La responsabilidad de todos por el bien común

166 Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están estrechamente vinculadas al respeto y a la promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales.349 Tales exigencias atañen, ante todo, al compromiso por la paz, a la correcta organización de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la prestación de los servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo, educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa.350 Sin olvidar la contribución que cada Nación tiene el deber de dar para establecer una verdadera cooperación internacional, en vistas del bien común de la humanidad entera, teniendo en mente también las futuras generaciones.351

167 El bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y desarrollo.352 El bien común exige ser servido plenamente, no según visiones reductivas subordinadas a las ventajas que cada uno puede obtener, sino en base a una lógica que asume en toda su amplitud la correlativa responsabilidad. El bien común corresponde a las inclinaciones más elevadas del hombre,353 pero es un bien arduo de alcanzar, porque exige la capacidad y la búsqueda constante del bien de los demás como si fuese el bien propio.

Todos tienen también derecho a gozar de las condiciones de vida social que resultan de la búsqueda del bien común. Sigue siendo actual la enseñanza de Pío XI: es « necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuan gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados ».354

NOTAS para esta sección

349Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1907.

350Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046-1047.

351Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 421.

352Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 417; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435; Catecismo de la Iglesia Católica, 1913.

353Santo Tomás de Aquino coloca en el nivel más alto y más específico de las « inclinationes naturales » del hombre el « conocer la verdad sobre Dios » y el « vivir en sociedad » (Summa Theologiae, I-II, q.94, a.2, Ed. Leon. 7, 170: « Secundum igitur ordinem inclinationum naturalium est ordo praeceptorum legis naturae… Tertio modo inest homini inclinatio ad bonum secundum naturam rationis, quae est sibi propria; sicut homo habet naturalem inclinationem ad hoc quod veritatem cognoscat de Deo, et ad hoc quod in societate vivat »).

354Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) 197.

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Significado y aplicaciones del principio del bien común

164 De la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva, en primer lugar, el principio del bien común, al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido. Según una primera y vasta acepción, por bien común se entiende « el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección ».346

El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro. Como el actuar moral del individuo se realiza en el cumplimiento del bien, así el actuar social alcanza su plenitud en la realización del bien común. El bien común se puede considerar como la dimensión social y comunitaria del bien moral.

165 Una sociedad que, en todos sus niveles, quiere positivamente estar al servicio del ser humano es aquella que se propone como meta prioritaria el bien común, en cuanto bien de todos los hombres y de todo el hombre.347 La persona no puede encontrar realización sólo en sí misma, es decir, prescindir de su ser « con » y « para » los demás. Esta verdad le impone no una simple convivencia en los diversos niveles de la vida social y relacional, sino también la búsqueda incesante, de manera práctica y no sólo ideal, del bien, es decir, del sentido y de la verdad que se encuentran en las formas de vida social existentes. Ninguna forma expresiva de la sociabilidad —desde la familia, pasando por el grupo social intermedio, la asociación, la empresa de carácter económico, la ciudad, la región, el Estado, hasta la misma comunidad de los pueblos y de las Naciones— puede eludir la cuestión acerca del propio bien común, que es constitutivo de su significado y auténtica razón de ser de su misma subsistencia.348

NOTAS para esta sección

346Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1905-1912; Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 417-421; Id., Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 272-273; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 46: AAS 63 (1971) 433-435.

347Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1912.

348Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 272.

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Los principios que guían la Doctrina Social de la Iglesia

160 Los principios permanentes de la doctrina social de la Iglesia 341 constituyen los verdaderos y propios puntos de apoyo de la enseñanza social católica: se trata del principio de la dignidad de la persona humana —ya tratado en el capítulo precedente— en el que cualquier otro principio y contenido de la doctrina social encuentra fundamento,342 del bien común, de la subsidiaridad y de la solidaridad. Estos principios, expresión de la verdad íntegra sobre el hombre conocida a través de la razón y de la fe, brotan « del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias —comprendidas en el Mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia— con los problemas que surgen en la vida de la sociedad ».343 La Iglesia, en el curso de la historia y a la luz del Espíritu, reflexionando sabiamente sobre la propia tradición de fe, ha podido dar a tales principios una fundación y configuración cada vez más exactas, clarificándolos progresivamente, en el esfuerzo de responder con coherencia a las exigencias de los tiempos y a los continuos desarrollos de la vida social.

161 Estos principios tienen un carácter general y fundamental, ya que se refieren a la realidad social en su conjunto: desde las relaciones interpersonales caracterizadas por la proximidad y la inmediatez, hasta aquellas mediadas por la política, por la economía y por el derecho; desde las relaciones entre comunidades o grupos hasta las relaciones entre los pueblos y las Naciones. Por su permanencia en el tiempo y universalidad de significado, la Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de ellos se pueden deducir los criterios de discernimiento y de guía para la acción social, en todos los ámbitos.

162 Los principios de la doctrina social deben ser apreciados en su unidad, conexión y articulación. Esta exigencia radica en el significado, que la Iglesia misma da a la propia doctrina social, de « corpus » doctrinal unitario que interpreta las realidades sociales de modo orgánico.344 La atención a cada uno de los principios en su especificidad no debe conducir a su utilización parcial y errónea, como ocurriría si se invocase como un elemento desarticulado y desconectado con respecto de todos los demás. La misma profundización teórica y aplicación práctica de uno solo de los principios sociales, muestran con claridad su mutua conexión, reciprocidad y complementariedad. Estos fundamentos de la doctrina de la Iglesia representan un patrimonio permanente de reflexión, que es parte esencial del mensaje cristiano; pero van mucho más allá, ya que indican a todos las vías posibles para edificar una vida social buena, auténticamente renovada.345

163 Los principios de la doctrina social, en su conjunto, constituyen la primera articulación de la verdad de la sociedad, que interpela toda conciencia y la invita a interactuar libremente con las demás, en plena corresponsabilidad con todos y respecto de todos. En efecto, el hombre no puede evadir la cuestión de la verdad y del sentido de la vida social, ya que la sociedad no es una realidad extraña a su misma existencia.

Estos principios tienen un significado profundamente moral porque remiten a los fundamentos últimos y ordenadores de la vida social. Para su plena comprensión, es necesario actuar en la dirección que señalan, por la vía que indican para el desarrollo de una vida digna del hombre. La exigencia moral ínsita en los grandes principios sociales concierne tanto el actuar personal de los individuos, como primeros e insustituibles sujetos responsables de la vida social a cualquier nivel, cuanto de igual modo las instituciones, representadas por leyes, normas de costumbre y estructuras civiles, a causa de su capacidad de influir y condicionar las opciones de muchos y por mucho tiempo. Los principios recuerdan, en efecto, que la sociedad históricamente existente surge del entrelazarse de las libertades de todas las personas que en ella interactúan, contribuyendo, mediante sus opciones, a edificarla o a empobrecerla.

NOTAS para esta sección

341Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 29-42, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, pp. 35-43.

342Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 453.

343Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 72: AAS 79 (1987) 585.

344Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 1: AAS 80 (1988) 513-514.

345Cf. Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 47, Tipografía Políglota Vaticana, Roma 1988, p. 45.

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Colmar la distancia entre la letra y el espíritu

158 La solemne proclamación de los derechos del hombre se ve contradicha por una dolorosa realidad de violaciones, guerras y violencias de todo tipo: en primer lugar los genocidios y las deportaciones en masa; la difusión por doquier de nuevas formas de esclavitud, como el tráfico de seres humanos, los niños soldados, la explotación de los trabajadores, el tráfico de drogas, la prostitución: « También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son respetados totalmente estos derechos ».331

Existe desgraciadamente una distancia entre la « letra » y el « espíritu » de los derechos del hombre332 a los que se ha tributado frecuentemente un respeto puramente formal. La doctrina social, considerando el privilegio que el Evangelio concede a los pobres, no cesa de confirmar que « los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás » y que una afirmación excesiva de igualdad « puede dar lugar a un individualismo donde cada uno reivindique sus derechos sin querer hacerse responsable del bien común ».333

159 La Iglesia, consciente de que su misión, esencialmente religiosa, incluye la defensa y la promoción de los derechos fundamentales del hombre,334 « estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos ».335 La Iglesia advierte profundamente la exigencia de respetar en su interno mismo la justicia 336 y los derechos del hombre.337

El compromiso pastoral se desarrolla en una doble dirección: de anuncio del fundamento cristiano de los derechos del hombre y de denuncia de las violaciones de estos derechos.338 En todo caso, « el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y esta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta ».339 Para ser más eficaz, este esfuerzo debe abrirse a la colaboración ecuménica, al diálogo con las demás religiones, a los contactos oportunos con los organismos, gubernativos y no gubernativos, a nivel nacional e internacional. La Iglesia confía sobre todo en la ayuda del Señor y de su Espíritu que, derramado en los corazones, es la garantía más segura para el respeto de la justicia y de los derechos humanos y, por tanto, para contribuir a la paz: « promover la justicia y la paz, hacer penetrar la luz y el fermento evangélico en todos los campos de la vida social; a ello se ha dedicado constantemente la Iglesia siguiendo el mandato de su Señor ».340

NOTAS para esta sección

331Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991) 852.

332Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 17: AAS 71 (1979) 295-300.

333Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 23: AAS 63 (1971) 418.

334Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 (1991) 859-860.

335Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1060.

336Cf. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Sacra Rota Romana (17 de febrero de 1979), 4: L’Osservatore Romano, edición española, 1º de abril de 1979, p. 9.

337Cf. CIC, cánones 208-223.

338Cf. Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », La Iglesia y los derechos del hombre, 70-90, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1975, pp. 49-57.

339Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 (1988) 572.

340Pablo VI, Motu propio Iustitiam et Pacem (10 de diciembre de 1976): AAS 68 (1976) 700.

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Derechos de los pueblos y de las Naciones

157 El campo de los derechos del hombre se ha extendido a los derechos de los pueblos y de las Naciones,325 pues « lo que es verdad para el hombre lo es también para los pueblos ».326 El Magisterio recuerda que el derecho internacional « se basa sobre el principio del igual respeto, por parte de los Estados, del derecho a la autodeterminación de cada pueblo y de su libre cooperación en vista del bien común superior de la humanidad ».327 La paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos, particularmente el derecho a la independencia.328

Los derechos de las Naciones no son sino « los “derechos humanos” considerados a este específico nivel de la vida comunitaria ».329 La Nación tiene « un derecho fundamental a la existencia »; a la « propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve su “soberanía” espiritual »; a « modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías »; a « construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada ».330 El orden internacional exige un equilibrio entre particularidad y universalidad, a cuya realización están llamadas todas las Naciones, para las cuales el primer deber sigue siendo el de vivir en paz, respeto y solidaridad con las demás Naciones.

NOTAS para esta sección

325Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 33: AAS 80 (1988) 557-559; Id., Carta enc. Centesimus annus, 21: AAS 83 (1991) 818-819.

326Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la Segunda Guerra mundial, 8: AAS 82 (1990) 56.

327Juan Pablo II, Carta con ocasión del 50º aniversario del comienzo de la Segunda Guerra mundial, 8: AAS 82 (1990) 56.

328Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (9 de enero de 1988), 7-8: AAS 80 (1988) 1139.

329Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 8, Tipografía Vaticana, p. 11.

330Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 8, Tipografía Vaticana, p. 12.

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Derechos y deberes

156 Inseparablemente unido al tema de los derechos se encuentra el relativo a los deberes del hombre, que halla en las intervenciones del Magisterio una acentuación adecuada. Frecuentemente se recuerda la recíproca complementariedad entre derechos y deberes, indisolublemente unidos, en primer lugar en la persona humana que es su sujeto titular.322 Este vínculo presenta también una dimensión social: « En la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada hombre corresponde en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo ».323 El Magisterio subraya la contradicción existente en una afirmación de los derechos que no prevea una correlativa responsabilidad: « Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la otra construyen ».324

NOTAS para esta sección

322Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259-264; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046-1047.

323Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264.

324Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264.

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¿Cuáles son los derechos específicamente humanos?

155 Las enseñanzas de Juan XXIII,314 del Concilio Vaticano II,315 de Pablo VI 316 han ofrecido amplias indicaciones acerca de la concepción de los derechos humanos delineada por el Magisterio. Juan Pablo II ha trazado una lista de ellos en la encíclica « Centesimus annus »: « El derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona ».317

El primer derecho enunciado en este elenco es el derecho a la vida, desde su concepción hasta su conclusión natural,318 que condiciona el ejercicio de cualquier otro derecho y comporta, en particular, la ilicitud de toda forma de aborto provocado y de eutanasia.319 Se subraya el valor eminente del derecho a la libertad religiosa: « Todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos ».320 El respeto de este derecho es un signo emblemático « del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente ».321

NOTAS para esta sección

314Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259-264.

315Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046-1047.

316Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 6: AAS 57 (1965) 883-884; Id., Mensaje a los Obispos reunidos para el Sínodo (23 de octubre de 1974): AAS 66 (1974) 631-639.

317Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 47: AAS 83 (1991) 851-852; cf. también Id., Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979), 13: AAS 71 (1979) 1152-1153.

318Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 2: AAS 87 (1995) 402.

319Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966) 1047-1048; Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 80: AAS 85 (1993) 1197-1198; Id., Carta enc. Evangelium vitae, 7-28: AAS 87 (1995) 408-433.

320Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 2: AAS 58 (1966) 930-931.

321Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor hominis, 17: AAS 71 (1979) 300.

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El valor de los derechos humanos

152 El movimiento hacia la identificación y la proclamación de los derechos del hombre es uno de los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las exigencias imprescindibles de la dignidad humana.302 La Iglesia ve en estos derechos la extraordinaria ocasión que nuestro tiempo ofrece para que, mediante su consolidación, la dignidad humana sea reconocida más eficazmente y promovida universalmente como característica impresa por Dios Creador en su criatura.303 El Magisterio de la Iglesia no ha dejado de evaluar positivamente la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, que Juan Pablo II ha definido « una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad ».304

153 La raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano.305 Esta dignidad, connatural a la vida humana e igual en toda persona, se descubre y se comprende, ante todo, con la razón. El fundamento natural de los derechos aparece aún más sólido si, a la luz de la fe, se considera que la dignidad humana, después de haber sido otorgada por Dios y herida profundamente por el pecado, fue asumida y redimida por Jesucristo mediante su encarnación, muerte y resurrección.306

La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de los seres humanos,307 en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos son « universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto ».308 Universales, porque están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto « inherentes a la persona humana y a su dignidad » 309 y porque « sería vano proclamar los derechos, si al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a quien sea ».310 Inalienables, porque « nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza ».311

154 Los derechos del hombre exigen ser tutelados no sólo singularmente, sino en su conjunto: una protección parcial de ellos equivaldría a una especie de falta de reconocimiento. Estos derechos corresponden a las exigencias de la dignidad humana y comportan, en primer lugar, la satisfacción de las necesidades esenciales —materiales y espirituales— de la persona: « Tales derechos se refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad… La promoción integral de todas las categorías de los derechos humanos es la verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos ».312 Universalidad e indivisibilidad son las líneas distintivas de los derechos humanos: « Son dos principios guía que exigen siempre la necesidad de arraigar los derechos humanos en las diversas culturas, así como de profundizar en su dimensión jurídica con el fin de asegurar su pleno respeto ».313

NOTAS para esta sección

302Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 1: AAS 58 (1966) 929-930.

303Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 (1966) 1059-1060; Congregación para la Educación Católica, Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación sacerdotal, 32, Tipografía Políglota Vaticana 1988, pp. 36-37.

304Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979), 7: AAS 71 (1979) 1147-1148; para Juan Pablo II tal Declaración « continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la conciencia humana »: Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 2, Tipografía Vaticana, p. 6.

305Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966) 1047-1048; Catecismo de la Iglesia Católica, 1930.

306Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1079.

307Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 278-279.

308Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 259.

309Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.

310Pablo VI, Mensaje a la Conferencia Internacional sobre los Derechos del Hombre (15 de abril de 1968): AAS 60 (1968) 285.

311Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.

312Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 (1999) 379.

313Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998, 2: AAS 90 (1998) 149.

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La sociabilidad humana

149 La persona es constitutivamente un ser social,294 porque así la ha querido Dios que la ha creado.295 La naturaleza del hombre se manifiesta, en efecto, como naturaleza de un ser que responde a sus propias necesidades sobre la base de una subjetividad relacional, es decir, como un ser libre y responsable, que reconoce la necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes y que es capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor: « Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir ».296

Es necesario, por tanto, destacar que la vida comunitaria es una característica natural que distingue al hombre del resto de las criaturas terrenas. La actuación social comporta de suyo un signo particular del hombre y de la humanidad, el de una persona que obra en una comunidad de personas: este signo determina su calificación interior y constituye, en cierto sentido, su misma naturaleza.297 Esta característica relacional adquiere, a la luz de la fe, un sentido más profundo y estable. Creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26), y constituida en el universo visible para vivir en sociedad (cf. Gn 2,20.23) y dominar la tierra (cf. Gn 1,26.28-30), la persona humana está llamada desde el comienzo a la vida social: « Dios no ha creado al hombre como un “ser solitario”, sino que lo ha querido como “ser social”. La vida social no es, por tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocación si no es en relación con los otros ».298

150 La sociabilidad humana no comporta automáticamente la comunión de las personas, el don de sí. A causa de la soberbia y del egoísmo, el hombre descubre en sí mismo gérmenes de insociabilidad, de cerrazón individualista y de vejación del otro.299 Toda sociedad digna de este nombre, puede considerarse en la verdad cuando cada uno de sus miembros, gracias a la propia capacidad de conocer el bien, lo busca para sí y para los demás. Es por amor al bien propio y al de los demás que el hombre se une en grupos estables, que tienen como fin la consecución de un bien común. También las diversas sociedades deben entrar en relaciones de solidaridad, de comunicación y de colaboración, al servicio del hombre y del bien común.300

151 La sociabilidad humana no es uniforme, sino que reviste múltiples expresiones. El bien común depende, en efecto, de un sano pluralismo social. Las diversas sociedades están llamadas a constituir un tejido unitario y armónico, en cuyo seno sea posible a cada una conservar y desarrollar su propia fisonomía y autonomía. Algunas sociedades, como la familia, la comunidad civil y la comunidad religiosa, corresponden más inmediatamente a la íntima naturaleza del hombre, otras proceden más bien de la libre voluntad: « Con el fin de favorecer la participación del mayor número de personas en la vida social, es preciso impulsar, alentar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa “para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y políticos, tanto dentro de cada una de las Naciones como en el plano mundial”. Esta “socialización” expresa igualmente la tendencia natural que impulsa a los seres humanos a asociarse con el fin de alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Desarrolla las cualidades de la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad. Ayuda a garantizar sus derechos ».301

NOTAS para esta sección

294Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034; Catecismo de la Iglesia Católica, 1879.

295Cf. Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942), 6: AAS 35 (1943) 11-12; Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 (1963) 264-165.

296Catecismo de la Iglesia Católica, 1880.

297La natural sociabilidad del hombre hace descubrir también que el origen de la sociedad no se halla en un « contrato » o « pacto » convencional, sino en la misma naturaleza humana. De ella deriva la posibilidad de realizar libremente diversos pactos de asociación. No puede olvidarse que las ideologías del contrato social se sustentan sobre una antropología falsa; consecuentemente, sus resultados no pueden ser —de hecho no lo han sido— ventajosos para la sociedad y las personas. El Magisterio ha tachado tales opiniones como abiertamente absurdas y sumamente funestas. cf. León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum: Acta Leonis XIII, 8 (1889) 226-227.

298Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 32: AAS 79 (1987) 567.

299Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 25: AAS 58 (1966) 1045-1046.

300Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 26: AAS 80 (1988) 544-547; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 76: AAS 58 (1966) 1099-1100.

301Catecismo de la Iglesia Católica, 1882.

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La igual dignidad de todas las personas

144 « Dios no hace acepción de personas » (Hch 10,34; cf. Rm 2,11; Ga 2,6; Ef 6,9), porque todos los hombres tienen la misma dignidad de criaturas a su imagen y semejanza.281 La Encarnación del Hijo de Dios manifiesta la igualdad de todas las personas en cuanto a dignidad: « Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús » (Ga 3,28; cf. Rm 10,12; 1 Co 12,13; Col 3,11).

Puesto que en el rostro de cada hombre resplandece algo de la gloria de Dios, la dignidad de todo hombre ante Dios es el fundamento de la dignidad del hombre ante los demás hombres.282 Esto es, además, el fundamento último de la radical igualdad y fraternidad entre los hombres, independientemente de su raza, Nación, sexo, origen, cultura y clase.

145 Sólo el reconocimiento de la dignidad humana hace posible el crecimiento común y personal de todos (cf. St 2,19). Para favorecer un crecimiento semejante es necesario, en particular, apoyar a los últimos, asegurar efectivamente condiciones de igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer, garantizar una igualdad objetiva entre las diversas clases sociales ante la ley.283

También en las relaciones entre pueblos y Estados, las condiciones de equidad y paridad son el presupuesto para un progreso auténtico de la comunidad internacional.284 No obstante los avances en esta dirección, es necesario no olvidar que aún existen demasiadas desigualdades y formas de dependencia.285

A la igualdad en el reconocimiento de la dignidad de cada hombre y de cada pueblo, debe corresponder la conciencia de que la dignidad humana sólo podrá ser custodiada y promovida de forma comunitaria, por parte de toda la humanidad. Sólo con la acción concorde de los hombres y de los pueblos sinceramente interesados en el bien de todos los demás, se puede alcanzar una auténtica fraternidad universal; 286 por el contrario, la permanencia de condiciones de gravísima disparidad y desigualdad empobrece a todos.

146 « Masculino » y « femenino » diferencian a dos individuos de igual dignidad, que, sin embargo, no poseen una igualdad estática, porque lo específico femenino es diverso de lo específico masculino. Esta diversidad en la igualdad es enriquecedora e indispensable para una armoniosa convivencia humana: « La condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también y más profundamente, por lo que se refiere a su significado personal ».287

147 La mujer es el complemento del hombre, como el hombre lo es de la mujer: mujer y hombre se completan mutuamente, no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino también ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo « masculino » y lo « femenino » se realiza plenamente lo « humano ». Es la « unidad de los dos »,288 es decir, una « unidualidad » relacional, que permite a cada uno experimentar la relación interpersonal y recíproca como un don que es, al mismo tiempo, una misión: « A esta “unidad de los dos” Dios les confía no sólo la opera de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia ».289 « La mujer es “ayuda” para el hombre, como el hombre es “ayuda” para la mujer »: 290 en su encuentro se realiza una concepción unitaria de la persona humana, basada no en la lógica del egocentrismo y de la autoafirmación, sino en la del amor y la solidaridad.

148 Las personas minusválidas son sujetos plenamente humanos, titulares de derechos y deberes: « A pesar de las limitaciones y los sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus facultades, ponen más de relieve la dignidad y grandeza del hombre ».291 Puesto que la persona minusválida es un sujeto con todos sus derechos, ha de ser ayudada a participar en la vida familiar y social en todas las dimensiones y en todos los niveles accesibles a sus posibilidades.

Es necesario promover con medidas eficaces y apropiadas los derechos de la persona minusválida. « Sería radicalmente indigno del hombre y negación de la común humanidad admitir en la vida de la sociedad, y, por consiguiente, en el trabajo, únicamente a los miembros plenamente funcionales, porque obrando así se caería en una grave forma de discriminación: la de los fuertes y sanos contra los débiles y enfermos ».292 Se debe prestar gran atención no sólo a las condiciones de trabajo físicas y psicológicas, a la justa remuneración, a la posibilidad de promoción y a la eliminación de los diversos obstáculos, sino también a las dimensiones afectivas y sexuales de la persona minusválida: « También ella necesita amar y ser amada; necesita ternura, cercanía, intimidad »,293 según sus propias posibilidades y en el respeto del orden moral que es el mismo, tanto para los sanos, como para aquellos que tienen alguna discapacidad.

NOTAS para esta sección

281Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1934.

282Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 29: AAS 58 (1966) 1048-1049.

283Cf. Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens, 16: AAS 63 (1971) 413.

284Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 47-48: AAS 55 (1963) 279-281; Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881; Juan Pablo II, Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995), 13, Tipografía Vaticana, p. 16.

285Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 84: AAS 58 (1966) 1107-1108.

286Cf. Pablo VI, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de 1965), 5: AAS 57 (1965) 881; Id., Carta enc. Populorum progressio, 43-44: AAS 59 (1967) 278-279.

287Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 50: AAS 81 (1989) 489.

288Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 11: AAS 80 (1988) 1678.

289Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8: AAS 87 (1995) 808.

290Juan Pablo II, Angelus Domini (9 de julio de 1995), 1: L’Osservatore Romano, edición española, 14 de julio de 1995, p. 1; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo (31 de mayo de 2004): L’Osservatore Romano, edición española, 6 de agosto de 2004, pp. 3-6.

291Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 22: AAS 73 (1981) 634.

292Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 22: AAS 73 (1981) 634.

293Juan Pablo II, Mensaje al Simposio internacional « Dignidad y derechos de la persona con discapacidad mental » (5 de enero de 2004): L’Osservatore Romano, edición española, 16 de enero de 2004, p. 5.

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El vínculo de la libertad con la verdad y la ley natural

138 En el ejercicio de la libertad, el hombre realiza actos moralmente buenos, que edifican su persona y la sociedad, cuando obedece a la verdad, es decir, cuando no pretende ser creador y dueño absoluto de ésta y de las normas éticas.261 La libertad, en efecto, « no tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad ».262 En caso contrario, muere como libertad y destruye al hombre y a la sociedad.263

139 La verdad sobre el bien y el mal se reconoce en modo práctico y concreto en el juicio de la conciencia, que lleva a asumir la responsabilidad del bien cumplido o del mal cometido. « Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de “juicio”, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como “decisiones” arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar ».264

140 El ejercicio de la libertad implica la referencia a una ley moral natural, de carácter universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes.265 La ley natural « no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Esta luz o esta ley Dios la ha donado a la creación » 266 y consiste en la participación en su ley eterna, la cual se identifica con Dios mismo.267 Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana. Es universal, se extiende a todos los hombres en cuanto establecida por la razón. En sus preceptos principales, la ley divina y natural está expuesta en el Decálogo e indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral.268 Se sustenta en la tendencia y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, y en el sentido de igualdad de los seres humanos entre sí. La ley natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus derechos y de sus deberes fundamentales.269

141 En la diversidad de las culturas, la ley natural une a los hombres entre sí, imponiendo principios comunes. Aunque su aplicación requiera adaptaciones a la multiplicidad de las condiciones de vida, según los lugares, las épocas y las circunstancias,270 la ley natural es inmutable, « subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso… Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades ».271

Sus preceptos, sin embargo, no son percibidos por todos con claridad e inmediatez. Las verdades religiosas y morales pueden ser conocidas « de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error »,272 sólo con la ayuda de la Gracia y de la Revelación. La ley natural ofrece un fundamento preparado por Dios a la ley revelada y a la Gracia, en plena armonía con la obra del Espíritu.273

142 La ley natural, que es ley de Dios, no puede ser cancelada por la maldad humana.274 Esta Ley es el fundamento moral indispensable para edificar la comunidad de los hombres y para elaborar la ley civil, que infiere las consecuencias de carácter concreto y contingente a partir de los principios de la ley natural.275 Si se oscurece la percepción de la universalidad de la ley moral natural, no se puede edificar una comunión real y duradera con el otro, porque cuando falta la convergencia hacia la verdad y el bien, « cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño ».276 En efecto, sólo una libertad que radica en la naturaleza común puede hacer a todos los hombres responsables y es capaz de justificar la moral pública. Quien se autoproclama medida única de las cosas y de la verdad no puede convivir pacíficamente ni colaborar con sus semejantes.277

143 La libertad está misteriosamente inclinada a traicionar la apertura a la verdad y al bien humano y con demasiada frecuencia prefiere el mal y la cerrazón egoísta, elevándose a divinidad creadora del bien y del mal: « Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios (…). Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación ».278 La libertad del hombre, por tanto, necesita ser liberada. Cristo, con la fuerza de su misterio pascual, libera al hombre del amor desordenado de sí mismo,279 que es fuente del desprecio al prójimo y de las relaciones caracterizadas por el dominio sobre el otro; Él revela que la libertad se realiza en el don de sí mismo.280 Con su sacrificio en la cruz, Jesús reintegra el hombre a la comunión con Dios y con sus semejantes.

NOTAS para esta sección

261Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1749-1756.

262Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 86: AAS 85 (1993) 1201.

263Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 44. 99: AAS 85 (1993) 1168- 1169. 1210-1211.

264Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 61: AAS 85 (1993) 1181-1182.

265Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 50 : AAS 85 (1993) 1173-1174.

266Sto. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem Legis praecepta expositio, c. 1: « Nunc autem de scientia operandorum intendimus: ad quam tractandam quadruplex lex invenitur. Prima dicitur lex naturae; et haec nihil aliud est nisi lumen intellectus insitum nobis a Deo, per quod cognoscimus quid agendum et quid vitandum. Hoc lumen et hanc legem dedit Deus homini in creatione »: Divi Thomae Aquinatis, Doctoris Angelici, Opuscula Theologica, v. II: De re spirituali, cura et studio P. Fr. Raymundi Spiazzi O.P., Marietti ed., Taurini-Romae 1954, p. 245.

267Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.91, a.2, c: Ed. Leon. 7,154: « …participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur ».

268Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1955.

269Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1956.

270Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1957.

271Catecismo de la Iglesia Católica, 1958.

272Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c.2: DS 3005, p. 588; cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis: AAS 42 (1950) 562.

273Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1960.

274Cf. San Agustín, Confesiones, 2,4,9: PL 32, 678: « Furtum certe punit lex tua, Domine, et lex scripta in cordibus hominum, quam ne ipsa quidem delet iniquitas ».

275Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1959.

276Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 51: AAS 85 (1993) 1175.

277Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 19-20: AAS 87 (1995) 421-424.

278Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 13: AAS 58 (1966) 1034- 1035.

279Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1741.

280Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 87: AAS 85 (1993) 1202-1203.

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Valor y límites de la libertad

135 El hombre puede dirigirse hacia el bien sólo en la libertad, que Dios le ha dado como signo eminente de su imagen: [Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1705] « Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión (cf. Si 15,14), para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17: AAS 58 (1966) 1037; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1730-1732]

El hombre justamente aprecia la libertad y la busca con pasión: justamente quiere —y debe—, formar y guiar por su libre iniciativa su vida personal y social, asumiendo personalmente su responsabilidad.[Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 34: AAS 85 (1993) 1160-1161; Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 17: AAS 58 (1966) 1038] La libertad, en efecto, no sólo permite al hombre cambiar convenientemente el estado de las cosas exterior a él, sino que determina su crecimiento como persona, mediante opciones conformes al bien verdadero:[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1733] de este modo, el hombre se genera a sí mismo, es padre de su propio ser[Cf. San Gregorio de Nisa, De vita Moysis, 2, 2-3: PG 44, 327B-328B: « … unde fit, ut nos ipsi patres quodammodo simus nostri… vitii ac virtutis ratione fingentes ».] y construye el orden social.[Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 13: AAS 83 (1991) 809-810]

136 La libertad no se opone a la dependencia creatural del hombre respecto a Dios.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1706] La Revelación enseña que el poder de determinar el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios (cf. Gn 2,16-17). « El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer “de cualquier árbol del jardín”. Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el “árbol de la ciencia del bien y del mal”, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación ».[Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 35: AAS 85 (1993) 1161-1162]

137 El recto ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural que son, « con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina ».[Catecismo de la Iglesia Católica, 1740] La liberación de las injusticias promueve la libertad y la dignidad humana: no obstante, « ante todo, hay que apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de la conversión interior si se quieren obtener cambios económicos y sociales que estén verdaderamente al servicio del hombre ».[Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 75: AAS 79 (1987) 587]

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El respeto de la dignidad humana

132 Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana. Ésta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada: « El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 26: AAS 58 (1966) 1046- 1047] El respeto de la dignidad humana no puede absolutamente prescindir de la obediencia al principio de « considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 (1966) 1047] Es preciso que todos los programas sociales, científicos y culturales, estén presididos por la conciencia del primado de cada ser humano.[Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2235]

133 En ningún caso la persona humana puede ser instrumentalizada para fines ajenos a su mismo desarrollo, que puede realizar plena y definitivamente sólo en Dios y en su proyecto salvífico: el hombre, en efecto, en su interioridad, trasciende el universo y es la única criatura que Dios ha amado por sí misma.[Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24: AAS 58 (1966) 1045; Catecismo de la Iglesia Católica, 27, 356 y 358] Por esta razón, ni su vida, ni el desarrollo de su pensamiento, ni sus bienes, ni cuantos comparten sus vicisitudes personales y familiares pueden ser sometidos a injustas restricciones en el ejercicio de sus derechos y de su libertad.

La persona no puede estar finalizada a proyectos de carácter económico, social o político, impuestos por autoridad alguna, ni siquiera en nombre del presunto progreso de la comunidad civil en su conjunto o de otras personas, en el presente o en el futuro. Es necesario, por tanto, que las autoridades públicas vigilen con atención para que una restricción de la libertad o cualquier otra carga impuesta a la actuación de las personas no lesione jamás la dignidad personal y garantice el efectivo ejercicio de los derechos humanos. Todo esto, una vez más, se funda sobre la visión del hombre como persona, es decir, como sujeto activo y responsable del propio proceso de crecimiento, junto con la comunidad de la que forma parte.

134 Los auténticos cambios sociales son efectivos y duraderos solo si están fundados sobre un cambio decidido de la conducta personal. No será posible jamás una auténtica moralización de la vida social si no es a partir de las personas y en referencia a ellas: en efecto, « el ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana ».[Catecismo de la Iglesia Católica, 1706] A las personas compete, evidentemente, el desarrollo de las actitudes morales, fundamentales en toda convivencia verdaderamente humana (justicia, honradez, veracidad, etc.), que de ninguna manera se puede esperar de otros o delegar en las instituciones. A todos, particularmente a quienes de diversas maneras están investidos de responsabilidad política, jurídica o profesional frente a los demás, corresponde ser conciencia vigilante de la sociedad y primeros testigos de una convivencia civil y digna del hombre.

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Únicos e irrepetibles

131 El hombre existe como ser único e irrepetible, existe como un « yo », capaz de autocomprenderse, autoposeerse y autodeterminarse. La persona humana es un ser inteligente y consciente, capaz de reflexionar sobre sí mismo y, por tanto, de tener conciencia de sí y de sus propios actos. Sin embargo, no son la inteligencia, la conciencia y la libertad las que definen a la persona, sino que es la persona quien está en la base de los actos de inteligencia, de conciencia y de libertad. Estos actos pueden faltar, sin que por ello el hombre deje de ser persona.

La persona humana debe ser comprendida siempre en su irrepetible e insuprimible singularidad. En efecto, el hombre existe ante todo como subjetividad, como centro de conciencia y de libertad, cuya historia única y distinta de las demás expresa su irreductibilidad ante cualquier intento de circunscribirlo a esquemas de pensamiento o sistemas de poder, ideológicos o no. Esto impone, ante todo, no sólo la exigencia del simple respeto por parte de todos, y especialmente de las instituciones políticas y sociales y de sus responsables, en relación a cada hombre de este mundo, sino que además, y en mayor medida, comporta que el primer compromiso de cada uno hacia el otro, y sobre todo de estas mismas instituciones, se debe situar en la promoción del desarrollo integral de la persona.

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Abiertos a la trascendencia

130 A la persona humana pertenece la apertura a la trascendencia: el hombre está abierto al infinito y a todos los seres creados. Está abierto sobre todo al infinito, es decir a Dios, porque con su inteligencia y su voluntad se eleva por encima de todo lo creado y de sí mismo, se hace independiente de las criaturas, es libre frente a todas las cosas creadas y se dirige hacia la verdad y el bien absolutos. Está abierto también hacia el otro, a los demás hombres y al mundo, porque sólo en cuanto se comprende en referencia a un tú puede decir yo. Sale de sí, de la conservación egoísta de la propia vida, para entrar en una relación de diálogo y de comunión con el otro.

La persona está abierta a la totalidad del ser, al horizonte ilimitado del ser. Tiene en sí la capacidad de trascender los objetos particulares que conoce, gracias a su apertura al ser sin fronteras. El alma humana es en un cierto sentido, por su dimensión cognoscitiva, todas las cosas: « todas las cosas inmateriales gozan de una cierta infinidad, en cuanto abrazan todo, o porque se trata de la esencia de una realidad espiritual que funge de modelo y semejanza de todo, como es en el caso de Dios, o bien porque posee la semejanza de toda cosa o en acto como en los Ángeles o en potencia como en las almas ».[Sto. Tomás de Aquino, Commentum in tertium librum Sententiarum, d. 27, q. 1, a. 4: « Ex utraque autem parte res immateriales infinitatem habent quodammodo, quia sunt quodammodo omnia, sive inquantum essentia rei immaterialis est exemplar et similitudo omnium, sicut in Deo accidit, sive quia habet similitudinem omnium vel actu vel potentia, sicut accidit in Angelis et in animabus »; cf. Id., Summa theologiae, I, q. 75, a. 5: Ed. Leon. 5, 201-203.]

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La unidad de la persona humana

127 El hombre ha sido creado por Dios como unidad de alma y cuerpo: [Cf. Concilio Lateranense IV, Cap. 1, De fide catholica: DS 800, p. 259; Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c. 1: De Deo rerum omnium Creatore: DS 3002, p. 587; Id., Ibídem, cánones 2. 5: DS 3022. 3025, pp. 592.593] « El alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo —“corpore et anima unus”— en cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará de la gloria; recuerdan igualmente el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales ».[Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 48: AAS 85 (1993) 1172]

128 Mediante su corporeidad, el hombre unifica en sí mismo los elementos del mundo material, « el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1035; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 364] Esta dimensión le permite al hombre su inserción en el mundo material, lugar de su realización y de su libertad, no como en una prisión o en un exilio. No es lícito despreciar la vida corporal; el hombre, al contrario, « debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1035] La dimensión corporal, sin embargo, a causa de la herida del pecado, hace experimentar al hombre las rebeliones del cuerpo y las inclinaciones perversas del corazón, sobre las que debe siempre vigilar para no dejarse esclavizar y para no permanecer víctima de una visión puramente terrena de su vida.

Por su espiritualidad el hombre supera a la totalidad de las cosas y penetra en la estructura más profunda de la realidad. Cuando se adentra en su corazón, es decir, cuando reflexiona sobre su propio destino, el hombre se descubre superior al mundo material, por su dignidad única de interlocutor de Dios, bajo cuya mirada decide su vida. Él, en su vida interior, reconoce tener en « sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma » y no se percibe a sí mismo « como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1966) 1036; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 363. 1703]

129 El hombre, por tanto, tiene dos características diversas: es un ser material, vinculado a este mundo mediante su cuerpo, y un ser espiritual, abierto a la trascendencia y al descubrimiento de « una verdad más profunda », a causa de su inteligencia, que lo hace « participante de la luz de la inteligencia divina ».[Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 15: AAS 58 (1966) 1036] La Iglesia afirma: « La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como la “forma” del cuerpo, es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza ».[Catecismo de la Iglesia Católica, 365] Ni el espiritualismo que desprecia la realidad del cuerpo, ni el materialismo que considera el espíritu una mera manifestación de la materia, dan razón de la complejidad, de la totalidad y de la unidad del ser humano.

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