Una aclaración sobre las divisiones en la Iglesia

Me ha sucedido con alguna frecuencia últimamente que resulto acusado de crear o fomentar las divisiones en la Iglesia. Como es de esperar, la acusación va unida a frases relativamente piadosas como: “Dios no quiere odio ni división sino amor y unidad;” o también: “No debemos dar testimonio de separación sino de unión en la Iglesia.”

Lo interesante es preguntarnos en dónde empiezan las divisiones y cuál ha de ser nuestra actitud responsable cuando surgen esas divisiones.

Por ejemplo, en el siglo III hubo un sacerdote llamado Arrio que empezó a decir que Cristo era una creatura de Dios y que no era eterno como el Padre. Su dicho más repetido se conoce bien: “Hubo un tiempo en que Dios era Dios pero no era Padre.” Por supuesto, esa no es la fe católica. Y el “Cristo” de Arrio no es el nos predicaron los apóstoles.

La pregunta es: ¿qué debe hacerse cuando alguien hace eso con Cristo? ¿Es responsable quedarse callado para no perturbar la tranquilidad en la Iglesia? ¿Pero es que acaso esa tranquilidad, que abre espacio y complicidad a la mentira, es compatible con nuestra fe? ¿No hubiera bastado a tantos mártires negar algo “sencillo” como la Resurrección del Señor, la Maternidad Divina de la Virgen o la Divinidad del Espíritu Santo para que, en sus respectivas épocas, se les hubiera dejado en paz? ¿Eran entonces ellos los que causaban “división” o más bien eran ellos los que denunciaban las novedades heréticas que dividen y confunden a la Iglesia?

La falsa unidad, fruto de una tranquilidad irresponsable que deja pasar cualquier cosa que se diga, no es una señal de amor a Cristo sino de absoluto desinterés por su Persona, su Palabra y el valor de su sacrificio. ¿Tolerarías que se dijera cualquier cosa de tu padre difunto? ¿Permitirías que se lastimara la memoria de tu madre? ¿Por qué entonces hay que creer que de Cristo y de su Iglesia sí se puede decir lo que sea, y que todos debemos permanecer callados por no romper la paz? ¿Es paz o es mordaza?

Por supuesto hay que hablar con caridad pero la caridad no riñe sino que reclama la claridad propia de la verdad.

¿Es posible la felicidad perfecta?

La plenitud de gozo puede entenderse de dos maneras. La primera, por parte de la realidad objeto del gozo, de forma que se gozara de ella tanto cuanto es digna. En este sentido es evidente que solamente Dios puede tener gozo completo de sí mismo, pues su gozo es infinito, y por eso digno de su infinita bondad; el gozo, empero, de cualquier criatura es, por necesidad, finito.

Puede entenderse también de otra manera la plenitud del gozo, es decir, por parte de quien goza. Pues bien, el gozo se compara con el deseo como la quietud con el movimiento, según dijimos al tratar de las pasiones (1-2 q.25 a.1 y 2). Ahora bien, hay quietud plena cuando no hay movimiento alguno, y hay asimismo gozo cumplido cuando no queda nada por desear. Mientras estamos en este mundo, el impulso del deseo carece de sosiego, ya que tenemos posibilidades de acercarnos más a Dios por la gracia, como ya hemos demostrado (q.24 a.4 y 7). Pero, una vez que se haya llegado a la bienaventuranza perfecta, no quedará ya nada por desear, pues en ella será plena la fruición de Dios, en la cual obtendrá también el hombre lo que hubiera deseado, incluso de los demás bienes, según el salmo 102,5; El que colma de bien tus deseos. Así se aquieta no solamente el deseo con que deseamos a Dios, sino que también se saciará todo deseo. De ahí que el de los bienaventurados es un gozo absolutamente pleno, e incluso superpleno, porque obtendrán más que pudieron desear, pues según San Pablo en 1 Cor 2,9: No pasó por mente humana lo que Dios ha preparado para quienes le aman. Esto lo leemos también en San Lucas (6,38) en las palabras medida buena y rebosante echarán en vuestro pecho. Mas, dado que ninguna criatura es capaz de adecuar estrictamente el gozo de Dios, tenemos que decir que ese gozo no puede ser captado en su omnímoda totalidad por el hombre; antes al contrario, el hombre será absorbido por ella, según las palabras de San Mateo (25,21.23): Entra en el gozo de tu Señor. (S. Th., II-II, q.28, a.3, resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

365 días para la Biblia – Día 260

Fr. Nelson Medina, O.P. lee contigo el texto completo de la Sagrada Escritura – Día 260 de 365

Isaías 3–5
Sabiduría 13,10-19
1 Timoteo 2

Lo que se ha publicado de esta serie de lectura de la Biblia.

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Seguimos el texto publicado en la página web del Vaticano.

La fe católica de Tolkien, el creador de El Señor de los anillos

La vida del creador de El Señor de los anillos ha llegado a los cines. El actor Nicholas Hoult da vida al creador de El Señor de los anillos o El Silmarillion en el biopic Tolkien.

Dentro de esa profundidad, hay que recordar que el padre de la Tierra Media y de multitud de lenguajes inventados a partir de su amor por las palabras era católico. Más allá de ser un hecho accidental en su vida, una mera creencia o posición ideológica, resultó determinante.

Su relación con el catolicismo comienza en su seno familiar. Recibió la fe de su madre, Mabel, que se había convertido del protestantismo cuando John contaba solo 8 años. Ese cambio vital en la madre de Tolkien le supuso el rechazo de su propia familia, que era protestante. El padre de John, Arthur, había fallecido cuando Tolkien tenía 4 años. Ocurrió en Sudáfrica, donde nació el autor.

El padre que Tolkien perdió en Sudáfrica lo reencontró de distinto modo en un sacerdote. Se trataba del sacerdote anglo-español Francis Xavier Morgan. Él fue el encargado de velar por la educación católica de John y de su hermano Hillary, siguiendo los deseos de su madre. Años más tarde, tendría que hacerlo plenamente por la muerte de la madre de los Tolkien en 1904.

Al principio, el cura decidió enviar a los pequeños, de 12 y 10 años, a vivir con su tía Beatrice. Sin embargo, tuvo que revertir esa decisión y alquilar unas habitaciones cerca de la iglesia del Oratorio, donde ambos habían crecido en su educación católica al llegar a Inglaterra.

Debajo de la habitación en la que vivían, vivía la que iba a ser su mujer, Edith. Ella era anglicana y, cuando comenzó su relación, no parecía que eso pudiese cambiar. El propio Tolkien trató de convertirla por sus medios, sin conseguirlo. La joven pareja tuvo que distanciarse durante tres años.

El motivo era que Edith sí era mayor de edad, pero no John, que tenía 18 años. Él dependía legal y económicamente del padre Francis. Por obediencia y agradecimiento por todo lo que había hecho por él, tuvo que renunciar a estar con ella hasta los 21 años. Después de regresar con ella, Edith se acabó convirtiendo al catolicismo… aunque logrando el mismo efecto que la madre de Ronald. De hecho, la echaron de su casa.

Otra de las claves de la relación de Tolkien con el catolicismo eran los Inklings. Eran un grupo de amigos con los que se reunía a beber, leer y fumar. Entre ellos, estaba Clive Staples Lewis, teólogo, historiador de la literatura y creador de Las crónicas de Narnia. Con ellos, según las biografías, podía compartir sus escritos y conversaciones profundas sobre la fe, además de experiencias y entretenimiento.

(Publicado primero en Alfa y Omega)

365 días para la Biblia – Día 259

Fr. Nelson Medina, O.P. lee contigo el texto completo de la Sagrada Escritura – Día 259 de 365

Isaías 1–2
Sabiduría 13,1-9
1 Timoteo 1

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Seguimos el texto publicado en la página web del Vaticano.