Paz en la Tierra

La paz en la tierra, profunda aspiración de los hombres en todo tiempo, no se puede establecer ni asegurar si no se guarda íntegramente el orden establecido por Dios.

El progreso de las ciencias y los inventos de la técnica nos manifiestan, ya el maravilloso orden que reina en los seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza, ya la excelencia del hombre que descubre este orden y crea los medios aptos para adueñarse de aquellas fuerzas y reducirlas a su servicio.

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El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado

¡[Jesucristo] Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: “Y vio Dios ser bueno”. El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre —el mundo que, entrando el pecado está sujeto a la vanidad— adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, “amó Dios tanto al mundo, que le dio su unigénito Hijo”. Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo. ¿Es posible que no nos convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de “la creación entera que hasta ahora gime y siente dolores de parto” y “está esperando la manifestación de los hijos de Dios”, acerca de la creación que está sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de dominación del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá el mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión “a la vanidad”? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo que “gime y sufre” y “está esperando la manifestación de los hijos de Dios”?

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Preservad la santidad de la familia

Tres cosas vamos a deciros en este saludo. Vivid en gracia; preservad la santidad de la familia; mantened la unión y la concordia en vuestra sociedad.

La vida del hombre tiene un sentido cuando éste coloca a Dios como meta última de sus aspiraciones, pone como base su amistad con El y hace discurrir su andar diario por el cauce de sus mandamientos y deseos. Nos gustaría estar ahora ahí, en medio de vosotros, para mostrar a unos la página evangélica del hijo pródigo, a otros la escena de Jesús con los niños cuyos ángeles siempre ven a Dios, para repetiros el sermón de la Montaña… Vivid, os diremos solamente, la vida cristiana en toda su hondura y realismo. Nunca olvidéis la enseñanza fundamental de estos días: Jesucristo, con su sangre, nos ha traído del Cielo el supremo don de la gracia y “nos ha hecho merced de las más preciosas y ricas promesas para hacernos así partícipes de la divina naturaleza” (2Pe 1, 4).

Acercad cada día vuestros labios a los divinos manantiales de la vida sobrenatural y tomad el alimento vital del alma que se da en los sacramentos, eliminando todo lo que impide eficacia o disminuye vuestro esfuerzo por conseguir los frutos de la Redención de Cristo. Que cada uno de vosotros se sienta como obligado a atraer al hermano alejado, a enseñarle a revalorizar la propia fe, a profundizar en una más consciente responsabilidad de sus exigencias, a saborear en pleno la grandeza del credo católico.

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Manual del Misionero

Tarea sublime

Es ya hora, amadísimos hijos, de hablar a ustedes, todos cuantos trabajan en la viña del Señor, a cuyo celo, juntamente con la propagación de la verdad cristiana, está encomendada la salvación de innumerables almas.

Sea lo primero, y como base de todo, procurar formarse cabal concepto de la sublimidad de la misión recibida, que debe absorber todas sus energías.

Misión verdaderamente divina, cuya esfera de acción se remonta muy por encima de todas las mezquindades de los intereses humanos, ya que el fin que ustedes buscan es llevar la luz a los pueblos sumidos en sombras de muerte y abrir la senda de la vida a quienes de otra suerte se despeñarían en la ruina.

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El Corazon de Cristo supo palpitar de amor

Si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero Cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana, ni afectos humanos.

No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; sus sentimientos, sin embargo, estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía.

A menos que uno reflexione bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, y bajo la luz que procede de la Redención del hombre, que complementa la anterior, podría parecer a algunos escándalo y necedad el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido.

Pero, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, el Credo, y también otros Símbolos de la Fe, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer y morir, principalmente por una razón: el Sacrificio de la cruz, donde El deseaba ofrecer el sacrificio que completa la obra de la salvación de los hombres.

[Pío XII. Adaptación del n. 12 de su Encíclica Haurietis Aquas]

La oracion no es algo accesorio

En su diálogo íntimo con el Padre, Jesús no huye de la Historia, no huye de la misión por la que ha venido al mundo, aunque sabe que para llegar a la gloria deberá pasar por la cruz. Más aún, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriéndose con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos muestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad a la de Dios.

Por tanto, para un cristiano orar no equivale a evadirse de la realidad y de las responsabilidades que implica, sino asumirlas a fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. Por eso, la transfiguración es, paradójicamente, la verificación de la agonía en Getsemaní (cf. Lc 22, 39-46). Ante la inminencia de la Pasión, Jesús experimentará una angustia mortal, y aceptará la voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. En efecto, Cristo suplicará al Padre celestial que “lo salve de la muerte” y, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, “fue escuchado por su actitud reverente” (Hb 5, 7). La resurrección es la prueba de que su súplica fue escuchada.

Queridos hermanos y hermanas, la oración no es algo accesorio, algo opcional; es cuestión de vida o muerte. En efecto, sólo quien ora, es decir, quien se pone en manos de Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo.

[Benedicto XVI. Angelus del 4 de Marzo de 2007]

Morir a si mismo para servir mas plenamente a Dios

Como el altar de esta iglesia, también nosotros, [los sacerdotes y religiosos], fuimos consagrados, puestos “aparte” para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios “aparte”. En nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.

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Sin una verdad trascendente queda abierto el camino al totalitarismo

El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. Entonces el hombre es respetado solamente en la medida en que es posible instrumentalizarlo para que se afirme en su egoísmo.

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La mision de la Iglesia apenas esta empezando

La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. A finales del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio. Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios: « Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio! » (1 Corintios 9, 16).

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La Verdad y la Humildad

“Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha., El estuvo echando cálculos: ¿Qué hago? No tengo dónde almacenarla”. Y entonces se dijo: Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, construiré otros más grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego podré decirme: “Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date la buena vida”. Pero Dios le dijo: Insensato, esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quien será? Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y para Dios no es rico” (Lucas 12,16-21).

El hombre rico de esta parábola sin duda es inteligente, conoce sus propios asuntos. Sabe calcular las posibilidades del mercado; tiene en consideración los factores de inseguridad tanto de la naturaleza como del comportamiento humano; sus reflexiones están bien pensadas, y el éxito le da la razón.

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Jesucristo es el centro de la historia y del universo

¡Ay de mi si no anuncio el Evangelio! Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy Apóstol y Testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios Vivo; Él es quien nos ha revelado al Dios Invisible, Él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en Él. Él es también el Maestro y Redentor de los hombres; Él nació, murió y resucitó por nosotros.

Él es el centro de la historia y del Universo; Él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro Juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.

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