LA GRACIA del Miércoles 15 de Noviembre de 2017

La culminación de la fe no está en quedarnos con lo que necesitamos sino quedarnos con el Dios de quien proceden todos los bienes.

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Si alguien no cree en Dios, ¿está contaminado todo lo que piense o haga?

Como ya hemos expuesto (1.2 q.85 a.2 y 4), el pecado mortal quita la gracia santificante, pero no destruye del todo el bien de la naturaleza. Por eso, siendo la infidelidad un pecado mortal, los infieles están privados, en realidad, de la gracia, pero permanece en ellos algún bien de la naturaleza. De ahí que no implica que pequen en todos sus actos; pecan, sin embargo, siempre que realicen cualquier obra movidos por su infidelidad. Del mismo modo que quien tiene fe puede cometer algún pecado mortal o venial en una acción que no vaya encaminada al fin de la fe, el infiel puede realizar alguna acción buena en las cosas que no tengan relación con el fin de la infidelidad (S. Th., II-II, q.10, a.4, resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

¿Perder la fe es lo peor que le puede suceder a una persona?

Todo pecado, como hemos expuesto (1-2 q.71 a.6; q.73 a.3 ad 3), consiste en la aversión a Dios. De ahí que tanto más grave es el pecado cuanto más aleja al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad es la que más aleja a los hombres de Dios, ya que les priva hasta de su auténtico conocimiento, y ese conocimiento falso de Dios no le acerca a El, sino que le aleja. Ni siquiera puede darse que conozca a Dios en cuanto a algún aspecto quien tiene de El una opinión falsa, ya que lo que piensa no es Dios. Es, pues, evidente que la infidelidad es el mayor pecado de cuantos pervierten la vida normal, cosa distinta a lo que ocurre con los pecados que se oponen a las otras virtudes teologales, como se verá después. (S. Th., II-II, q.10, a.3, resp.)


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¿En qué parte del corazón humano se produce la resistencia a tener fe?

Como ya expusimos en su lugar (1-2 q.74 a.1 y 2), el pecado tiene como sujeto la potencia que es principio de su acto. Ahora bien, el acto de pecado puede tener un doble principio. Uno, primero y universal, que impera todos los actos de pecado; este principio es la voluntad, ya que todo pecado es acto voluntario. Otro, propio y próximo, y es el que pone el acto del pecado. Así, el apetito concupiscible es el principio de la gula y de la lujuria, y en ese sentido se dice que la gula y la lujuria están en el apetito concupiscible. Pues bien, el hecho de disentir, acto propio de la infidelidad, reside en el entendimiento, pero movido por la voluntad, lo mismo que el asentir. Por eso, la infidelidad, lo mismo que la fe, reside, como en sujeto próximo, en el entendimiento; en la voluntad, en cambio, como en su primer principio motivo. De este modo se dice que reside todo pecado en la voluntad. (S. Th., II-II, q.10, a.2, resp.)


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¿Es pecado negarse a creer? ¿Por qué y qué tan grave es?

La infidelidad puede tener doble sentido. Uno consiste en la pura negación, y así se dice que es infiel quien no tiene fe. Puede entenderse también la infidelidad por la oposición a la fe: o porque se niega a prestarle atención, o porque la desprecia, a tenor del testimonio de Isaías: ¿Quién dio crédito a nuestra noticia? (Is 53,1). En esto propiamente consiste la infidelidad, y bajo este aspecto es pecado.

Pero si tomamos la infidelidad en sentido puramente negativo, como es el caso de quien jamás oyó hablar de la fe, no es pecado, sino más bien castigo, ya que esa ignorancia de las realidades divinas es consecuencia del pecado del primer hombre. Mas quienes son infieles por esa razón, sufren en realidad el castigo por otros pecados que no se pueden perdonar sin la fe, pero no por el pecado de infidelidad. De ahí las palabras del Señor: Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de pecado (Jn 15,22). Y San Agustín, comentando estas palabras, dice que habla del pecado de no haber creído en Cristo. (S. Th., II-II, q.10, a.1, resp.)


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LA GRACIA del Lunes 25 de Septiembre de 2017

Nuestra fe crece al compartirla y estos son tiempos para vivirla con coherencia, discreción y madurez; sin esconderla sino mostrando con alegría y serenidad a Aquel en quien creemos.

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¿Qué frutos del Espíritu Santo vienen propiamente con la fe?

Como hemos expuesto al hablar de los dones (1-2 q.70 a.1), los frutos del Espíritu Santo son ciertas realidades últimas y deleitables que se dan en nosotros provenientes del Espíritu Santo. Ahora bien, lo último y deleitable tiene razón de fin, y el fin es el objeto propio de la voluntad. Por eso, lo último y deleitable en el plano de la voluntad debe ser, de alguna manera, fruto de cuanto corresponde a las actividades de las demás potencias. De ahí que el don o la virtud que perfecciona una potencia puede ofrecer doble fruto: uno, propio de esa potencia; otro, como último, propio de la voluntad. En consecuencia, debemos concluir que al don de entendimiento corresponde, como fruto propio, la fe, es decir, la certeza de la fe; pero como fruto último le corresponde el gozo, el cual atañe a la voluntad. (S. Th., II-II, q.8, a.8, resp.)


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¿Cómo se relaciona el don de entendimiento con los demás dones?

Es evidente la distinción entre el don de entendimiento y los dones de piedad, fortaleza y temor; el de entendimiento pertenece a la potencia cognoscitiva; los otros tres, a la apetitiva. No es, en cambio, tan evidente la diferencia entre el don de entendimiento y los otros que pertenecen también a la potencia cognoscitiva, es decir, los de sabiduría, ciencia y consejo. Hay quienes piensan que el de entendimiento se distingue de los dones de sabiduría y de consejo porque estos dos corresponden al conocimiento práctico; aquél, en cambio, al especulativo. Se distingue, no obstante, del don de sabiduría, que se refiere también al conocimiento especulativo, porque a la sabiduría corresponde el juicio, y al entendimiento la capacidad de percepción de las cosas que se le proponen o de la penetración íntima de las mismas. A tenor de esto hemos reseñado más arriba (1-2 q.68 a.4) el número de los dones. Pero si nos fijamos bien, el don de entendimiento no se refiere solamente a la especulación, sino también a lo operable, como queda dicho (a.3); la sabiduría, por su parte, comprende también ambas cosas, como se dirá luego (q.9 a.3). Por lo tanto hay que establecer otra base de distinción de los dones.

Efectivamente, estos cuatro dones de que hablamos se ordenan al conocimiento sobrenatural, que tiene su base en la fe. Ahora bien, en palabras del Apóstol, la fe viene de la predicación (Rom 10,17), y, por lo tanto, al hombre se le deben proponer algunas cosas para creerlas; no como cosas vistas, sino como oídas, para que les preste su asentimiento. Por otra parte, la fe, primera y principalmente, es acerca de la Verdad primera; secundariamente, sobre cosas que conciernen a las criaturas; y por último se extiende también a la dirección de las acciones humanas en cuanto que actúa por la caridad, como hemos dicho (a.3; q.4 a.2 ad 3). En consecuencia, son dos las cosas que se requieren de nuestra parte respecto de lo que se nos propone para creer. Primero: que sean penetradas y captadas por el entendimiento, y ésta es función del don de entendimiento. Segunda: que el hombre se forme de ellas un juicio recto, hasta el punto de considerar buena la adhesión a las mismas, y que se deben rechazar los errores opuestos. Este juicio, cuando se refiere a las cosas divinas, corresponde en realidad al don de sabiduría; al don de ciencia, si se trata cosas creadas; al don de consejo, cuando se propone su aplicación a las acciones singulares. (S. Th., II-II, q.8, a.6, resp.)


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Vamos a aprender de la mujer cananea

Grandes virtudes podemos aprender de esta mujer cananea del Evangelio: (1) Ella obró por caridad hacia su hija; la caridad está dispuesta a sacrificarse por el bien de los que ama. (2) Ella fue humilde. Recuerda que el tamaño de tu humildad es la profundidad de la vasija que Dios llenará de bendición. (3) A pesar del rechazo que podía sentir, esta mujer no apartó su confianza de Jesucristo. Inmensa fue su fe.

Consejos de vida nueva en Cristo

Al entrar en la tierra prometida, Josué nos deja tres grandes enseñanzas: (1) La lucha contra los ídolos estuvo en Egipto; estará en Canaán, y seguirá en todas partes. La fe perseverante siempre encontrará resistencia. (2) Esa lucha por la fe se logra mejor en familia. (3) El rechazo y liberación de nuestras idolatrías tiene que empezar aquí y ahora.

Diez pensamientos sobre la fe

¡La hermosa riqueza del don de la fe!

  1. Nuestra fe no es autoconvicción, programación neuronal o autosugestión. Es el don de responder al regalo de un Dios que se revela.
  2. La fe no es un poder que Dios te da para lo que tú quieras; es la posibilidad bendita de ser disponible para su plan, que es mejor.
  3. La fe no es una renuncia al conocimiento, a la razón o a la evidencia; sino una lectura mucho más profunda de lo que vemos y sabemos.
  4. La fantasía o el pensar con el deseo empiezan en el hombre y por eso también proyectan sus defectos. Eso tenían los paganos y eso NO es fe.
  5. La fe no es simple repetición de ideas palabras aunque brota de la predicación de la Iglesia; sólo existe como un don fresco en cada creyente; como si Dios lo creara para cada persona.
  6. La fe es regalo que rehace a la persona y a la vez construye a la comunidad: completamente personal y totalmente comunitario.
  7. El conocimiento que da la fe no es una apuesta ni es fruto de anhelos, ignorancias o miedos; es certeza pero no construida sino recibida.
  8. No se puede propiamente tener fe sino en Dios y por don suyo; lo demás es impostura de la imaginación o de la cultura dominante.
  9. La fe es un regalo inmerecido pero irrevocable–desde Dios; aunque frágil y amenazado–desde el hombre.
  10. La fe es árbol que crece en su raíz, por la escucha; en su tronco por la coherencia; y en sus frutos, por la caridad.

Todos los que están en gracia, ¿tienen el don de entendimiento?

Es necesario que cuantos poseen la gracia tengan también rectitud de voluntad, porque la gracia prepara la voluntad del hombre para el bien, como afirma San Agustín. La voluntad no puede ir, sin embargo, encaminada hacia el bien si no preexiste algún conocimiento de la verdad, pues su objeto es el bien captado por el entendimiento, como expone el Filósofo en III De An.. Y así como el don de caridad del Espíritu Santo dispone la voluntad para orientarse directamente hacia un bien sobrenatural, así también, por el don de entendimiento, ilustra la mente humana para que conozca la verdad sobrenatural, hacia la cual debe ir orientada la voluntad recta. Por eso, como el don de caridad se da en cuantos tienen la gracia santificante, se da también el don de entendimiento. (S. Th., II-II, q.8, a.4, resp.)


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¿El don de entendimiento es solamente especulativo o tiene aplicaciones en la vida concreta?

Como ya hemos dicho (a.2), el don de entendimiento no versa solamente sobre las cosas que de forma directa y principal incumben a la fe, sino también a todo cuanto está ordenado a ella. Ahora bien, las acciones humanas tienen alguna relación con la fe, puesto que, como afirma el Apóstol, la fe actúa por la caridad (Gal 5,6). Por lo tanto, el don de entendimiento abarca también lo particular operable. Sobre esto no actúa de manera principal, sino en cuanto que en nuestro obrar actuamos, según San Agustín en XII De Trin., por las razones eternas a las que se adhiere la razón superior contemplándolas y consultándolas. La perfección de esta razón superior es obra del don de entendimiento. (S. Th., II-II, q.8, a.3, resp.)


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¿Puede coexistir la fe con el don de entendimiento?

En el caso presente se debe establecer doble distinción: una por parte de la fe, y otra por parte del entendimiento. Por parte de la fe, a su vez, hay que distinguir dos cosas: las que por sí mismas y de manera directa le incumben y que exceden a la razón natural; por ejemplo, que Dios es uno y trino, o que el Hijo se encarnó; y las que están ordenadas de alguna manera a la fe, como es todo cuanto está en la Escritura. Por parte del entendimiento cabe decir también que hay dos formas de entender las cosas. Una de ellas, perfecta, como cuando conocemos la esencia de la cosa entendida o la verdad de un enunciado intelectual como es en sí. Las cosas que corresponden a la fe no las podemos entender de esta forma, mientras dure el estado de fe; podemos, en cambio, entender lo que está ordenado a la fe. Pero hay otro modo, imperfecto, de entender una cosa; es decir, cuando desconocemos su esencia misma o la verdad de una proposición; no se conoce qué es ni cómo, y, sin embargo, se conoce que lo que aparece exteriormente no es contrario a la verdad. En el caso de la fe, comprende el hombre que no debe apartarse de ella por las dificultades que ve exteriormente. En ese sentido no hay inconveniente alguno en que, mientras dure el estado de fe, haya también inteligencia sobre las verdades que, por sí mismas, pertenecen a la fe. (S. Th., II-II, q.8, a.2, resp.)


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