Europa ha conocido épocas de angustia, por ejemplo, cuando la plaga o la peste iban cobrando víctimas de ciudad en ciudad y de un país a otro. En lo peor de la crisis del siglo XIV hubo regiones que perdieron entre la tercera parte y la mitad de sus habitantes. La palabra “contagio” tenía un significado sombrío en aquel tiempo.
También hoy podemos contagiarnos de una variedad de cosas negativas. El mal humor es contagioso. La arrogancia tiende a serlo. La venganza despierta venganza. El pesimismo, como una peste, puede saltar de una casa a la siguiente, o irse por los cables del teléfono o de Internet.
Pero gracias a Dios, hay contagios saludables también, y son los que más nos interesan. Hay gente que lleva una sonrisa invencible a su lugar de trabajo, y parece que no descansan hasta dejarla implantada en otros rostros. Hay gente obstinada en su lucha contra la corrupción y la desidia; y en más de una ocasión su fortaleza da fruto, cuando se abre paso un nuevo ambiente marcado por la transparencia y la honestidad. A menudo los niños tienen una fuerza increíble para contagiarnos de su mirada nueva, su inocencia luminosa, su risa inigualable.
Los cristianos estamos llamados a contagiar de fe al mundo entero. No somos espectadores pasivos de un drama ajeno. Jesús dijo una vez: “He venido a traer fuego sobre la Tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!” (Lucas 12,49). ¿A cuántos has incendiado tú en vivísima convicción del amor que Dios nos tiene?
Y atención todos: el papa Benedicto nos está llamando a vivir un Año de la Fe, a partir del próximo 11 de Octubre: ocasión magnífica para recordar el hermoso deber que tenemos de ofrecer a manos llenas el don de la luz que significa creer en Dios y en su Hijo, Jesucristo. Súmate, desde ahora.