La oración es doble: pública y privada. Oración pública es la que los ministros de la Iglesia, en representación de la totalidad del pueblo fiel, ofrecen a Dios. Tal oración, por tanto, debe ser conocida por el pueblo en cuyo nombre se hace, lo que no podría lograrse si la oración no fuese vocal. De ahí el que se haya establecido razonablemente que los ministros de la Iglesia pronuncien en voz alta esta clase de oraciones, para que puedan llegar a conocimiento de todos.
La oración privada, en cambio, es aquella que, a título personal, ofrece cualquier orante por sí o por los demás. No es necesario que sea vocal. Pero, aun sin ser necesario, oramos en voz alta por tres razones. En primer lugar, para excitar la devoción interior con que nuestra mente se eleva hacia Dios. Y es que los signos exteriores, palabras u obras, son estímulos de la mente humana, no sólo en el orden del conocimiento, sino también, y como consecuencia, en el del afecto. A este propósito, escribe San Agustín, Ad Probam: Nos sirven de poderoso acicate las palabras y otros signos para acrecentar en nosotros el santo deseo. Por tanto, en la oración privada hemos de usar de tales palabras y signos en la medida en que sean convenientes para excitar interiormente nuestro espíritu. Pero si nuestra mente se distrae por este camino, o de cualquier modo se siente impedida, habrá que prescindir de tales recursos. Esto acaece principalmente en personas cuyo espíritu, sin necesidad de estos signos, se encuentran suficientemente preparadas para la devoción. Por esto decía el salmista (Sal 26,8): Te dijo mi corazón. Y también leemos que Ana (1 Re 1,13) hablaba en su corazón.
En segundo lugar, empleamos la oración vocal como pago de una deuda: para así servir a Dios con todo lo que de El recibimos, esto es, no sólo con el alma, sino también con el cuerpo. Compete esto especialmente a la oración en cuanto satisfactoria. Por eso se lee en Os, últ, 3: Quita de nosotros toda iniquidad y acepta lo bueno, y te presentaremos, como sacrificio de terneros, la alabanza de nuestros labios.
En tercer lugar, añadimos a la oración la palabra por cierto desbordamiento del alma sobre el cuerpo, causado por la vehemencia del afecto, según aquello del salmo 15,9: Se alegró mi corazón y saltó de gozo mi lengua. (S. Th., II-II, q.83, a.11 resp.)
[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]