El proceso que hemos vivido a lo largo de esta pandemia ha tenido diversas fases. Desde aquellas primeras fotos que nos mostraban las calles desiertas de Wuhan, enorme ciudad sometida a confinamiento total, hasta las cifras altísimas que vemos hoy en Suramérica y las noticias cotidianas de personas cercanas y muy afectadas, o incluso fallecidas.
Todo ha sucedido en un tiempo que se nos ha hecho a la vez muy largo, por el sufrimiento, y muy corto, por lo inesperado de todo lo sucedido, en rápida sucesión. Me decía una amiga colombiana: “Ya es difícil encontrar a alguien que no haya sido afectado por la pandemia, o en su propio cuerpo, o en amigos, parientes o vecinos muy cercanos.”
Las repercusiones médicas, laborales y económicas de una pandemia son relativamente fáciles de identificar y están continuamente en las noticias. Se miden en cifras de contagios, o en descenso del Producto Interno Bruto, o en número de vacunas aplicadas. Mucho más difícil es evaluar y tratar los daños emocionales, interpersonales y psicológicos que se van extendiendo y ahondando. Posiblemente necesitaremos años para dimensionar y empezar a restaurar ese daño interno.
Pero hay cosas que podemos empezar a hacer ya mismo. Si vemos que ya necesitamos ayuda profesional, psicológica, por ejemplo, creo que es un paso valiente que hay que dar. Es importante también prevenir y minimizar el daño que a veces nos causamos unos a otros. Los esfuerzos por la empatía sincera, por la escucha, por construir espacios donde el único tema no sea la pandemia, son realmente valiosos y marcan y marcarán diferencia.
Los creyentes sabemos además que hay recursos inesperados y muy abundantes en la oración, sobre todo si tiene las buenas características que nos han enseñado: humilde, confiada, perseverante, sincera.
A todos a quienes lleguen estas palabras, va mi abrazo fraterno, y una bendición.