La plenitud de los tiempos

La plenitud de los tiempos

Todas las grandes intervenciones de Dios en la antigua alianza estaban orientadas a la intervención definitiva y plena de Dios, hacia «aquel que había de venir» hacia el Mesías que establecería el Reino de Dios en el mundo. Este momento -la plenitud de los tiempos- aconteció cuando «Dios envió a su Hijo nacido de una mujer» (Gál. 4,4-5).

De hecho, el Antiguo Testamento es una preparación y todo en él anuncia a Cristo y confluye en Cristo. Él es el centro del plan de Dios (Ef. 1,3-19; 3,1-12). Con él han llegado los «últimos tiempos» (Heb. 1,2), el «tiempo de la salvación» (2Cor. 6,2). Con su muerte se realiza la victoria de Dios sobre el mal y sobre Satanás (Jn. 12,31; 16,11). En Él Dios realiza la alianza nueva y eterna (Mc. 14,22-23). Con Él se abre el paraíso, tanto tiempo cerrado (Lc. 23,42-43). Por Él se nos da el Espíritu, que transforma el hombre dándole la nueva vida y realizando la nueva creación (Jn. 19,30-34; 20,22; 3,5; 7,37-39). Él es el centro de la historia, “el Principio y el Fin”, “el Alfa y la Omega” (Ap. 22,13). Él es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb. 13,8), “el que era y es y viene” (Ap. 1,8), continúa presente en su Iglesia y «no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvos» (Hech. 4,12).

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El Israel espiritual

El Israel espiritual

Tras la vuelta del exilio el pueblo de Israel deja sus ilusiones nacionalistas para convertirse en una comunidad religiosa en torno a la ley, el templo y el sacerdocio. De hecho, a excepción del breve periodo de independencia bajo los asmoneos (163-67 a.C.), Palestina estará siempre a merced de los dueños de turno.

1.- Datos históricos

Los datos que nos ofrece la Biblia sobre el periodo que abarca desde el decreto de Ciro permitiendo la vuelta de los desterrados a Jerusalén (538 a.C.) hasta la época del Nuevo Testamento es bastante escasa. Se limita a algunos periodos privilegiados.

El año 539 el imperio babilónico cae ante el empuje del joven imperio persa. Inmediatamente (538) su emperador Ciro publica un edicto permitiendo a los judíos volver a su patria (Esd. 1,2-4). Muchos prefieren quedarse en Babilonia, donde ya estaban instalados. Algunos deciden regresar, pero encuentran muchas dificultades para instalarse, debido a que los habitantes anteriores se sienten perjudicados.

Se comienza la reconstrucción del templo, pero surgen las dificultades y cunde el desaliento. Sólo bajo el impulso de los profetas Ageo (520) y Zacarías (520-518) se culmina dicha reconstrucción. Por otra parte, Zacarías centra la promesa sobre el Sumo Sacerdote Josué dando predominio a la dimensión religiosa sobre la político-nacional (al principio habían existido ilusiones de restauración nacional con Zorobabel, de la familia de David, pero desaparecen con su muerte y las numerosas dificultades de los repatriados).

Tras la reconstrucción del templo existe una situación de moralidad degradada (Mal. 1-3). Es entonces cuando llega a Jerusalén Nehemías como gobernador (445-443) con el encargo de reconstruir la muralla de la ciudad, cosa que logra a pesar de la oposición (Neh. 4,12-23). Además realiza una profunda reforma religiosa rigorista y para apoyarla es enviado Esdras, «sacerdote escriba» (428); con permiso del rey persa, da a los judíos la ley del Dios Altísimo como su estatuto jurídico (Esd. 7,12-26).

También al imperio persa le llegaría su fin con la conquista relámpago de Alejandro Magno (340-326). Pero como éste muere pronto y su imperio se reparte entre sus cuatro generales, Palestina queda al principio bajo los ptolomeos de Egipto. Es disputada por su condición de lugar de paso y, tras un siglo de pacífico dominio egipcio, queda bajo el control de los seléucidas de Siria.

El enfrentamiento entre la comunidad judía y la cultura griega era inevitable antes o después. La crisis salta con Antioco IV Epífanes, empeñado en helenizar sus reino. Necesitado, además, de recursos económicos, saquea el templo de Jerusalén llevándose sus tesoros y objetos sagrados y dicta una serie de medidas vejatorias contra la comunidad judía (deroga la ley judía, establece la pena de muerte por la circuncisión y la observancia del sábado, coloca una estatua de Zeus en el templo de Jerusalén).

Ante esto, los judíos fieles reaccionan con el martirio (algunos prefieren la muerte antes que traicionar sus creencias) o con la rebelión armada. Esta, iniciada por Matatías y continuada por sus hijos, especialmente Judas el Macabeo, logra la liberación del territorio y la independencia nacional, estableciendo la dinastía de los asmoneos, que reina cerca de un siglo (163-67 a.C.)

Los asmoneos establecerán una serie de luchas por la sucesión en el trono que provocarán la intervención de Roma. El año 63 a.C. Pompeyo conquista Jerusalén, y Roma se hace dueña de Palestina. En adelante el reino de Judea dependerá del capricho o del interés de Roma; de hecho, el año 37 llegará al trono un extranjero, Herodes, con el que llegamos a la época de Jesús.

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La prueba del exilio

1.- Los hechos

El año 597 Nabucodonosor conquistó Jerusalén y deportó al rey Joaquín y a los magnates de la población (2Re. 24,15-16). Unos años después, el nuevo rey Sedecías, tío de Joaquín, faltando a su palabra conspiró contra el soberano caldeo; si la primera deportación había intentado impedir una sublevación, cuando esta sucede Nabucodonosor actúa más drásticamente: se ve obligado a emprender una nueva ofensiva, asediando y tomando la ciudad Santa en el año 587; la victoria fue seguida de una nueva deportación(2Re. 25, 11-12). Y todavía hay una tercera deportación, en el año 582, probablemente como represalia por la muerte de Godolías, el gobernador puesto por Nabucodonosor sobre Judá.

Quizá el número de deportados no pasase de 20.000. Pero teniendo en cuenta la escasa población de Judá y que además fueron exiliados los más influyentes, las cabezas del pueblo en el aspecto político, social, religioso y económico, la Biblia puede afirmar con razón que todo Judá «fue llevado cautivo lejos de su tierra» (2 Re. 25,21).

Lo más grave de estos hechos y lo más duro para el pueblo de Israel es que humanamente hablando significan el fin de Israel, su destrucción como pueblo: lo más escogido de Israel vive en el exilio, en tierras extrañas, lejos del país que Dios había donado a los hijos de Abraham; el templo, morada de la presencia divina y centro del culto de Israel, está en ruinas; el rey, descendiente de David y representante de Yahveh, ha sido destronado, hecho cautivo y castigado cruelmente (2Re. 25,6-7); la capital del reino, la ciudad santa de Jerusalén, ha sido arrasada. La nación, como tal, ha dejado de existir.

Más aún: todo ello supone una grave prueba para la fe de Israel. Parece que Dios se ha olvidado de su pueblo (Sal. 77,8-11), que se ha olvidado de la Palabra dada, de las promesas hechas a David y a sus descendientes. Parece que está airado contra su pueblo (Sal. 79,5; 80,5). Parece que Yahveh es más débil que Marduk, el dios de los caldeos, los cuales se burlan cruelmente de los israelitas (Sal. 42,11; 80,7). Parece que los atributos más propios de Dios -la misericordia y la fidelidad- quedan contradichos. Y cunde el desaliento: «Andan diciendo -toda la casa de Israel-: se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros» (Ez. 37,11).

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La boca de Yahveh, los profetas

La boca de Yahveh: los profetas

A lo largo de la historia de la salvación los profetas han desempeñado un papel fundamental. En la Antigua alianza ellos son un punto de referencia decisivo para el pueblo de Dios en las épocas más difíciles de su historia; se sitúan entre el siglo VIII y el siglo II a.C., aunque las figuras más representativas viven entre el siglo VIII y el siglo V. Ellos son los portavoces de Yahveh en medio de las circunstancias en que les toca vivir, iluminando, denunciando, suscitando esperanza… Tienen conciencia de que su mensaje no proviene de sí mismos, sino de que ellos son simple y escuetamente «la boca de Yahveh», el instrumento a través del cual el Dios de la alianza no deja de hablar a su pueblo.

1.- Los profetas en su tiempo

Es imposible entender a los profetas fuera de su contexto histórico. Aunque su mensaje tenga valor universal por ser revelación de Dios, sin embargo no se puede entender abstraído de su contexto, pues su palabra responde a circunstancias muy concretas históricas, sociales y religiosas.

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Ungidos de Yahveh

Ungidos de Yahveh: David y la monarquía

1.- Datos históricos

Ya hemos visto cómo la conquista de Canaán fue lenta y progresiva. Poco a poco, las tribus se van instalando en la Tierra prometida. Durante bastante tiempo -unos 200 años- cada tribu conserva su autonomía y su independencia. Pero se sienten hermanas, aglutinadas por un vínculo religioso en torno al principal santuario común en Silo donde también hay una especie de consejo de ancianos para dirimir los posibles litigios entre las tribus. Esta hermandad se expresa también en la ayuda militar que se prestan mutuamente cuando alguna de las tribus se encuentra amenazada por los enemigos de alrededor. Esta es la situación que refleja el libro de los Jueces.

Sin embargo, esta situación es bastante precaria. Y se percibe sobre todo ante la amenaza y la presión de los filisteos. Este pueblo llegado a Palestina poco después de los hebreos e instalados en la franja costera suroccidental, pretende hacerse dueño del territorio ocupado por las tribus israelitas. Ante la presencia de este enemigo, superior en fuerza y en técnica guerrera, las tribus deciden unirse bajo una cabeza común. Esto ocurre a finales del siglo XI a.C., cuando Samuel unge a Saúl como primer rey de Israel.

Tras una serie de actuaciones fulgurantes que consolidan al pueblo de Israel, Saúl cae en desgracia; una serie de actuaciones desacertadas, fruto de su desequilibrio psíquico -usurpación de las funciones sacerdotales, persecución de David, asesinato de los sacerdotes de Nob…- le hacen caer en descrédito. Cuando mueren él y su hijo Jonatán luchando con los filisteos en los montes de Gelboé, David es aclamado rey.

David reina en Hebrón durante siete años como rey de Judá, pero finalmente es aceptado como rey también por las tribus del norte. Con David se afianza la unidad de las tribus y el poderío de Israel. Conquista los enclaves cananeos que todavía permanecían en el territorio israelita desde la época de la entrada de las tribus en Canaán. Conquista Jerusalén y la convierte en capital religiosa y política de Israel con gran acierto, pues hace de bisagra entre las tribus del norte y las del sur. Sobre todo, libera a Israel de manera definitiva de la presión de los filisteos, convirtiéndolos en vasallos. Finalmente, unificado y consolidado el reino, la emprende con los enemigos de alrededor que tanto habían molestado a Israel en épocas anteriores; así somete a Amón, Moab, Edóm, las tribus arameas y los sirios.

Por medio del profeta Natán, Yahveh sella alianza con David (2 Sam. 7), concretando la alianza establecida con todo el pueblo y prometiéndole que sus descendientes reinarán por siempre como ungidos de Yahveh.

A David le sucede su hijo Salomón, que conserva la unidad y estabilidad del reino, alcanzando un notable desarrollo económico y construyendo el templo de Jerusalén. Pero a su muerte (año 931 a.C.), se derrumba la unidad política con el cisma de Jeroboam, constituyéndose dos reinos, el del norte o de Israel (que durará hasta que en el año 721 caiga en manos de los asirios) y el del Sur o de Judá (que durará hasta el año 587, en que será conquistado por los babilonios). A partir del cisma ambos reinos seguirán caminos paralelos, a veces aliados y a veces enfrentados.

En realidad, el descontento ya existía durante el reinado de Salomón. El lujo y la fastuosidad de su corte le llevaron a exigir impuestos desmedidos e incluso prestaciones personales. A su muerte, las tribus del norte exigen a su hijo Roboán una mejora de las condiciones de vida; pero como el nuevo rey no accede, mostrándose inflexible, las diez tribus del norte se rebelan y se independizan acaudillados por Jeroboam.

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El dificil camino hacia la posesion de la tierra

Liberado de la esclavitud y vinculado a Yahveh en alianza santa, el pueblo de Dios prosigue su camino. Ya antes de la Alianza (Éx. 15-18) el pueblo avanza por el desierto, y después de concluida proseguirá su peregrinación: 40 años -es decir, aproximadamente el tiempo de una generación- durará esta etapa de la historia de Israel. Pero esta peregrinación tiene una meta: la Tierra que el Señor había prometido a los padres ya desde antiguo (Gén. 12,7; 17,8). Ambos hechos («el Señor nos condujo por el desierto»; «el Señor nos dio una tierra que mana leche y miel») serán en adelante parte esencial de la fe de Israel, es decir, de aquellos acontecimientos fundamentales en que los israelitas vieron claramente la mano de Yahveh actuando en su favor.

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De la servidumbre al servicio

Después de la historia de Abraham (Gén. 12-25), el libro del Génesis nos refiere la de Isaac y Jacob (Gén. 25-36); después del padre del pueblo elegido, estos dos patriarcas son los depositarios de las promesas divinas, y con ellos continúa la historia de la salvación. También ellos prosiguen una existencia seminómada en Canaán como pastores de ganado menor que se desplazaban según las estaciones del año. Finalmente el hambre obliga a Jacob y a sus hijos a marchar a Egipto y a instalarse allí (ver también la historia de José: Gén. 37-50).

La Biblia guarda silencio acerca del largo período -más de 400 años- en que los hebreos permanecieron en Egipto; quizá no hay ninguna intervención especial de Dios que reseñar. La narración se reanuda con el relato de la opresión del pueblo hebreo (Ex.1). Esta situación va a ser la ocasión de una nueva y clamorosa intervención de Dios; la liberación de la esclavitud de Egipto será para todas las generaciones posteriores el hecho fundamental al que se referirá la fe de Israel (Dt. 26,5-8); el «Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob» será a partir de ahora el «Dios que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre» (Ex. 20,1).

1.- El éxodo y la historia

Lo que se nos narra en la Biblia encaja perfectamente con lo que conocemos por otras fuentes extrabíblicas.

La bajada de Jacob y sus hijos a Egipto coincide con las noticias de que algunos pueblos semitas se introdujeron hacia 1700 a.C. en Egipto. Estos pueblos, los hicsos, dominaron durante casi dos siglos el país, hasta que finalmente fueron expulsados.

Los hebreos y otros grupos semitas permanecieron en el delta del Nilo. Pero el hecho de que hubieran sido aliados o colaboradores de los hicsos y la necesidad de abundante mano de obra para las nuevas construcciones provocó que se dictasen medidas opresoras contra ellos y que fueran convertidos en esclavos. Aunque no lo sepamos con certeza, es posible que el faraón que inició la persecución fuera Seti I (1309-1290) y que en el reinado de su sucesor, Ramsés II (1290-1224), se produjera el éxodo.

En esa situación de opresión es perfectamente verosímil que los hebreos anhelasen la libertad perdida de su antigua vida seminómada. Cuando por fin surge el caudillo capaz de guiarlos, una serie de circunstancias providenciales, en las que era fácil descubrir la mano de Dios, hacen que el faraón les deje salir.

Es indiscutible que lo que constituye la parte esencial del Éxodo, la base de estas narraciones, son los hechos concretos y reales; si negamos la realidad histórica de estos hechos resulta incomprensible la historia posterior de Israel. Las narraciones del Éxodo mantienen una fidelidad sustancial a los acontecimientos realmente ocurridos.

Ahora bien, sobre la base de este núcleo histórico, al autor sagrado lo que le interesa es extraer el mensaje religioso que esos acontecimientos encierran en cuanto intervención de Yahveh. Por eso, con un tono épico, de epopeya religiosa, subraya y acentúa lo grandioso de las acciones de Dios. Para recalcar más la intervención de Dios el autor sagrado omite muchas veces los medios o causas segundas de que se ha servido. Por ejemplo, algunas plagas (ranas, mosquitos, langostas…) son relativamente normales y frecuentes en Egipto; no obstante, estos azotes debieron producirse en un grado nunca visto, de manera que manifestaban patentemente «la mano de Yahveh». Por lo demás, no se debe excluir que hayan existido intervenciones prodigiosas y maravillosas en sentido estricto.

2.- La liberación de la esclavitud

Los primeros 15 capítulos del Éxodo nos refieren la liberación del pueblo de Israel; una liberación en que Dios tiene la iniciativa de principio a fin; una liberación en la que Él es el verdadero protagonista; una liberación que servirá de paradigma o punto de referencia para todas las etapas siguientes de la historia de salvación.

Después de descubrir la situación de opresión, que se hace cada vez más aguda e insoportable (c. 1), el autor sagrado dice: «Oyó Dios sus gemidos y se acordó Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob y miró Dios a los hijos de Israel y conoció…» (Éx. 2,23-25). Dios se hace cargo de la situación y se dispone a tomar cartas en el asunto; porque Dios oye, se acuerda, mira y conoce, la historia de la salvación se pone en marcha de nuevo; Dios tiene un plan que va a comenzar a ejecutarse.

En realidad, ese plan ya está en marcha. Pues antes de los versículos citados se nos ha narrado cómo Dios ha suscitado al que va a ser instrumento de su acción liberadora, Moisés (c.2). En los capítulos siguientes asistimos a la «educación» de Moisés por parte de Dios para que llegue a ser instrumento dócil de sus planes; desde el c. 3, en que Dios le llama y le revela sus designios de salvación, vamos siendo testigos de la transformación de Moisés como enviado de Dios.

El plan de Dios incluye dificultades y obstáculos, algunos de los cuales parecen insalvables. Parecería que al intervenir Dios todo debe funcionar con absoluta facilidad. Sin embargo, no es así: el Faraón se opone a los planes de Moisés, los mismos israelitas no le hacen caso, la situación se complica cada vez más… A través de todas estas dificultades, humanamente insuperables, Moisés va aprendiendo -y nosotros con él- que sólo Dios puede salvar; la iniciativa y las argucias humanas fracasan y experimentan su propia impotencia; en cambio, el plan del Señor se abre paso y avanza, aunque sea por caminos desconcertantes.

De hecho, este es el significado de la historia de las plagas (c. 7-11). El autor sagrado nos había recordado que las dificultades a Dios no le resultaban imprevistas: «Ya sé yo que el rey de Egipto no os dejará ir …» (Éx. 3,19). Más aún, nos indicaba que esas dificultades eran ocasión para que manifestase más palmariamente su gloria (Éx. 7,3-5). Ahora, mediante las plagas, Dios comienza a dar signos de que está vivo, de que está presente, de que es poderoso… El que recapacite descubrirá que en ellas está presente «el dedo de Dios» (Éx. 8,15), que Dios está interviniendo; el que no quiera reconocer la mano de Dios y se obstine, tendrá que reconocer esa intervención de Dios a la fuerza, pues se impone por su propio peso, pero ya será demasiado tarde (c.14).

Antes de salir de Egipto, el pueblo celebra la fiesta de la Pascua (c. 12-13). Pascua significa «paso»: Dios ha pasado salvando a su pueblo, y el pueblo celebra festivamente, de manera litúrgica ese paso del Señor. A partir de ahora, la fiesta de la pascua será «memorial», recuerdo eficaz de ese paso salvador de Yahveh.

Finalmente, a punto de salir de Egipto aparece la dificultad mayor: parece que todo está definitivamente perdido (Éx. 14,5-12). Sin embargo, esta dificultad suprema va a ser la ocasión de la mayor intervención de Dios que se va a cubrir de gloria (Éx. 14,4) Al pueblo de Israel, que ha visto a los egipcios muertos a orillas del mar (Éx. 14,30) y sobre todo ha visto la mano fuerte de Yahveh (Éx. 14,31) no le queda más que admirarse y creer (Éx. 14,31) y cantar exultantes las hazañas del Señor que de manera tan patente ha experimentado (Éx. 15,1-21).

3.- El don de la alianza

La liberación de la esclavitud, con ser importante, no es todo. Gracias a ella desaparece la opresión; las tribus, que antes estaban dispersas, ahora constituyen un solo pueblo; la acción liberadora de Dios les ha aglutinado entre sí y les ha hecho experimentar que son un solo pueblo. Pero la libertad recuperada no es un fin en sí misma; si Dios los ha liberado, es en función de algo más: para que entren en alianza, en comunión de vida con el Dios que los ha liberado, para que sirvan a Yahveh (Éx.7,16).

El pueblo de Israel tenía experiencia de alianzas entre individuos, entre clanes y entre pueblos (ver, por ejemplo, la alianza entre Israel y los gabaonitas en Jos. 9,3-21). Hasta nosotros han llegado diversos formularios de alianza entre dos reyes en iguales condiciones o entre un rey vencedor y un vasallo. Estas alianzas eran pacto o contrato de mutua pertenencia, que unía con un vínculo sagrado a ambas partes, deparándoles derechos y deberes. Además, Dios ya había establecido su alianza con Noé (Gén. 9, 8-17) y con Abraham (Gén. 15; 17).

Ante todo, la alianza de Dios con su pueblo no arranca de ninguna necesidad u obligación; si Yahveh entra en alianza es por una iniciativa absolutamente libre y gratuita. Como recalcará el libro del Deuteronomio (7,7-8): «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres…»

El relato de la alianza (Éx. 19-24), que es sellada en el monte Sinaí, resalta esto mismo. A la propuesta de Yahveh a través de Moisés (Éx. 19,3-6) el pueblo no hace más que asentir (Éx. 19,7-8): «Haremos todo cuanto ha dicho Yahveh». Más aún, Dios mismo es quien va imponiendo las condiciones, en primer lugar el ser purificados para entrar dignamente en alianza (Éx. 19,10-15).

Purificado el pueblo, Dios se manifiesta en una impresionante teofanía (Éx. 19,16-24). En ella el Dios invisible muestra su grandeza y su sublime majestad. La prohibición de acercarse a Él subraya su trascendencia y santidad, el hecho de que Dios no puede ser apresado por el hombre.

Gracias a la alianza Israel se convierte en «propiedad personal de Yahveh» (Éx. 19,5), en nación consagrada a Él (Éx. 19,6) en pueblo suyo (Lev. 26,12). Yahveh, por su parte, queda «aliado», comprometido con Israel como «su Dios» (Lev. 26,12); ha entrado libremente en alianza, por iniciativa suya; pero una vez sellada la alianza Dios queda realmente comprometido. Yahveh se compromete a estar siempre cercano a su pueblo, a protegerle, a liberarle de los enemigos, a darle una tierra… De ahí que a lo largo de su historia, sobre todo en las dificultades, Israel apele a este compromiso que Yahveh ha adquirido: «Recuerda tu alianza» (Sal. 74,20).

El pueblo, por su parte, debe obedecer a la ley recibida de Yahveh para ser fiel a esta alianza. Israel no está pasivamente en la alianza; aunque la iniciativa sea de Dios, el pueblo debe adherirse a ella plenamente y esta adhesión debe expresarse de manera real y concreta en el cumplimiento de la voluntad de Yahveh: no sólo el Decálogo (Éx. 20,1-17), sino el Código de la Alianza (20,22-23,33) que aplica el decálogo a todas las circunstancias de la vida cotidiana. Cumpliendo la ley dada por Yahveh, el pueblo ratifica cada día y cada instante la alianza. Esta, en efecto, ha de ser vivida y mantenida cada día, como da a entender la condicional de Éx. 19,5: «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza…»; siendo algo vivo y dinámico, la alianza ha de ser renovada en cierto modo continuamente; tomándola por algo estático e inamovible, el pueblo de Israel olvidó esta relación viva y personal con Yahveh y la alianza acabó fracasando; no ciertamente porque Dios fuera infiel, sino porque Israel rompió reiteradamente la alianza al desobedecer la voluntad de Dios…

Finalmente, la alianza es positivamente sellada (Éx. 24). Después de que Dios manifiesta su voluntad a través de Moisés y el pueblo la acepta (Éx. 24,3), se erigen estelas como recuerdo memorial del pacto (Éx. 24,4). Luego viene el rito de la sangre. Puesto que la sangre era para ellos la vida, el principio vital (Dt. 12,23; Lev. 17,14) rociar con sangre el altar -que representa a Dios- y el pueblo significa la comunión de vida que la alianza ha establecido entre Yahveh y su pueblo; y lo mismo significa el banquete (Éx. 24,9-11), símbolo de unión gozosa y pacífica entre los comensales.

4.- Hacia el nuevo éxodo y hacia la nueva alianza

La gran liberación experimentada por Israel fue punto de referencia para nuevas y continuas liberaciones. Ante las nuevas calamidades que lo afligían, el pueblo volvía sus ojos al Dios del Éxodo, al Dios liberador que volvería a realizar un nuevo Éxodo en favor de su pueblo. Así, por ejemplo, ante la opresión de Asiria (Is. 11,15-16) y ante la esclavitud del destierro de Babilonia (Is. 43,14-21; Jer. 23,7-8).

También Jesús realizó su propio éxodo y celebró su propia pascua, pasando -a través de la muerte- de este mundo al Padre (Jn. 13,1). Pero no lo realizó individualmente. El es el Jefe o Caudillo (Hech. 3,15; Heb. 2,10) que hace pasar de la muerte a la vida a los que a Él se acogen; como Israel ante el Mar Rojo, también nuestra situación es desesperada por la esclavitud que produce el pecado; pero Cristo, nuestro Cordero pascual (1Cor. 5,7), con su sangre nos libra del exterminio y, a través de las aguas del Bautismo, nos hace pasar de la muerte a la vida. Cuando alcancemos la salvación plena y la victoria sea definitiva en la Tierra prometida del cielo -ahora avanzamos aún por el desierto- entonces entonaremos exultantes «el cántico de Moisés y el cántico del Cordero» (Ap. 15,2-4).

También la alianza fue quicio permanente de la vida religiosa de Israel, renovándola en los momentos más cruciales de su historia: en Moab, antes de atravesar el Jordán para entrar en la tierra prometida (Dt. 28-32); en Siquem, una vez conquistada la Tierra (Jos. 24); con ocasión de la reforma religiosa llevada a cabo por el rey Josías el año 622 (2Re. 23); al volver del destierro de Babilonia y reedificar Jerusalén (Neh 8-10). Y durante toda la etapa de la monarquía los profetas centrarán su predicación en el espíritu y en las exigencias de la alianza.

Sin embargo, la tragedia de Israel fue su reiterada infidelidad a la alianza. Generación tras generación se repetían los mismos pecados. La alianza fracasa irremediablemente porque el «socio» humano es continuamente infiel a ella. Y la raíz del fracaso está en el corazón humano, pecador; el pecado se ha adherido al hombre hasta hacerse casi consustancial: “¿Puede un etíope cambiar su piel o un leopardo sus manchas? Y vosotros, habituados al mal, ¿podéis hacer el bien?” (Jer, 13,23). De ahí que Dios anuncia una alianza radicalmente nueva, consistente en la renovación interior del hombre, en el don de un corazón nuevo y en la efusión del Espíritu dentro del hombre (Jer. 31,31-33; Ez. 36, 25-28).

Cristo ha realizado efectivamente esta Nueva Alianza en su propia sangre (Lc. 22, 20). Mediante la ofrenda de su propia vida (Heb. 10, 5-10) ha establecido una alianza mejor (Heb. 8,6; 9,15) que conlleva la remisión de los pecados y el don del Espíritu. Ya no tenemos una ley escrita por fuera que hay que intentar cumplir, sino una ley inscrita en nuestros corazones renovados por la acción y el impulso del Espíritu (2Cor. 3,3-6), hasta el punto de que el mismo Espíritu vivificador se convierte en Ley interior que nos capacita para cumplir perfectamente la Ley (Rom. 8,2-4) y ser fieles a la alianza.

Esta nueva alianza que Dios ha sellado con nosotros en la Sangre de su Hijo nos llena de confianza y seguridad: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom. 8,31). Pero también nos exige una mayor fidelidad y obediencia a la voluntad de Dios; de lo contrario sería una falsa confianza (Heb. 3, 7-4,11).

5.- Textos principales

Éxodo 1, 15; 19-24; Salmos 78; 105; 136; Sabiduría 10, 15-22; 14, 1-12; Isaías 41; 43; Hebreos 11, 23-29; Deuteronomio 1-11; 27-32; Josué 24; Jeremías 31, 27-37; Ezequiel 36, 16-38; Hebreos 8, 6 – 10,18

Julio Alonso Ampuero es el autor de esta Historia de la Salvación. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Abraham, nuestro padre en la fe

Este título, tomado de una expresión que aparece en la liturgia (cf. Plegaria Eucarística I), indica la importancia de la figura de Abraham no sólo para el pueblo de Israel, sino también para nosotros cristianos.

Después de la llamada «prehistoria bíblica» (Gen 1-11), el capítulo 12 del Génesis marca un nuevo inicio: tras presentar cómo el pecado se difundía produciendo la división de los hombres, el libro del Génesis nos muestra cómo Dios toma la iniciativa de la salvación irrumpiendo en la historia de los hombres, y lo hace eligiendo a un hombre, Abraham, en el cual «serán bendecidas todas las familias de la tierra» (Gen 12, 3).

1.- Trasfondo histórico

Las narraciones sobre Abraham y los patriarcas que nos recoge la Biblia fueron puestas por escrito varios siglos después de los sucesos. Mientras tanto fueron transmitidas oralmente (hay que notar que nos encontramos en una época de cultura oral en que se ejercitaba notablemente la memoria). No podemos pedir a estos textos la exactitud de una crónica (con el paso del tiempo quizá se han añadido detalles pintorescos o imaginativos, se han idealizado personajes…); sin embargo, podemos asegurar que la sustancia que nos transmiten está sólidamente garantizada y que las tradiciones patriarcales están firmemente enraizadas en la historia.

De hecho, se sabe que los nombres usados en la Biblia eran normales en ese período, que las costumbres que nos refieren coinciden con las que conocemos por otros documentos extrabíblicos (y la Biblia los conserva aunque ya no sean los de la época en que se ponen por escrito e incluso algunas resulten escandalosas), que el itinerario recorrido por los patriarcas según la Biblia era el normal en aquel periodo y que sus modos de vida corresponden al de otros muchos clanes de ese tiempo.

Abraham se inserta en las corrientes migratorias de los primeros siglos del 2º milenio a.C. Aunque es difícil precisar mucho, se le suele situar hacia el año 1850 a.C. Abraham es un seminómada que sale de Ur, en Caldea, y se instala en Canaán; pastor de ganado menor, es uno más entre los innumerables jefes de las tribus que emigran buscando pastos para sus ganados. La Biblia no nos cuenta muchos detalles de él que quizá hubieran halagado nuestra curiosidad, sino que se centra en la llamada que Dios le dirigió, en la promesa que le hizo y en su respuesta obediente cumpliendo la misión encomendada.

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Sobre el pecado original

Los relatos de la creación nos han presentado un universo y un hombre en perfecta armonía: la felicidad del paraíso por un lado y el estribillo repetido de que Dios vio que todo era bueno nos dejan la impresión de que todo era perfecto. Y sin embargo el israelita -lo mismo que nosotros- constataba la presencia del mal por todas partes: «No hay quien haga el bien, ni uno siquiera» (Sal 53, 4). Los siguientes capítulos del libro del Génesis tratan de dar respuesta a estos grandes interrogantes que todo hombre se plantea: ¿de dónde viene el mal?, ¿cuál es la causa del dolor, del pecado, y de la muerte?

1.- El primer pecado

El capítulo 3º del Génesis nos narra un drama singular: la primera tentación y el primer pecado. En el paraíso en que Dios ha colocado al primer hombre y a la primera mujer aparece otro personaje hasta ahora desconocido: el tentador, en forma de serpiente.

El autor sagrado quiere decirnos que el mal no proviene de Dios, que todo lo ha hecho bien, ni tampoco proviene sólo del hombre, que ha sido creado bueno por Dios: este personaje misterioso, adversario de los planes de Dios y enemigo de la felicidad del hombre, a quien la revelación posterior irá identificando como ser personal, con poder para el mal, «la gran serpiente, la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás» (Ap. 12,9), es el que instiga al hombre a pecar contra Dios y es la causa última de que haya entrado la muerte en el mundo (Sab. 2,24).

Con admirable psicología presenta también el autor sagrado el proceso de la tentación como seducción y engaño. Aquel a quien San Juan denominará «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44) comienza insinuándose con una falsedad absoluta (comparar 3,1 con 2,16-17); en un segundo momento hace dudar a la mujer de la validez del mandato del Dios y, por tanto, de la intención del mismo Dios al establecer ese mandato (vv. 4-5); así, además de mentiroso, el tentador se manifiesta como el «homicida desde el principio» (Jn 8,44): en efecto, al engañar a la mujer («de ninguna manera moriréis») con relación al mandato que Dios les había dado para vida («el día que comieres de él, morirás sin remedio»: 2,17), de hecho conduce a la muerte a la mujer y al hombre (cf 3,7). He ahí la tentación: una promesa falsa («seréis como dioses»), pero que halaga, seduce y atrae (3,6), una seducción y engaño que hace ver como vida lo que de hecho conduce a la muerte; con ella ha sembrado además la desconianza en Dios al presentar como enemigo del hombre al Dios fiel y lleno de amor.

Vemos entonces en qué consiste el pecado: una falta grave de orgullo concretada en una enorme desobediencia al Señor. El mandato de Dios de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (2,16-17) expresa el hecho de que el hombre no es dueño absoluto de su propia vida, sino criatura limitada, dependiente radicalmente de Dios. Y el deseo de «ser como dioses» (3,5) indica justamente lo contrario: el querer tener capacidad de decidir el propio destino, ser ley para sí mismo sin condiciones impuestas desde fuera, el decidir por sí mimo lo que es bueno y lo que es malo … Por tanto, el pecado de querer «ser como dioses, conocedores del bien y del mal» es una reivindicación de autonomía moral, un renegar del estado de criatura invirtiendo el orden en que Dios estableció al hombre; es en el fondo una actitud de rebelión contra Dios: en vez de fiarse plenamente de Dios acatando su mandato como mandato de vida, el hombre duda de Dios y se fía de su propio juicio -engañado por el tentador- en actitud de autosuficiencia (cf. Is 14, 13s; Ez 28,2).

El texto sagrado apunta también las consecuencias del pecado. La actitud de Adán y de su mujer ha sido prescindir de Dios, construir por sí mismos su propio destino, conquistar su propia felicidad. Y Dios abandona al hombre a sus propias fuerzas, consiente que quede al arbitrio de sí mismo y de sus propias capacidades. El texto lo expresa con una fuerza insuperable: «se dieron cuenta de que estaban desnudos» (v. 7); la expresión constituye un contraste brutal con las halagadoras promesas de «ser como dioses», pues sugiere que al romper con Dios el hombre y su mujer experimentan con toda crudeza su situación de pobres criaturas, indefensas e inseguras, en total precariedad y faltos de protección. Es la hora de la verdad en que las mentiras y engaños del tentador salen a la luz y se manifiestan las trágicas consecuencias de muerte que llevaban encerradas. Se expresa así de manera sugerente la amargura, la decepción y frustración que conlleva todo pecado. Como dirá San Pablo «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6, 23).

-La primera consecuencia del pecado es la pérdida de la amistad con Dios, ya apuntada en el ocultarse de Él (3,8) y en el tener miedo (3,10) y expresada simbólicamente por la expulsión del paraíso (3, 23-24), que indica el alejamiento de la presencia de Dios y de la comunión de vida con Él, la pérdida de la familiaridad con Él.

-En contraste con la armonía e integridad en que vivían (2,25), ahora experimentan el desorden interior, introducido por el pecado en el corazón del hombre y delatado por la conciencia llena de vergüenza (3,7); es el despertar de la concupiscencia -tan bien expresada por San Pablo: Rom 7, 14-24- que esclaviza al hombre.

-Se rompe la armonía entre el hombre y su mujer. El maravilloso proyecto de Dios de ser «una sola carne» es echado al traste: la mujer induce a su marido a pecar (3,6) contradiciendo la misión que Dios le había asignado de ser su ayuda (2,18); el hombre, en vez de asumir su propia culpa, acusa a la mujer que Dios le ha dado por compañera; la atracción entre los sexos, entre hombre y mujer, que Dios mismo había puesto, se transforma ahora en desordenada apetencia y ansiedad y en dominio (3,16).

-Se produce también una ruptura con la naturaleza. Si el trabajo formaba parte de la condición del hombre (2,15), ahora la creación entera se le vuelve hostil (3, 17-19); el desorden introducido en el corazón del hombre hace que en lugar de «dominar» la naturaleza (1,28), de «labrarla y cuidarla» (2,15), la esclavice, la frustre, la someta a la vanidad (Rom 8,20). El don y la bendición de la fecundidad se convierten para la mujer en pesada carga (3,16). Y si la muerte es una condición natural del hombre como ser caduco que ha sido formado del polvo del suelo (2,7), el pecado hace que la muerte se vuelva insoportable al experimentar con fuerza la frustración de su tendencia a «vivir para siempre» (3,22), al saberse condenado a «volver al polvo» (3,19).

En definitiva, el sufrimiento en todas sus formas pasa a formar parte de la condición humana.

2.- Un mundo inundado por el pecado

Las palabras de San Pablo en Rom 5,12 («por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres por cuanto todos pecaron») parecen tener delante de los ojos lo narrado en el Génesis. El primer pecado ha sido como una puerta abierta por la que se ha introducido la potencia maléfica del Pecado -San Pablo lo personifica- anegando todo y acarreando el daño y la destrucción (Sab 2,24). San Pablo establecerá claramente la doctrina de una culpa hereditaria, dada la solidaridad de todos en Adán. Pero ya en el Génesis aparece apuntado que el pecado ha trastornado de tal manera el orden querido por Dios, introduciendo el desorden en el interior mismo del hombre, que la condición humana después del primer pecado lleva las huellas de una herida irremediable que sólo tendrá remedio con la venida del Nuevo Adán (Rom 5, 19).

En efecto, los capítulos siguientes del Génesis presentan la perversa influencia del pecado en la humanidad, como una ola gigantesca que sumerge todo y que acabará conduciendo al castigo del diluvio.

El relato de Caín y Abel (Gén 4, 1-16) nos hace entender que la rebelión del hombre contra el Creador conduce a la rebelión del hombre contra el hombre; 1 Jn 3, 13 comentará que Caín mató a su hermano porque «era del Maligno»: el que es «homicida desde el principio» (Jn 8,44) conduce al homicidio y a la rebelión contra Dios a los que se ponen bajo su influjo (Jn 8, 40-41). Al final del capítulo encontramos el «Canto de Lámek» (Gn 4, 23-24), glorificación de la fuerza bruta y de la venganza desmedida y signo de la ferocidad creciente de los descendientes de Caín.

En este contexto, el relato del diluvio (6,5-9,17) aparece como el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora. El autor sagrado constata que «la maldad del hombre cundía en la tierra y todos los pensamientos que ideaba en su corazón eran puro mal de continuo» (Gn 6,5); que «la tierra estaba corrompida en la presencia de Dios; la tierra se llenó de violencias. Dios miró a la tierra y he aquí que estaba viciada, porque toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra» (Gn 1,11-12); más aún, se trata de un mal que aparece desde la niñez (8,21). Las aguas del diluvio que inundarán la tierra simbolizan también este mal que anega todo. Se insiste en la universalidad del pecado: lo que se inició con el primer pecado ha alcanzado a todos. Y el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora contribuye a resaltar que el pecado es -directa o indirectamente- la causa de todos los males.

Finalmente, el episodio de la torre de Babel (Gn 11,1-9) presenta una humanidad desgarrada, explicando el por qué de la dispersión en pueblos, naciones y lenguas opuestas entre sí. El pecado una vez más es el orgullo: la pretensión arrogante de construir un mundo, una sociedad, una civilización sin Dios (« una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos»). Empalmando con el pecado de los orígenes del que es prolongación y consecuencia, nos da así la explicación de la ruptura entre los pueblos: la torre idólatra de Babilonia no puede ser el lugar de reunión de los hombres, sino que, siendo signo de su arrogancia ante Dios, tiene que ser necesariamente causa de dispersión.

Es fácil descubrir en este panorama tan sombrío la descripción realista de la humanidad bajo el signo del pecado. No podía ser de otra manera. La rebelión contra Dios inevitablemente debía conducir al caos total. Con palabras de Jeremías: «Se alejaron de Mí y yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos» (2,5); «mi pueblo ha cambiado su Gloria por lo que nada vale. Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos estupefactos sobremanera; pues un doble mal ha cometido mi pueblo: me ha abandonado a Mí, manantial de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (2,11-13); «que te enseñe tu propio daño, que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta el dejar a Yahveh tu Dios» (2,19).

3.- La promesa de salvación

Existe un cierto tópico según el cual el Dios del Antiguo Testamento es el Dios del castigo por contraste con el Dios del amor y de la misericordia que aparece en el Nuevo Testamento.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad. A Caín, el homicida, Dios le pone una señal para que nadie se atreva a matarle (Gen 4,15). Después del juicio del diluvio encontramos expresiones de la misericordia divina: el mismo castigo pretende sacudir a la humanidad para despertarla, la promesa de Dios garantiza el orden de las estaciones y asegura la cosecha y el alimento (8,22), Dios reitera el don de la fecundidad (9,1-7) y el ofrecimiento de toda la creación para alimento (9,3), garantiza su protección al hombre que sigue siendo su imagen y semejanza (9,6) y establece su alianza con la humanidad y con toda la creación (9,8-17).

Pero sin duda, lo más importante de todo es la promesa de salvación hecha por Dios inmediatamente después del pecado y que anuncia la victoria final del hombre en la lucha contra Satanás (Gen 3, 15). Lo que se ha llamado el «protoevangelio» es una luz de esperanza que brilla en medio del sombrío panorama causado por el pecado. Dios promete que el tentador -simbolizado en la serpiente- que amenaza permanentemente al hombre, será finalmente «pisoteado» o «aplastado». Es verdad que se dibuja una lucha encarnizada (la serpiente intenta atacar,»acecha» el talón de la mujer); pero se trata de algo que intenta inútilmente, en vano: Dios, maldiciendo a la serpiente, se ha puesto decididamente al lado de la mujer y de su descendencia, que acabará venciendo definitivamente al Maligno.

La revelación posterior mostrará que esta descendencia es Cristo. Él es el Nuevo Adán que ha restaurado lo que el primer Adán destruyó. A diferencia de Adán, Jesús vence a Satanás (Mc 1, 12-13). Lo manifiesta curando enfermedades -que los judíos relacionaban estrechamente con el pecado- y perdonando pecados; pero de manera más clara aún expulsando demonios (Mc 1, 23-27; 9, 14-27). Sobre todo vencerá a Satanás en la confrontación decisiva de la pasión (Jn 12 31-33). Por eso San Pablo podrá exclamar exultante: «Así como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida… Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 18-19). Con la venida de Cristo ha terminado el dominio tiránico del pecado (Rom 7, 24-25).

Más aún, con su victoria sobre el pecado Cristo ha destruido también el muro de la muerte (1Cor 15, 20-26) y ha vuelto a abrir el paraíso (Lc 23, 39). De ahí también el grito desafiante de San Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Cor 15, 54-57).

Pero es significativo que esta victoria Jesús la ha logrado por el camino inverso al recorrido por Adán (Fil 2, 6-11): Siendo Dios «no retuvo ávidamente el ser como Dios»; siendo el Hijo, «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz»; pero el resultado es también el contrario al de Adán: Jesús es constituido Señor y recibe en su humanidad el honor y la gloria propios de Dios. Se cumplen así las palabras dichas por Él mismo: «El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14, 11).

4.- Conclusión

La narración del pecado de Adán debe alejar de nosotros todo optimismo vano e ilusorio. Todo hombre se encuentra en un estado de indigencia respecto de su salvación; debe reconocer la imposibilidad de conseguir la salvación por sus propias fuerzas y la necesidad de ser redimido. Las heridas y el desorden producidos por el pecado -por los pecados personales- son irremediables para el hombre dejado a sus solas fuerzas.

Pero la postura tampoco es el pesimismo. El hecho de que Cristo ha vencido el pecado nos da la certeza de que en Él y con Él podemos vencer. Por eso la actitud correcta es la de abrirnos a Cristo por la fe y la esperanza para acoger la salvación que sólo de Él puede venir (Hch 4, 12).

Por la misma razón es necesario el combate, el esfuerzo: hay que negarse a sí mismo (Mt 15, 24) y dar muerte a las tendencias desordenadas que hay en nosotros (Gal 5, 24; Col 3, 5-9), siendo muy conscientes a la vez de que sólo con las armas de Dios se puede vencer al diablo (Ef. 6, 10-20).

Por otra parte, al indicar el Génesis que el pecado deteriora todo, está dando a entender que la liberación del pecado es la raíz para remediar todos los males. La renovación y transformación del corazón humano es el fundamento de todas las reformas -en el terreno social o en cualquier otro-; y al revés, mientras el hombre permanezca esclavo del pecado cualquier pretendida reforma sólo conducirá a nuevas y mayores esclavitudes.

5.- Textos principales

Génesis 3-11; Isaías 11, 1-9; 14, 12-15; 65, 19-25; Ezequiel 28, 12-19; 36, 26-38; Romanos 5, 12-21; 1 Corintios 15; Apocalipsis 21, 1-6; 22, 1-5

Julio Alonso Ampuero es el autor de esta Historia de la Salvación. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

El regalo de haber sido creados

3.- Vivir el don de la creación

A veces puede dar la impresión de que la creación es algo que se pierde en la noche de los tiempos. Sin embargo, este acontecimiento es en realidad algo actual: no solo porque el universo y los hombres -nosotros mismos- permanecen delante de nuestros ojos, sino porque Dios continúa creando, es decir, haciendo que surjan seres nuevos y manteniendo en la existencia lo que ya existe. Se trata de una creación continua. Dios no dió el ser a las cosas y se desentendió de ellas, sino que continúa permanentemente sosteniéndolas, porque «si Él retirara a sí su espíritu, si hacia sí recogiera su soplo, a una expiraría toda carne, el hombre al polvo volvería» (Job 34, 14-15). La intervención primera y fundamental de Dios que es la creación es continua y permanente. Y la Biblia nos apunta cómo vivir -también de manera permanente- el don de la creación.

a) Dependencia radical del Creador: todo lo que somos y tenemos, lo recibimos continuamente de Dios; por nosotros mismos no somos nada; todo es recibido como don gratuito. Esta dependencia total del Creador nos coloca en radical humildad como criaturas frágiles e inconsistentes que somos: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1Cor 4, 7). El hombre no puede realizarse como hombre rechazando esta dependencia del Creador que le constituye como persona; sin Dios el hombre desaparece, se destruye. Por lo mismo tampoco el ser humano puede reclamar nada a Dios como si le fuera debido: «Oh hombre, ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso dice el vaso al alfarero: por qué me has hecho así?» (Rom 9, 20). Por el contrario, la actitud propia del hombre ante Dios es recibir de Él y vivir en la gratitud permanente por todo lo que recibe de su Creador (Sal 50, 7-15.23).

b) También la Biblia repite que Dios cuida de sus criaturas: «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145, 9; 103, 13).Y los profetas recalcan que, si es difícil que una madre se olvide del hijo de sus entrañas, es absolutamente imposible que Dios se olvide de los suyos (Is 49, 14-15). También en el hecho de la creación radica la dignidad de toda persona humana, formada a imagen y semejanza de Dios.

c) En la creación encontramos la huella de Dios: lo mismo que podemos conocer algo de un artista por las obras que realiza, así la creación al que sabe contemplarla con mirada limpia le está hablando de Dios, pues le remite al poder, a la sabiduría, a la grandeza de Dios (Sab 13, 1-9; Rom 1, 20).

d) Finalmente, la creación nos remite a nuevas intervenciones de Dios. La palabra «crear» sólo se usa en la Biblia referida a Dios, expresando una acción propia y exclusiva de Él (nunca se dice que el hombre haya creado algo, pues lo más que hace es transformar lo que ya existe). Por eso cuando se quiera hablar de que Dios prepara algo enteramente nuevo, absolutamente insospechado para el hombre, se dirá que Yahveh va a «crear unos cielos nuevos y una tierra nueva» (Is 65, 17). Y San Pablo para indicar el alcance de la redención operada por Cristo afirma: «el que está en Cristo es una nueva creación» (2Cor 5, 17; cf. Gal 6, 15; Ef 2, 10).

4.- Textos principales

Génesis 1-2; Salmos 8; 19, 1-7; 103 – 104; 135, 4-7; 136; 148; Job 38-42; Proverbios 8, 22-31; Eclesiástico 42, 15 – 43, 33; 2 Macabeos 7, 28; Juan 1, 1-18; Colosenses 1, 13-20; Hechos 17, 16-34

Julio Alonso Ampuero es el autor de esta Historia de la Salvación. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

En el principio creo Dios los cielos y la tierra

En el principio creó Dios los cielos y la tierra

Estas palabras con las que empieza la Biblia son la respuesta a una de las cuestiones fundamentales que el hombre se ha planteado siempre: ¿de dónde procede todo lo que existe?, ¿cómo ha surgido el hombre? El relato de la creación es la impresionante obertura de la maravillosa sinfonía que es el libro de la Sagrada Escritura; si toda la Biblia narra las acciones de Dios en favor de los hombres, el hecho de la creación es sin duda la base y fundamento de otras acciones, la intervención radical que ha dado el ser a las cosas y a los hombres.

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Introduccion a la Historia de la Salvacion

Estas páginas intentan ayudar a descubrir de manera sencilla las cosas grandes que el Señor ha realizado en la historia de su pueblo y que quedaron consignadas por escrito en la Biblia.

Toda la Sagrada Escritura, en efecto, está basada en una serie de hechos que el pueblo de Dios ha vivido descubriendo en ellos el sentido profundo. Donde una mirada superficial sólo vería circunstancias casuales, motivadas muchas veces por intereses políticos o ambiciones humanas, los creyentes -amaestrados por sus profetas- descubrían «el brazo fuerte del Señor» (Éx. 15,6). Su fe era capaz de detectar al Dios que actuaba invisiblemente en su favor, que ponía en juego su poder, su misericordia y su sabiduría para salvar al pueblo con el que había hecho alianza inquebrantable.

En este sentido toda la Biblia es historia de salvación. Relata una serie de hechos interpretándolos, no desde el punto de vista político, económico, social, etc., sino desde el punto de vista de Dios. Por eso, los autores sagrados no tienen demasiado empeño en aportarnos excesivos detalles, sino que proporcionan los datos esenciales y se detienen sobre todo en su significado profundo, en el sentido que tienen a la luz de la fe. Hasta los asuntos más triviales y «profanos» son recogidos, pues encierran un mensaje de Dios y son portadores de salvación.

Esta historia, que tiene como punto de arranque y experiencia radical la liberación de la esclavitud de Egipto, se va realizando de manera progresiva y dinámica según el plan de Dios. Los acontecimientos, que están enlazados y unificados por la intervención personal de Dios como protagonista principal, no se realizan sin la colaboración de los hombres, una colaboración que Dios mismo suscita. Otras veces las cosas salen a pesar de ellos y aun en contra de ellos; en efecto, la Biblia subraya reiteradamente las resistencias e infidelidades del pueblo, de manera que desde el Génesis al Apocalipsis predomina una dinámica de pecado-liberación (normalmente entre el pecado y la salvación suele mediar la experiencia del propio fracaso, que es invitación a convertirse y volver a Dios).

Estas páginas pretenden hacer la misma labor que el guía de un museo: explicar lo suficiente para que la gente contemple los cuadros. Por eso son sólo un medio. Sólo sirven como guía para adentrarse en la lectura y meditación de los textos bíblicos. Intentan dar las claves de los principales relatos de la Escritura para dejar al lector frente a ellos y que sean ellos mismos quienes le hablen.

De este modo, estas páginas habrán logrado su objetivo: estimular a la lectura de la Palabra de Dios que es «lámpara para nuestros pasos» (Sal. 119, 105). Esta lectura de la historia de la salvación debe ayudarnos a leer nuestra propia vida a la luz de la fe. También nuestra propia historia, todo lo que nos sucede, grande o pequeño, agradable o desagradable, está invisiblemente regido por el Buen Dios y tiene un sentido. Tanto en la vida personal de cada uno como en la historia de los pueblos y de la humanidad Dios continúa actuando y continúa hablando. Si la historia es maestra de la vida, la historia de la salvación es doblemente maestra, y la Biblia nos ayuda a descubrir ese sentido profundo, aparentemente imperceptible, de todo cuanto sucede.

El pueblo de Israel volvía continuamente sobre las maravillas que Dios había realizado en tiempos antiguos para meditarlos y «escudriñar» en ellas el mensaje de Dios (Sal. 111,2). El «revolver» estos acontecimientos -cosa que también hará María: Lc. 2,19- alimentaba y vigorizaba su fe y les hacía capaces de afrontar la situación presente con todas sus dificultades e incertidumbres. También para nosotros, en este final de milenio, ante los grandes retos de la Nueva evangelización, el volver a meditar los prodigios del Señor nos avivará la fe y nos hará más capaces de captar la voz de Dios que habla en los «signos de los tiempos» (Lc. 12,54-56), en los acontecimientos de nuestros días,de descubrir su acción y de secundarla respondiendo a las llamadas de Dios contenidas en esos mismos acontecimientos.

Están recogidas de manera muy sintética las grandes etapas de la Historia de la Salvación. Cada capítulo suele contener cuatro partes.

a) Los datos históricos fundamentales de este periodo, que nos sitúan en la historia de Israel en el contexto de la historia de los pueblos circunvecinos con los que se relaciona.

b) El mensaje religioso contenido en esos hechos, que es lo que a la Sagrada Escritura le interesa y pone de relieve por encima de todo.

c) Algunas pistas -no exhaustivas- indicando cómo esos hechos continúan hablándonos a nosotros hoy, en la convicción de que «fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos» (1 Cor. 10, 11) (muchas veces es simplemente recoger la prolongación de un determinado acontecimiento, personaje o tema del A. T. en el N. T.).

d) Algunos textos principales -tanto del A. T. como del N. T.- en que se encuentra todo lo anterior, y que conviene leer y meditar para dejarse iluminar por la Palabra de Dios de manera personal.

Julio Alonso Ampuero es el autor de esta Historia de la Salvación. Texto disponible por concesión de Gratis Date.