Queridos hermanos y hermanas:
Desde Pablo VI hasta nuestros días, a través de SS. Juan Pablo II, el Espíritu Santo ha estado diciéndole a la Iglesia: “Ha llegado la hora de construír la civilización del amor”. ¡Qué palabras tan importantes y a la vez, tan desatendidas!
Todo este siglo, que pronto terminará, y los tiempos actuales, se han caracterizado por una clara decadencia en la fe y consecuentemente, en la moral. Todo este derrumbe de las estructuras que un día sostenían nuestra cultura, ha traído consecuencias graves a la vida del individuo, de la familia, de la sociedad, de las naciones y de la Iglesia. Esto me hace recordar una palabra profética que el Señor dió durante la clausura Eucarística de la Conferencia Internacional de la Renovación Carismática en Roma, en 1975: “tiempos difíciles y de oscuridad vendrán sobre el mundo. Estructuras que hoy están, no lo estarán más.” Creo que es un hecho que las estructuras religiosas, sociales, morales e incluso civiles, que siempre han sostenido a la humanidad, se han ido derrumbando por la acción evidente del demonio y los espíritus malignos, como también por la absurda pretensión del hombre, de creerse que puede sobrevivir en amor, orden, justicia, paz, fraternidad y cordura, sin tener a Dios en el centro de su vida.
Ante nuestros ojos hemos visto desarrollarse lo que el Papa Juan Pablo II ha llamado: “La cultura de la muerte”; que consiste en la desvalorización total del don de la vida. Esta desvalorización se manifiesta de muchas formas: el aborto, el suicidio, la eutanasia, guerras, bombas nucleares, la pobreza ocasionada por la injusticia, violencia familiar, abuso de los niños, martírio, etc. Pareciera que las palabras de Nuestro Señor, en Mateo 24,18, estuvieran describiendo la realidad dolorosa de nuestros tiempos: “Al crecer cada vez mas la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará”.
Ante la cultura de la muerte, el Santo Padre nos llama a trabajar arduamente para construír la cultura de la vida. Esta nueva cultura, será fruto de corazones nuevos, de familias nuevas, de naciones nuevas y de una Iglesia renovada en el amor y en la verdad. En estos momentos, nosotros, el pueblo de Dios, tenemos una gran responsabilidad: dejarnos transformar el corazón, purificándonos de todo egoísmo, de intereses personales, de una desordenada atención a nosotros mismos, para que así podamos abrir nuestro corazón de par en par al Redentor y a Su amor salvífico. Si nos abrimos al amor de Dios, y nos disponemos a darlo a todos, este amor necesariamente será como las semillas que se siembran en un campo, y con la lluvia de la gracia de Dios, germinará en muchos corazones y florecerá por todo el campo del mundo. ¡El amor es poderosamente fecundo!
El espíritu de egoísmo que ha entrado en nuestra cultura, también, muy sutilmente, ha ido penetrando en nuestra mentalidad y en nuestras decisiones. Es por ello, que ser constructores de una nueva civilización donde reine el amor, la paz, la alegría, la fraternidad, el servicio y la justicia, requerirá de una profunda purificación de nuestros corazones. La cultura de la muerte, sólo se vence con corazones abiertos totalmente a la vida, empezando por la vida de la gracia y continuando con la vida humana. La cultura de la violencia, sólo se vence con corazones pacíficos, mansos y abnegados. La cultura de la rebeldía sólo se vence con corazones dóciles y obedientes. La cultura del odio, la indiferencia, el desprecio y la competencia, sólo se vence con corazones dispuestos a entregarlo todo, incluso la propia vida, por vivir el evangelio del amor, del perdón y del servicio incondicional.
Lo que nos espera, después de este siglo de luces y grandes sombras, si somos fieles al Espíritu Santo que desea transformarnos y purificarnos, es una nueva primavera, como dice SS. Juan Pablo II: una nueva primavera, donde brille el sol del amor de Cristo, donde se respire el frescor de la hermandad, donde se contemplen las bellas flores de la alegría, la humildad, la sencillez y el servicio. Donde el amor de Dios mueva los corazones al amor, y un amor sin límites ni condiciones. Esa será la civilización del amor. Esa será la civilización, que ustedes y yo debemos disponernos a construír con nuestra oración, nuestra disposición al sacrificio, nuestras acciones concretas y nuestro compromiso evangelizador.
La nueva civilización comienza con cada uno de nosotros, con cada corazón que se decide a amar, y amar hasta las últimas consecuencias!.