El ateísmo implica la convicción de que no existe un ser a quien pueda llamarse Dios. Se trata, por supuesto, de una afirmación de impresionante alcance, porque indica un conocimiento lo suficientemente completo de todo lo que existe como para asegurar que no puede existir un Dios. Surge entonces una multitud de cuestiones: ¿en qué momento sabe uno que sabe lo suficiente? ¿Existe algo así como un inventario de todo lo que existe, que permita decir con certeza qué no puede existir?
Ateos beligerantes, famosos por estos días, como Richard Dawkins, tienen una respuesta para esa clase de objeción. La parábola favorita de Dawkins es el Monstruo Espagueti Volador (Flying Spaguetti Monster, que aquí abreviaremos en español: MEV). El conocido autor británico se declara incapaz de demostrar la inexistencia del MEV, y deja entender que si uno quisiera demostrar la no-existencia de todo lo que se le ocurra a la mente humana tendría que demostrar que no hay hadas, ni duendes, ni unicornios. Agrega, con buen tino, que alguien podría siempre afirmar que “quizás sí existen esos seres… en algún lugar donde todavía no hemos buscado.”
Creo que puede considerarse representativa del ateísmo militante esa postura de Dawkins; según él, sabemos que no existe Dios, no porque tengamos certeza de que no existe, sino porque la evidencia que encontramos apunta hacia un universo que se explica suficientemente en términos de las leyes de la ciencia.
Es importante anotar las característica peculiar de ese saber sobre la no-existencia de Dios, porque precisamente no corresponde al saber obtenido a través del método científico. En efecto, lo propio de este método es formular hipótesis con base en teorías, para luego usar experimentos que verifican o contradicen tales hipótesis. Si esto es así, es obvio que el tipo de “saber” que niega la existencia de Dios no es algo que venga de la aplicación del método científico. Un poco de reflexión muestra que tampoco es posible afirmar la existencia de Dios por vía de esa clase de experimentación.
¿Cuál es entonces la relación entre la ciencia, o sea, entre el método científico y la existencia de Dios? No es directa. Sólo puede entonces darse por vía de extrapolación.
Con lo cual llegamos a una situación muy curiosa: si uno quiere aplicar el método científico para hablar de la existencia de Dios tiene que hacer una extrapolación, pero entonces ¿qué o quién determina la validez de esa extrapolación? No puede ser el método científico, que por definición ha tenido que ser extrapolado, entonces ¿qué puede ser?
Aún más: si el método de la ciencia moderna no puede decidir una cuestión que indudablemente atañe a la vida de miles de millones de personas, sino que debe haber alguna otra fuente de verdad que permita decidir tal cuestión, ¿en qué relación se halla esa fuente de verdad con el método científico mismo? De hecho, ¿qué clase de experimento puede probar que el camino de teoría – hipótesis – experimento es el correcto?
Se podrá decir que a ese método se llega no por experimento sino por experiencia, y tal vez se mencione algo como “prueba y error,” o se haga una alusión vaga a las brutalidades a que ha conducido el fanatismo religioso. Sin entrar en esa discusión, ¿no estaría demostrando ello, de todas formas, que hay fuentes válidas de conocimiento que son a la vez exteriores y superiores al método científico? Y si eso es así, ¿no deberíamos concentrarnos en conocer qué método puede conducirnos a esas fuentes? Tal es, en efecto, una de las preocupaciones básicas de una buena parte de la filosofía.

El próximo 1° de septiembre cumpliré cuatro años de haber llegado por primera vez a Irlanda con el propósito de hacer un doctorado de teología en Milltown Institute. El camino recorrido ha sido extenso e intenso y creo que, sin bajar la mirada que ya apunta hacia el final de esta etapa, es saludable hacer balance, sobre todo para no dejar perder lo que se ha podido lograr con tanto esfuerzo.
Ante todo preguntemos una cosa: ¿De dónde sale la idea de que cada cosa que creemos debe estar en un versículo de la Biblia? Esa idea no viene de la Biblia. Ningún versículo de la Biblia dice que la Biblia tiene formulado todo lo que hemos de creer. De hecho, antes del siglo XV, o mejor: antes de Martín Lutero ese supuesto criterio no existía. Fue Lutero el que lo formuló con la expresión “Sola Scriptura,” o sea: la sola Biblia. Basado en ese principio Lutero instaló firmemente también su idea de que cada quien debía interpretar la Sagrada Escritura, o sea, lo que se llama la interpretación privada.
Si hay algo más impresionante que ver a una persona sufriendo es ver que ofrece su sufrimiento por el bien de otros. Es una escena que he tenido la gracia de ver más de una vez, especialmente en el contexto de los agonizantes. Precisamente allí donde todo se entrega, allí donde asoman las puertas altas y siniestras de la muerte, la generosidad brilla como piedra preciosísima. Estos, mis oídos, han oído cosas como: “¡Ofrezco este dolor por mi país, para que cese la violencia!” O también: “Acepta, Jesús, esta ofrenda de mi vida por las vocaciones sacerdotales.”
Hay dos comentarios básicos que hacer, antes de abordar un texto como el discurso de Jesús en Mateo 24. Primero, el carácter general del lenguaje apocalíptico. Segundo, los varios niveles del discurso de Nuestro Señor.
La Ecología es la ciencia que mira a los seres vivos en relación con su entorno y por ello mismo en la complejidad de sus mutuas relaciones. Es una ciencia con nombre hermoso porque la raíz “eco” viene del griego “oikos” que quiere decir “casa;” es la misma raíz que está en la palabra “economía.” Según eso, la ecología quiere que conozcamos nuestra “casa común,” que en cierto sentido es este planeta Tierra, y en otro sentido se confunde con el universo, con el cosmos mismo.
Irlanda tiene entre las glorias de su fe católica ser el hogar que vio nacer a la Legión de María, una organización de laicos que se adelantó en muchos aspectos al Concilio Vaticano II. Yo mismo he recibido inmenso bien de su apoyo y del espacio que me han brindado para predicar el Evangelio aquí en Dublín de dos maneras: en retiros anuales de un día y en reflexiones mensuales que ofrezco como director espiritual de una de las Curias, la de Bethlehem.