[Predicación en el Encuentro “Cristo rompe las cadenas” en Pomona, California, en Enero de 2013.]
* Tres grandes cambios marcan esa etapa de la vida que llamamos juventud:
(1) Una combinación compleja y cambiante entre la necesidad de apoyo, propia de la infancia, y la necesidad de independencia, propia de la edad adulta.
(2) Un coctel de sensaciones y emociones características de los cambios orgánicos y afectivos de esos años. Ese coctel sufre una aceleración exagerada por la influencia masiva de los medios de comunicación. Si la curiosidad lleva a buscar lo que es obsceno o vulgar pueden darse verdaderos desgarramientos y fracturas mentales. A eso se añade, como factor de complicación, la enorme confusión reinante hoy en la sociedad en cuanto a los roles del hombre y la mujer. Sucede a veces que los jóvenes sencillamente carecen de elementos que les permitan formarse una opinión consistente sobre sí mismos, sobre qué es una familia y sobre qué clase de personas quieren ser en un futuro.
(3) Un horizonte que se abre y se amplía cada vez más, en cuanto a la vida cultural, filosófica, política y económica. Las impresiones que el mundo ofrece son muy grandes pero muy contradictorias. La sociedad se presenta como un escenario despiadado, materialista, sin sentido de justicia ni compasión, pero con algunas ofertas tentadoras para los que son verdaderos genios, sobre todo si son suficientemente ambiciosos. Muchos jóvenes se sienten simplemente dejados a su suerte, o en medio de una batalla desigual y ajena.
* Cristo trae una luz nueva a ese panorama, en dos sentidos:
(1) Su amor, inmenso, realista y gratuito, devuelve el sentido de la dignidad a todos, empezando por el valor de nuestro cuerpo y nuestros afectos.
(2) La tarea que Cristo nos llama a completar es noble, alta y duradera. No hay por qué arrastrarse si uno está llamado a volar.