los caminos, y los fueran recibiendo con campanas, cruces, velas encendidas y mucho acatamiento, de rodillas y besándoles las manos y los hábitos. Los frailes, sin querer recibir mucho regalo, se pusieron en marcha hacia México a pie y descalzos, a su estilo propio. Descansaron en Tlaxcala, donde se maravillaron de ver en el mercado tanta gente, y, desconociendo la lengua, por señas indicaban el cielo, dándoles a entender que ellos venían a mostrar el camino que a él conduce.

Los indios, que habían sido prevenidos para recibir a tan preclaros personajes, y que estaban acostumbrados a la militar arrogancia de los españoles, no salían de su asombro al ver a aquel grupo de miserables, tan afables y humildes. Y al comentarlo, repetían la palabra motolinía, hasta que el padre Toribio de Benavente preguntó por su significado. Le dijeron que quiere decir pobre. Y desde entonces fray Toribio tomó para siempre el nombre de Motolinía (MendietaIII,12).

Ya cerca de México, como vimos, Hernán Cortes salió a recibirles con la mayor solemnidad. Y los indios se admiraban sobremanera al ver a los españoles más grandes y poderosos besando de rodillas los hábitos y honrando con tanta reverencia a aquellos otros tan pequeños y miserables, que venían, como dice Bernal, «descalzos y flacos, y los hábitos rotos, y no llevaron caballos sino a pie, y muy amarillos». Y añade que desde entonces «tomaron ejemplo todos los indios, que cuando ahora vienen religiosos les hacen aquellos recibimientos y acatos» (cp.171). Esta entrada de los Doce en México, el 17 de junio de 1524, fue una fecha tan memorable para los indios que, según cuenta Motolinía, a ella se refieren diciendo «el año que vino nuestro Señor; el año que vino la fe» (Historia III,1, 287).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Consignas que recibieron los primeros franciscanos evangelizadores de México

Reunidos los Doce, el P. General quiso verles y hablarles a todos ellos, y darles una Instrucción escrita para que por ella fielmente se rigiesen. Este documento, que como dice Trueba (Doce 23) es la Carta Magna de la civilización mexicana, merece ser transcrito aquí, aunque sea en forma extractada:

«Porque en esta tierra de la Nueva España, siendo por el demonio y carne vendimiada, Cristo no goza de las almas que con su sangre compró, me pareció que pues a Cristo allí no le faltaban injurias, no era razón que a mí me faltase sentimiento de ellas. Y sintiendo esto, y siguiendo las pisadas de nuestro padre San Francisco, acordé enviaros a aquellas partes, mandando en virtud de santa obediencia que aceptéis este trabajoso peregrinaje».

Les recuerda, en primer lugar, que los santos Apóstoles anduvieron «por el mundo predicando la fe con mucha pobreza y trabajos, levantando la bandera de la Cruz en partes extrañas, en cuya demanda perdieron la vida con mucha alegría por amor de Dios y del prójimo, sabiendo que en estos dos mandamientos se encierra toda la ley y los profetas».

Les pide que, en situación tan nueva y difícil, no se compliquen con nimiedades: «Vuestro cuidado no ha de ser aguardar ceremonias ni ordenaciones, sino en la guarda del Evangelio y Regla que prometisteis… Pues vais a plantar el Evangelio en los corazones de aquellos infieles, mirad que vuestra vida y conversación no se aparten de él» (Mendieta III,9).

Los Doce estuvieron el mes de octubre de 1523 reunidos con el General de la orden, en el convento de Santa María de los Angeles. El día 30 les dió éste la patente y obediencia con que habían de partir. Y allí les abre otra vez su corazón: «Entre los continuos trabajos que ocupan mi entendimiento, principalmente me solicita y acongoja de cómo por medio vuestro, carísimos hermanos, procure yo librar de la cabeza del dragón infernal las almas redimidas por la preciosísima sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y hacerlas que militen debajo de la bandera de la Cruz, y que abajen y metan el cuello bajo el dulce yugo de Cristo».

Los frailes han de ir «a la viña, no alquilados por algún precio, como otros, sino como verdaderos hijos de tan gran Padre, buscando no vuestras propias cosas, sino las que son de Jesucristo [+Flp 2,21], el cual deseó ser hecho el último y el menor de los hombres, y quiso que vosotros sus verdaderos hijos fuéseis últimos, acoceando la gloria del mundo, abatidos por vileza, poseyendo la muy alta pobreza, y siendo tales que el mundo os tuviese en escarnio y vuestra vida juzgasen por locura, y vuestro fin sin honra: para que así, hechos locos al mundo convirtiéseis a ese mismo mundo con la locura de la predicación. Y no os turbéis porque no sois alquilados por precio, sino enviados más bien sin promesa de soldada» (ib.).

Y así fue, efectivamente, en pobreza y humildad, en Cruz y alegría, en amor desinteresado y pleno, hasta la pérdida de la propia vida, como los Doce fueron a México a predicar a Cristo, y formaron allí «la custodia del Santo Evangelio».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Preparativos de la primera expedición franciscana en México

El P. General eligió como cabeza de la misión a fray Martín de Valencia, superior de la provincia franciscana de San Gabriel, muy distinguida por el fervor espiritual con que guardaban la Regla de San Francisco. Según Mendieta, «contentóle en este varón de Dios la madurez de su edad, la gravedad y serenidad de su rostro, la aspereza de su hábito, junto con el desprecio que mostraba de sí mismo, la reportación de sus palabras, y sobre todo, el espíritu de dentro le decía: “éste es el que buscas y has menester”; porque realmente en aquél, sobre tantos y tan excelentes varones, se le representó el retrato del espíritu ferviente de San Francisco» (IV,5).

Con la venia del Emperador, el P. Quiñones mandó a fray Martín, en un capítulo reunido en Belvis, que eligiera bien unos compañeros y pasara a evangelizar los indios de la Nueva España. Los Doce apóstoles, conducidos por fray Martín de Valencia, fueron éstos: Francisco de Soto, Martín de Jesús (o de la Coruña), Juan Suárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente (Motolinía), García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas, Francisco Jiménez, y los frailes legos Andrés de Córdoba y Juan de Palos.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Los primeros franciscanos en México

Durante la entrada en México, acompañaron a las tropas el mercedario Bartolomé de Olmedo, capellán de Cortés, el clérigo Juan Díaz, que fue cronista, después otro mercedario, Juan de las Varillas, y dos franciscanos, fray Pedro Melgarejo y fray Diego Altamirano, primo de Cortés (Ricard, Conquista cp.1). Todos ellos fueron capellanes castrenses, al servicio pastoral de los soldados, de modo que el primer anuncio del Evangelio a los indios fue realizado más bien por el mismo Cortés y sus capitanes y soldados, aunque fuera en forma muy elemental, mientras llegaban frailes misioneros.

Por esos años, de varios reinos europeos, muchos religiosos se dirigieron a España con el fin de conseguir del Emperador licencia para pasar a las Indias. Tres franciscanos flamencos consiguieron ir a América en 1523 con licencia del Emperador, aunque sin misión del Papa: fray Juan de Tecto (Johann Dekkers), guardián del convento de Gante, fray Juan de Aora (Johann van den Auwera), y el hermano lego Pedro de Gante (Peter van der Moere), pariente de Carlos I. El empeño evangelizador de estos tres franciscanos, según lo describe Diego Muñoz Camargo, es conmovedor:

«Diremos de la grande admiración que los naturales tuvieron cuando vinieron estos religiosos, y cómo comenzaron a predicar el Santísimo y sagrado Evangelio de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Como no sabían la lengua, no decía sino que en el infierno, señalando la parte baja de la tierra con la mano, había fuego, sapos y culebras; y acabando de decir esto, elevaban los ojos al cielo, diciendo que un solo Dios estaba arriba, asimismo, apuntando con la mano. Lo cual decían siempre en los mercados y donde había junta y congregación de gentes. No sabían decir otras palabras [para] que los naturales les entendiesen, sino era por señas. Cuando estas cosas decían y predicaban, el uno de ellos, que era un venerable viejo calvo, estaba en la fuerza del sol de mediodía con espíritu de Dios enseñando, y con celo de caridad diciendo estas cosas, y a media noche [continuaba diciendo] en muy altas voces que se convirtiesen a Dios y dejasen las idolatrías. Cuando predicaban estas cosas decían los señores caciques: «¿Qué han estos pobres miserables? Mirad si tienen hambre y, si han menester algo, dadles de comer». Otros decían: «Estos pobres deben de ser enfermos o estar locos… Dejadlos estar y que pasen su enfermedad como pudieren. No les hagáis mal, que al cabo éstos y los demás han de morir de esta enfermedad de locura»» (Hª Tlaxcala I,20).

Éste fue el humilde principio del Evangelio en México. De estos tres primeros franciscanos flamencos, Juan de Tecto y Juan de Aora murieron en la fracasada expedición de Cortés a Honduras. Tecto habría muerto de hambre, según Mendieta, «arrimándose a un árbol de pura flaqueza»; y Aora, a los pocos días de su regreso a México. Fray Pedro de Gante, como veremos, había quedado en Texcoco aprendiendo la lengua.

Con intención de pasar a las Indias vinieron a España otros dos franciscanos de gran categoría humana y religiosa: el flamenco fray Juan Clapión, que había sido confesor del Emperador, y fray Francisco de los Angeles (Quiñones de apellido), más tarde Cardenal Quiñones, hermano del conde de Luna. León X les había dado amplias facultades (Bula 25-4-1521) para predicar, bautizar, confesar, absolver de excomunión, etc. (MendietaIV,4). Muerto el Papa, su sucesor Adriano VI, que había sido maestro del Emperador, confirma lo dispuesto por su antecesor (Bula 9-5-1522). Y con esto, el Emperador decide que sean franciscanos los primeros misioneros de la Nueva España.

No pudieron cumplir sus deseos ni fray Juan Clapión, que murió, ni el P. Quiñones, que fue elegido en 1523 General de la orden franciscana. Pero éste -todo es providencial-, lo primero que hizo fue poner un extraordinario cuidado en elegir Doce apóstoles para la expedición que ya estaba decidida. 


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Notas sobre el final de la vida de Hernán Cortés

En 1528 visitó Cortés a Carlos I, y no consiguió el gobierno de la Nueva España, pues no se quería dar gobierno a los conquistadores, no creyeran éstos que les era debido. Pero el rey le hizo Marqués del Valle de Oaxaca, con muy amplias propiedades. Cortés tuvo años prósperos en Cuernavaca, y después de pasar sus últimos años más bien perdido en la Corte, después de disponer un Testamento admirable, murió en 1547. Tuvo este conquistador una gran esperanza, ya en 1526, sobre el cristianismo de México, y así le escribe al emperador que «en muy breve tiempo se puede tener en estas partes por muy cierto se levantará una nueva iglesia, donde más que en todas las del mundo Dios Nuestro Señor será servido y honrado» (V Carta).

Y tuvo también conciencia humilde de su propia grandeza, atribuyendo siempre sus victorias a la fuerza de Dios providente. Francisco Cervantes de Salazar refiere que oyó decir a Cortés que «cuando tuvo menos gente, porque solo confiaba en Dios, había alcanzado grandes victorias, y cuando se vio con tanta gente, confiado en ella, entonces perdió la más de ella y la honra y gloria ganada» (Crónica de la Nueva España IV, 100; +J.L. Martínez 743).

Esta misma humildad se refleja en una carta a Carlos I escrita al fin de su vida (3-2-1544): «De la parte que a Dios cupo en mis trabajos y vigilias asaz estoy pagado, porque siendo la obra suya, quiso tomarme por medio, y que las gentes me atribuyesen alguna parte, aunque quien conociere de mí lo que yo, verá claro que no sin causa la divina Providencia quiso que una obra tan grande se acabase por el más flaco e inútil medio que se pudo hallar, porque sólo a Dios fuese atributo» (Madariaga 560).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Amistad de Hernán Cortés con los franciscanos

Desde el principio los escritores franciscanos ensalzaron la dimensión apostólica de la figura de Hernán Cortés, como en nuestros siglo lo hace el franciscano Fidel de Lejarza, en su estudio Franciscanismo de Cortés y Cortesianismo de los Franciscanos (MH 5,1948, 43-136). Igual pensamiento aparece en el artículo del jesuíta Constantino Bayle, Cortés y la evangelización de Nueva España (ib. 5-42). Pero quizá el elogio más importante de Cortés es el que hizo en 1555 el franciscano Motolinía en carta al emperador Carlos I:

«Algunos [Las Casas] que murmuraron del Marqués del Valle [de Oaxaca, muerto en 1547], y quieren ennegrecer sus obras, yo creo que delante de Dios no son sus obras tan aceptas como lo fueron las del Marqués. Aunque, como hombre, fuese pecador, tenía fe y obras de buen cristiano y muy gran deseo de emplear la vida y hacienda por ampliar y aumentar la fe de Jesucristo, y morir por la conversión de los gentiles. Y en esto hablaba con mucho espíritu, como aquel a quien Dios había dado este don y deseo y le había puesto por singular capitán de esta tierra de Occidente. Confesábase con muchas lágrimas y comulgaba devotamente, y ponía a su ánima y hacienda en manos del confesor para que mandase y dispusiese de ella todo lo que convenía a su conciencia. Y así, buscó en España muy grandes confesores y letrados con los cuales ordenó su ánima e hizo grandes restituciones y largas limosnas. Y Dios le visitó con grandes aflicciones, trabajos y enfermedades para purgar sus culpas y limpiar su ánima. Y creo que es hijo de salvación y que tiene mayor corona que otros que lo menosprecian.

«Desque que entró en esta Nueva España trabajó mucho de dar a entender a los indios el conocimiento de un Dios verdadero y de les hacer predicar el Santo Evangelio. Y mientras en esta tierra anduvo, cada día trabajaba de oír misa, ayunaba los ayunos de la Iglesia y otros días por devoción. Predicaba a los indios y les daba a entender quién era Dios y quién eran sus ídolos. Y así, destruía los ídolos y cuanta idolatría podía. Traía por bandera una cruz colorada en campo negro, en medio de unos fuegos azules y blancos, y la letra decía: «amigos, sigamos la cruz de Cristo, que si en nos hubiere fe, en esta señal venceremos». Doquiera que llegaba, luego levantaba la cruz. Cosa fue maravillosa, el esfuerzo y ánimo y prudencia que Dios le dio en todas las cosas que en esta tierra aprendió, y muy de notar es la osadía y fuerzas que Dios le dio para destruir y derribar los ídolos principales de México, que eran unas estatuas de quince pies de alto» (y aquí narra la escena descrita por Andrés Tapia).

«Siempre que el capitán tenía lugar, después de haber dado a los indios noticias de Dios, les decía que lo tuviesen por amigo, como a mensajero de un gran Rey en cuyo nombre venía; y que de su parte les prometía serían amados y bien tratados, porque era grande amigo del Dios que les predicaba. ¿Quién así amó y defendió los indios en este mundo nuevo como Cortés? Amonestaba y rogaba a sus compañeros que no tocasen a los indios ni a sus cosas, y estando toda la tierra llena de maizales, apenas había español que osase coger una mazorca. Y porque un español llamado Juan Polanco, cerca del puerto, entró en casa de un indio y tomó cierta ropa, le mandó dar cien azotes. Y a otro llamado Mora, porque tomó una gallina a indios de paz, le mandó ahorcar, y si Pedro de Alvarado no le cortase la soga, allí quedara y acabara su vida. Dos negros suyos, que no tenían cosa de más valor, porque tomaron a unos indios dos mantas y una gallina, los mandó ahorcar. Otro español, porque desgajó un árbol de fruta y los indios se le quejaron, le mandó afrentar.

«No quería que nadie tocase a los indios ni los cargase, so pena de cada [vez] cuarenta pesos. Y el día que yo desembarqué, viniendo del puerto para Medellín, cerca de donde agora está la Veracruz, como viniésemos por un arenal y en tierra caliente y el sol que ardía -había hasta el pueblo tres leguas-, rogué a un español que consigo llevaba dos indios, que el uno me llevase el manto, y no lo osó hacer afirmando que le llevarían cuarenta pesos de pena. Y así, me traje el manto a cuestas todo el camino.

«Donde no podía excusar guerra, rogaba Cortés a sus compañeros que se defendiesen cuanto buenamente pudiesen, sin ofender; y que cuando más no pudiesen, decía que era mejor herir que matar, y que más temor ponía ir un indio herido, que quedar dos muertos en el campo» (Xirau, Idea 79-81). Y termina diciendo: «Por este Capitán nos abrió Dios la puerta para predicar el santo Evangelio, y éste puso a los indios que tuvieran reverencia a los Santos Sacramentos, y a los ministros de la Iglesia en acatamiento; por esto me he alargado, ya que es difunto, para defender en algo de su vida» (Trueba, Doce 110; +Mendieta, Historia III,1).

Leonardo Tormos escribió hace años un interesante y breve artículo, Los pecadores en la evangelización de las Indias. Hernán Cortés fue sin duda el principal de este gremio misterioso…


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Elogios para Hernán Cortés, de sus contemporáneos

Pero volvamos a nuestro protagonista. A juicio de Salvador de Madariaga fue «Cortés el español más grande y más capaz de su siglo» (555), lo que es decir demasiado, si no se ignoran las flaquezas del Capitán y las maravillas humanas y divinas del siglo XVI español. También elogiosa es la obra Hernán Cortés, escrita en 1941 por Carlos Pereyra. Pero los elogios vienen de antiguo, pues ya en el XVII Don Carlos de Sigüenza y Góngora, escribe el libro Piedad heróica de Don Fernando Cortés, que es publicado mucho más tarde en México, en 1928.

En nuestro siglo, el mexicano Alfonso Trueba, publica en 1954 su Hernán Cortés, libertador del indio, que en 1983 iba por su cuarta edición. Y en 1956, el también mexicano José Vasconcelos afirma en su Breve historia de México que Hernán Cortés es «el más grande de los conquistadores de todos los tiempos» (18), «el más humano de los conquistadores, el más abnegado, [que] se liga espiritualmente a los conquistados al convertirlos a la fe, y su acción nos deja el legado de una patria. Sea cual fuere la raza a que pertenezca, todo el que se sienta mexicano, debe a Cortés el mapa de su patria y la primera idea de conjunto de nacionalidad» (19). Por otra parte, «quiso la Providencia que con el triunfo del Quetzalcoatl cristiano que fue Cortés, comenzase para México una era de prosperidad y poderío como nunca ha vuelto a tenerla en toda su historia» (167).

Otro autor mexicano, José Luis Martínez, en su gran obra Hernán Cortés, más bien hostil hacia su biografiado, ha de reconocer, aunque no de buena gana: «el hecho es que mantuvo siempre con los indios un ascendiente y acatamiento que no recibió ninguna otra autoridad española» (823). Y documenta su afirmación. Cuando en 1529 se le hizo a Cortés juicio de residencia, el doctor Cristóbal de Ojeda, con mala intención, para inculparlo, declaró: «que así mismo sabe e vido este testigo que dicho don Fernando Cortés confiaba mucho en los indios de esta tierra porque veía que los dichos indios querían bien al dicho don Fernando Cortés e facían lo que él les mandaba de muy buena voluntad» (823). Y años más tarde, en 1545, el escribano Gerónimo López le escribe al emperador que «a Cortés no solo obedecían en lo que mandaba, pero lo que pensaba, si lo alcanzaban a saber, con tanto calor, hervor, amor y diligencia que era cosa admirable de lo ver» (824).

Ciertamente, hay muchos signos de que Cortés tuvo gran afecto por los naturales de la Nueva España, y de que los indios correspondieron a este amor. Por ejemplo, a poco de la conquista de México, Cortés hizo una expedición a Honduras (1524-1526), y a su regreso, flaco y desecho, desde Veracruz hasta la ciudad de México, fue recibido por indios y españoles con fiestas, ramadas, obsequios y bailes, según lo cuenta al detalle Bernal Díaz (cp.110).

Por cierto que Cortés, al llegar a México, donde tantos daños se habían producido en su ausencia, no estaba para muchas fiestas; «e así -le escribe a Carlos I- me fui derecho al monasterio de sant Francisco, a dar gracias a Nuestro Señor por me haber sacado de tantos y tan grandes peligros y trabajos, y haberme traído a tanto sosiego y descanso, y por ver la tierra que tan en trabajo estaba, puesta en tanto sosiego y conformidad, y allí estuve seis días con los frailes, hasta dar cuenta a Dios de mis culpas» (V Carta).

Y poco después, cuando la primera y pésima Audiencia, estando recluído en Texcoco, también en carta a Carlos I, le cuenta: «me han dejado sin tener de donde haya una hanega de pan ni otra cosa que me mantenga; y demás desto porque los naturales de la tierra, con el amor que siempre me han tenido, vista mi necesidad e que yo y los que conmigo traía nos moríamos de hambre… me venían a ver y me proveían de algunas cosas de bastimento» (10-10-1530).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Francisco de Aguilar (1479-1571)

Entre los citados por Bernal Díaz, ése buen soldado que llama Alonso de Aguilar, es el que más tarde, tomando el nombre de Francisco, se hace dominico, y a los ochenta años, a ruegos de sus hermanos religiosos, escribe la Relación breve de la conquista de la Nueva España. En su crónica dice de sí mismo que fue «conquistador de los primeros que pasaron con Hernando Cortés a esta tierra». Llega por tanto a México en 1519, con 40 años de edad, y es testigo presencial de los sucesos que ya anciano narra en su crónica. Felizmente conocemos bien su vida por la Crónica de fray Agustín Dávila Padilla, dominico, en la que éste le dedica un capítulo (cp.38: +Aguilar, Apéndice III-A).

Francisco de Aguilar, escribe fray Agustín Dávila, era «hombre de altos pensamientos y generosa inclinación» y «tenía grandes fuerzas, con que acompañaba su ánimo». Ya de seglar se distinguió por la firmeza de su castidad, de modo que «cuando los soldados decían o hacían alguna cosa menos honesta, la reprendía el soldado como si fuera predicador, y se recelaban de él aun los más honrados capitanes». Fue uno de los hombres de confianza de Cortés, el cual le encomendaba «negocios importantes, como fue la guarda de la persona del emperador Moctezuma, cuando le retuvieron en México». Más tarde, «después que la tierra estuvo pacífica, como a soldado animoso le cupo un fuerte repartimiento de indios que le dieron en encomienda», y con eso y con la venta, pronto se hizo rico.

Pero él no estaba para gozar riquezas de este mundo. Él, más bien, «consideraba los peligros grandes de que Dios le había librado, y hallábase muy obligado a servirle», y junto a eso, «acordábasele también de algunos agravios que a los indios había hecho, y de otros pecados de su vida, y para hacer penitencia, tuvo resolución de ser fraile de nuestra Orden». Así las cosas, en 1529, teniendo 50 años, ingresó en los dominicos, que en número de doce, como los franciscanos, habían llegado a México poco después que éstos, en 1526.

El padre Aguilar «ejercitó sus buenas fuerzas en los ayunos y rigores de la Orden. En cuarenta años que vivió en ella, con haber cincuenta que estaba hecho al regalo, nunca comió carne, ni bebió vino, ni quebrantó ayuno de la Orden; que son cosas rigurosas para un mozo, y las hacía Dios suaves a un viejo». Con oración y penitencias lloraba «delante de Dios sus miserias, y quedaba medrado en la virtud, pidiendo a Dios que fuese piadoso. Éralo él con sus prójimos, particularmente con los indios, por descontar alguna crueldad si con ellos la hubiese usado. Los indios de su pueblo (de quienes él se despidió para ser fraile, dándoles cuenta de su motivo) le iban a ver al convento, y le regalaban, trayéndole muy delgadas mantas de algodón, que humildemente le ofrecían, por lo mucho que le amaban».

«Fue muchos años prelado en pueblos de indios con maravilloso ejemplo y prudencia», aunque «nunca predicó, por ser tanto el encogimiento y temor que había cobrado en la religión, que jamás pudo perder el miedo para hablar en público. Aprovechó mucho a los indios, confesándolos y doctrinándolos con amor de padre, reconociéndole ellos y estimándole como buenos hijos». A los noventa y dos años, después de haber sufrido con mucha paciencia una larga enfermedad de gota, que le dejó imposibilitado, «acabó dichosamente la vida corporal, donde había dejado encomienda de indios; y le llevó Dios a la eterna, donde le tenía guardado su premio entre los ángeles».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Soldados evangelizadores en México

La religiosidad de Cortés fue ampliamente compartida por sus compañeros de milicia. Como ya vimos más arriba (76-77), Bernal Díaz del Castillo afirmaba que ellos, los soldados conquistadores, fueron en la Nueva España los primeros apóstoles de Jesucristo, incluso por delante de los religiosos: ellos fueron, en efecto, los primeros que, en momentos muy difíciles y con riesgo de sus vidas, anunciaron el Evangelio a los indios, derrocaron los ídolos, y llamaron a los religiosos para que llevaran adelante la tarea espiritual iniciada por ellos entre los indios.

Pues bien, el mismo Bernal, cuando en su Historia verdadera da referencias biográficas «De los valerosos capitanes y fuertes y esforzados soldados que pasamos desde la isla de Cuba con el venturoso y animoso Don Hernando Cortés» (cp.205), no olvida a un buen número de soldados, compañeros suyos de armas, que se hicieron frailes y fueron verdaderos apóstoles de los indios:

«Pasó un buen soldado que se decía Sindos de Portillo, natural de Portillo, y tenía muy buenos indios y estaba rico, y dejó sus indios y vendió sus bienes y los repartió a pobres, y se metió a fraile francisco, y fue de santa vida; este fraile fue conocido en México, y era público que murió santo y que hizo milagros, y era casi un santo. Y otro buen soldado que se decía Francisco de Medina, natural de Medina del Campo, se metió a fraile francisco y fue buen religioso; y otro buen soldado que se decía Quintero, natural de Moguer, y tenía buenos indios y estaba rico, y lo dio por Dios y se metio a fraile francisco, y fue buen religioso; y otro soldado que se decía Alonso de Aguilar, cuya fue la venta que ahora se llama de Aguilar, que está entre la Veracruz y la Puebla, y estaba rico y tenía buen repartimiento de indios, todo lo vendió y lo dio por Dios, y se metió a fraile dominico y fue muy buen religioso; este fraile Aguilar fue muy conocido y fue muy buen fraile dominico. Y otro buen soldado que se decía fulano Burguillos, tenía buenos indios y estaba rico, y lo dejó y se metió a fraile francisco; y este Burguillos después se salió de la Orden y no fue tan buen religioso como debiera; y otro buen soldado, que se decía Escalante, era muy galán y buen jinete, se metió fraile francisco, y después se salió del monasterio, y de allí a obra de un mes tornó a tomar los hábitos, y fue muy buen religioso. Y otro buen soldado que se decía Lintorno, natural de Guadalajara, se metió fraile francisco y fue buen religioso, y solía tener indios de encomienda y era hombre de negocios. Otro buen soldado que se decía Gaspar Díez, natural de Castilla la Vieja, y estaba rico, así de sus indios como de tratos, todo lo dio por Dios, y se fue a los pinares de Guaxalcingo [Huehxotzingo, en Puebla], en parte muy solitaria, e hizo una ermita y se puso en ella por ermitaño, y fue de tan buena vida, y se daba ayunos y disciplinas, que se puso muy flaco y debilitado, y decía que dormía en el suelo en unas pajas, y que de que lo supo el buen obispo don fray Juan de Zumárraga lo envió a llamar o le mandó que no se diese tan áspera vida, y tuvo tan buen fama de ermitaño Gaspar Díez, que se metieron en su compañía otros dos ermitaños y todos hicieron buena vida, y a cabo de cuatro años que allí estaban fue Dios servido llevarle a su santa gloria»…

Ya se ve que no había entonces mucha distancia entre los frailes apóstoles y aquellos soldados conquistadores, más tarde venteros, encomenderos o comerciantes. Es un falso planteamiento maniqueo, como ya he señalado, contraponer la bondad de los misioneros con la maldad de los soldados: los documentos de la época muestran en cientos de ocasiones que unos y otros eran miembros hermanos, más o menos virtuosos, de un mismo pueblo profundamente cristiano.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Hernán Cortés escribe pidiendo misioneros

Poco después de la llegada de los Doce apóstoles franciscanos, el 15 de octubre de 1524, escribe Cortés al Emperador una IV Relación, de la que transcribimos algunos párrafos particularmente importantes para la historia religiosa de México:

«Todas las veces que a vuestra sacra majestad he escrito he dicho a vuestra Alteza el aparejo que hay en algunos de los naturales de estas partes para convertirse a nuestra santa fe católica y ser cristianos; y he enviado a suplicar a vuestra Majestad, para ello, mandase personas religiosas de buena vida y ejemplo. Y porque hasta ahora han venido muy pocos o casi ningunos, y es cierto que harían grandísimo fruto, lo torno a traer a la memoria de vuestra Alteza, y le suplico lo mande proveer con toda brevedad, porque Dios Nuestro Señor será muy servido de ellos y se cumplirá el deseo que vuestra Alteza en este caso, como católico, tiene».

En otra ocasión, sigue en su carta, «enviamos a suplicar a vuestra Majestad que mandase proveer de Obispos u otros prelados, y entonces nos pareció que así convenía. Ahora, mirándolo bien, me ha parecido que vuestra sacra Majestad los debe mandar proveer de otra manera… Mande vuestra Majestad que vengan a estas partes muchas personas religiosas [frailes], y muy celosas de este fin de la conversión de estas gentes, y que hagan casas y monasterios. Y suplique vuestra Alteza a Su Santidad [el Papa] conceda a vuestra Majestad los diezmos de estas partes para este efecto. [La conversión de estas gentes] no se podría hacer sino por esta vía; porque habiendo Obispos y otros prelados no dejarían de seguir la costumbre que, por nuestros pecados, hoy tienen, en disponer de los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y en otros vicios, en dejar mayorazgos a sus hijos o parientes. Y aun sería otro mayor mal que, como los naturales de estas partes tenían en sus tiempos personas religiosas que entendían en sus ritos y ceremonias -y éstos eran tan recogidos, así en honestidad como en castidad, que si alguna cosa fuera de esto a alguno se le sentía era castigado con pena de muerte-; y si ahora viesen las cosas de la Iglesia y servicio de Dios en poder de canónigos u otras dignidades, y supiesen que aquéllos eran ministros de Dios, y los viesen usar de los vicios y profanidades que ahora en nuestros tiempos en esos reinos usan, sería menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de burla; y sería tan gran daño, que no creo aprovecharían ninguna otra predicación que se les hiciese».

«Y pues que tanto en esto va y [ya que] la principal intención de vuestra Majestad es y debe ser que estas gentes se conviertan, he querido en esto avisar a vuestra Majestad y decir en ello mi parecer. [Por lo demás] así como con las fuerzas corporales trabajo y trabajaré para que los reinos y señoríos de vuestra Majestad se ensanchen, así deseo y trabajaré con el alma para que vuestra Alteza en ellas mande sembrar nuestra santa fe, porque por ello merezca [a pesar de mis muchos pecados -nos permitimos añadir-] la bienaventuranza de la vida perpetua».

«Asimismo vuestra Majestad debe suplicar a Su Santidad que conceda su poder en estas partes a las dos personas principales de religiosos que a estas partes vinieron, uno de la orden de San Francisco y otro de la orden de Santo Domingo, los cuales tengan los más largos poderes que vuestra Majestad pudiere [concederles y conseguirles], por ser estas tierras tan apartadas de la Iglesia romana, y los cristianos que en ellas residimos tan lejos de los remedios de nuestras conciencias, y como humanos, tan sujetos a pecado».

Todo se cumplió, más o menos, como Cortés lo pensó y lo procuró. Con razón, pues, afirmó después Mendieta que «aunque Cortés no hubiera hecho en toda su vida otra alguna buena obra más que haber sido la causa y medio de tanto bien como éste, tan eficaz y general para la dilatación de la honra de Dios y de su santa fe, era bastante para alcanzar perdón de otros muchos más y mayores pecados de los que de él se cuentan» (III,3).

El emperador promovió también algunos obispos pobres y humildes, como Cortés los pedía, hombres de la talla de Garcés, Zumárraga o Vasco de Quiroga.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Cortés recibe a los doce franciscanos

Ya vimos que Hernán Cortés en 1519, apenas llegado a Tenochtitlán, le anuncia a Moctezuma en su primer encuentro: «enviará nuestro rey hombres mejores que nosotros». Así se cumplió, en efecto. El 17 o 18 de junio del año 1524, «el año en que vino la fe», llegaron de España a México un grupo de doce grandes misioneros franciscanos. Y Cortés tuvo especialísimo empeño en que su entrada tuviera gran solemnidad.

Ya cerca de México, según cuenta Bernal, el mismo Hernán Cortés les salió al encuentro, en cabalgata solemne y engalanada, con sus primeros capitanes, acompañado por Guatemuz, señor de México, y la nobleza mexicana. Y aún les aguardaba a los indios una sorpresa más desconcertante, cuando vieron que Cortés bajaba del caballo, se arrodillaba ante fray Martín, y besaba sus hábitos, siendo imitado por capitanes y soldados, y también por Guatemuz y los principales mexicanos. Todos «espantáronse en gran manera, y como vieron a los frailes descalzos y flacos, y los hábitos rotos, y no llevaron caballos, sino a pie y muy amarillos [del viaje], y ver a Cortés, que le tenían por ídolo o cosa como sus dioses, así arrodillado delante de ellos, desde entonces tomaron ejemplo todos los indios, que cuando ahora vienen religiosos les hacen aquellos recibimientos y acatos; y más digo, que cuando Cortés con aquellos religiosos hablaba, que siempre tenía la gorra en la mano quitada y en todo les tenía gran acato» (cp.171; +Mendieta, Historia III,12).

«Esta escena, comenta Madariaga, fue la primera piedra espiritual de la Iglesia católica en Mejico» (493).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Pérdida y conquista sangrienta de México

De pronto, los sucesos se precipitan en la tragedia. Desembarca en Veracruz, con grandes fuerzas, Pánfilo de Narváez, enviado por el gobernador Velázquez para apresar a Cortés, que había desbordado en su empresa las autorizaciones recibidas. Cortés abandona la ciudad de México y vence a Narváez. Entre tanto, el cruel Alvarado, en un suceso confuso, produce en Tenochtilán una gran matanza -por la que se le hizo después juicio de residencia-, y estalla una rebelión incontenible. Vuelve apresuradamente Cortés, y Moctezuma, impulsado por aquél, trata de calmar, desde la terraza del palacio, al pueblo amotinado; llueven sobre él insultos, flechas y pedradas, y tres días después muere, «al parecer, de tétanos» (Morales Padrón, Historia 348). Se ven precisados los españoles a abandonar la ciudad, en el episodio terrible de la Noche Triste.

Los españoles son acogidos en Tlaxcala, y allí se recuperan y consiguen refuerzos en hombres y armas. Muchos pueblos indios oprimidos: tlaxcaltecas, tepeaqueños, cempoaltecas, cholulenses, huejotzincos, chinantecos, xochimilcos, otomites, chalqueños (Trueba, Cortés 78-79), se unirán a los españoles para derribar el imperio azteca. Construyen entonces bergantines y los transportan cien kilómetros por terrenos montañosos, preparando así el ataque final contra la ciudad de México, es decir, contra el poder azteca, asumido ahora por Cuauhtémoc (Guatemuz), sobrino de Moctezuma.

Comienza el asalto de la ciudad lacustre el 28 de julio de 1521, y la guerra fue durísima, tanto que al final de ella, como escribe Cortés en su III Carta al emperador, «ya nosotros teníamos más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad que no en pelear con los indios… [Pero] en ninguna manera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles y ellos más de ciento y cincuenta mil hombres». La caída de México-Tenochtitlán fue el 13 de agosto de 1521, fecha en que nace la Nueva España.

Con razón, pues, afirma el mexicano José Luis Martínez que esta guerra fue de «indios contra indios, y que Cortés y sus soldados… se limitaron… sobre todo, a dirigir y organizar las acciones militares… Arturo Arnáiz y Freg solía decir: «La conquista de México la hicieron los indios y la independencia los españoles»» (332).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Moctezuma se hace vasallo de Carlos I

Cortés, teniendo ya a Moctezuma como prisionero, le trataba con gran deferencia, se entretenía con él en juegos mexicanos, y conversaba con él muchas mañanas, sobre todo acerca de temas religiosos, en los que el tlatoani mantenía firme la devoción de sus dioses. Se acabó entonces el vino de misa, y «después que se acabó cada día estábamos en la iglesia rezando de rodillas delante del altar e imágenes, cuenta Bernal; lo uno, por lo que éramos obligados a cristianos y buena costumbre, y lo otro, porque Montezuma y todos sus capitanes lo viesen y se inclinasen a ello» (cp.93).

Un día Moctezuma pidió permiso a Cortés para ir a orar al teocali, y éste se lo autorizó, siempre que no intentase huir ni hiciera sacrificios humanos. Cuando el rey azteca, portado en andas, llegó al cu y le ayudaron a subir, «ya le tenían sacrificado de la noche antes cuatro indios», y por más que los españoles prohibían esto, «no podíamos en aquella sazón hacer otra cosa sino disimular con él, porque estaba muy revuelto México y otras grandes ciudades con los sobrinos de Montezuma» (cp.98).

En diciembre de 1519, a instancias de Cortés, Moctezuma reune a todos los grandes señores y caciques, para abdicar de su imperio, y pide que todos ellos presten vasallaje al Emperador Carlos I. La reunión se produce sin testigos españoles, fuera del paje Orteguilla, y los detalles del suceso nos son conservados por el relato de Bernal Díaz (cp.101) y por la II Carta Relación de Cortés a Carlos I.

La abdicación del poder azteca tiene por causa motivos fundamentalmente religiosos.

Todos los señores, les dice Moctezuma, deben prestar vasallaje al Emperador español representado por Cortés, «ninguno lo rehuse, y mirad que en diez y ocho años ha que soy vuestro señor siempre me habeis sido muy leales… Y si ahora al presente nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera sino que yo os he dicho muchas veces que mi gran Uichilobos me lo ha mandado». Es hora de hacer memoria de importantes sucesos antiguos: «Hermanos y amigos míos: Ya sabéis que no somos naturales desta tierra, e que vinieron a ella de otra muy lejos, y los trajo un señor cuyos vasallos todos eran», aunque después no lo quisieron «recibir por señor de la tierra; y él se volvió, y dejó dicho que tornaría o enviaría con tal poder que los pudiese costreñir y atraer a su servicio. Y bien sabéis que siempre lo hemos esperado, y según las cosas que el capitán nos ha dicho de aquel rey y señor que le envió acá, tengo por cierto que aqueste es el señor que esperábamos. Y pues nuestros predecesores no hicieron lo que a su señor eran obligados, hagámoslo nosotros, y demos gracias a nuestros dioses por que en nuestros tiempos vino lo que tanto aquéllos esperaban».

Todos aceptaron prestar obediencia al Emperador «con muchas lágrimas y suspiros, y Montezuma muchas más… Y queríamoslo tanto, que a nosotros de verle llorar se nos enternecieron los ojos, y soldado hubo que lloraba tanto como Montezuma; tanto era el amor que le teníamos».

Madariaga comenta: «Aquella escena en la Méjico azteca moribunda, en que los hombres de Cortés lloraron por Moteczuma, es uno de los momentos de más emoción en la historia del descubrimiento del hombre por el hombre. En aquel día el hombre lloró por el hombre y la historia lloró por la historia» (319).


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La vergonzosa caída de Huichilobos

Una mañana, «como por pasatiempo», fue Cortés a visitar el gran teocali, acompañado por el capitán Andrés Tapia -por quien conocemos al detalle la escena-, con una decena más de españoles. Por las empinadas gradas frontales, ciento catorce, subieron a lo alto de la terraza superior del cu, se aproximaron a los dos templetes de los ídolos, y retirando con sus espadas las cortinas, contemplaron su aspecto horrible y fascinante: «son figuras de maravillosa grandeza y altura, y de muchas labores esculpidas», le escribirá después Cortés al Emperador en su II Carta.

Los ídolos, cuenta Tapia, «tenían mucha sangre, del gordor de dos y tres dedos, y [Cortés] descubrió los ídolos de pedrería, y miró por allí lo que se pudo ver, y suspiró habiéndose puesto algo triste, y dijo, que todos lo oímos: “¡Oh Dios!, ¿por qué consientes que tan grandemente el diablo sea honrado en esta tierra? Ha, Señor, por bien que en ella te sirvamos”. Y mandó llamar los intérpretes, y ya al ruido de los cascabeles se había llegado gente de aquella de los ídolos, y díjoles: “Dios que hizo el cielo y la tierra os hizo a vosotros y a nosotros y a todos, y cría con lo que nos mantenemos; y si fuéremos buenos nos llevará al cielo, y si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando más nos entendamos; y yo quiero que aquí donde tenéis estos ídolos esté la imagen de Dios y de su Madre bendita, y traed agua para lavar estas paredes, y quitaremos de aquí todo esto”.

«Ellos se reían, como que no fuese posible hacerse, y dijeron: “No solamente esta ciudad, pero toda la tierra junta tiene a éstos por sus dioses, y aquí está esto por Huichilobos, cuyos somos; y toda la gente no tiene en nada a sus padres y madres e hijos en comparación de éste, y determinarán de morir; y cata [mira] que de verte subir aquí se han puesto todos en armas, y quieren morir por sus dioses”.

«El marqués [Cortés, luego marqués de Oaxaca] dijo a un español que fuese a que tuviesen gran recaudo en la persona de Muteczuma, y envió a que viniesen treinta o cuarenta hombres allí con él, y respondió a aquellos sacerdotes: “Mucho me holgaré yo de pelear por mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada”. Y antes que los españoles por quien había enviado viniesen, enojóse de las palabras que oía, y tomó con una barra de hierro que estaba allí, y comenzó a dar en los ídolos de pedrería; y yo prometo mi fe de gentilhombre que me parece agora que el marqués saltaba sobrenatural, y se abalanzaba tomando la barra por en medio a dar en lo más alto de los ojos del ídolo, y así le quitó las máscaras de oro con la barra, diciendo: “A algo nos hemos de poner [exponer] por Dios”.

«Aquella gente lo hicieron saber a Muteczuma, que estaba cerca de ahí el aposento, y Muteczuma envió a rogar al marqués que le dejase venir allí, y que en tanto que venía no hiciese mal en los ídolos. El marqués mandó que viniese con gente que le guardase, y venido le decía que pusiésemos a nuestras imágenes a una parte [la Cruz y la Virgen] y dejásemos sus dioses a otra. El marqués no quiso. Muteczuma dijo: “Pues yo trabajaré que se haga lo que queréis; pero habéisnos de dar los ídolos que los llevemos donde quisiéremos”. Y el marqués se los dio, diciéndoles: “Ved que son de piedra, e creed en Dios que hizo el cielo y la tierra, y por la obra conoceréis al maestro”».

Los ídolos fueron descendidos de buena manera, en seguida se lavó de sangre aquel matadero de hombres, se construyeron dos altares, y se pusieron en uno «la imagen de Nuestra Señora en un retablico de tabla, y en otro la de Sant Cristóbal, porque no había entonces otras imágenes, y dende aquí en adelante se decía allí misa».

Lo malo fue que sobrevino una sequía, y los indios se le quejaron a Cortés de que era debido a que les quitó sus dioses. «El marqués les certificó que presto llovería, y a todos nos encomendó que rogásemos a Dios por agua; y así otro día fuimos en procesión a la torre [del teocali], y allá se dijo misa, y hacía buen sol, y cuando vinimos llovía tanto que andábamos en el patio los pies cubiertos de agua; y así los indios se maravillaron mucho» (AV, La conquista 110-112).

Esa escena formidable en la que Cortés, saltando sobrenatural, destruye a Huichilobos, puede considerarse como un momento decisivo de la conquista de la Nueva España. No olvidemos que Moctezuma era no sólo el señor principal de México, el Uei Tlatoani, sino también el sacerdote supremo de la religión nacional. La primera caída del poder azteca no se debió tanto a la victoria militar de unas fuerzas extranjeras más poderosas, pues sin duda hubo momentos en que los aztecas, fortísimos guerreros, hubieran podido comerse literalmente hablandoa los españoles; sino que se produjo ante todo como una victoria religiosa. El corazón de Moctezuma y de su pueblo había quedado yerto y sin valor cuando se vio desasistido por sus dioses humillados, y cuando la presencia de los teúles españoles fue entendida como la llegada de aquellos señores poderosos que tenían que venir.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.