Con gran respeto a todas las opiniones, debo decir con franqueza que no pertenezco al grupo de los que creen que todo lo del COVID-19 es una especie de conspiración global para lograr o acelerar los fines del Nuevo Orden Mundial.
Lo que en cambio sí creo es que, en el mundo en que estamos, abundan los pecados de codicia, ambición, egoísmo y prepotencia–así como, por otra parte, también hay personas admirables, humildes, puras y virtuosas. No es de extrañar entonces que haya quienes quieren capitalizar para sus intereses las consecuencias de esta grave epidemia. Eso va desde la codicia del que tiene una venta de barrio y aprovecha la escasez para subir precios hasta los gobiernos que quieren limitar los derechos de la Iglesia bajo pretexto de cuidar a salud de todos.
No podemos dejarnos sumergir en la paranoia ni ver enemigos por todas partes. Tampoco podemos ser ingenuos y creer que todos los que tienen injerencia en los asuntos públicos están guiados siempre por la búsqueda honesta del mayor bien común.
La expresión “nueva normalidad” no debe, entonces, ser vista de manera distraída pero tampoco de manera angustiada. Despiertos y atentos, hemos de preguntarnos qué intereses reales mueven a quienes toman decisiones que a todos nos afectan. Y por encima de eso, permanecer vigilantes a los intereses de Dios y al bien del ser y la misión de la Iglesia. No es asunto de privilegios es asunto de no permitir que se aproveche una situación de necesidad para empujar agendas que, con astucia o por fuerza, cierran la puerta a Dios.