Todo empezó cuando tenía 15 años. En aquellos momentos ser cristiana para mí consistía en ir a misa los domingos y en rezar un Padrenuestro o un Avemaría cuando me veía en algún aprieto. Me estaba preparando para recibir el sacramento de la Confirmación en mi parroquia. No sentía demasiada ilusión e interés por las catequesis, y me fastidiaba mucho tener que perder una hora, la tarde de los sábados, pero no quería disgustar a mi familia y, además, alguna amiga mía iba también. En el segundo año, animada por el catequista encargado de mi grupo, empecé a integrarme más en la parroquia.
Un día alguien me invitó a asistir a la oración que, una vez a la semana, tenía un grupo de jóvenes. No sabía muy bien qué era aquello de hacer oración. Sin embargo, salí de allí con dos sentimientos en mi corazón: alegría y paz. Sin darme cuenta, ni ser consciente, Dios había salido a mi encuentro. Desde entonces iba todas las semanas a la oración de los jóvenes. Había nacido en mí un deseo de tener momentos de silencio, una gran atracción por la oración. Me encantaba ir a la iglesia y pasarme ratos largos delante del sagrario hablando con ese Alguien que de pronto había aparecido en mi vida. En pocos meses, mi vida había dado un giro grande: el cristianismo no era ya para mí una serie de normas que cumplir, sino una persona viva: Jesucristo; y la Eucaristía, a la que yo antes asistía con cierta desgana e indiferencia, era ahora un encuentro gozoso con Dios. Al año siguiente, me confirmé y empecé a dar catequesis a niños.
Con oración y sin oración
Dios era el amigo cercano que me hacía feliz y me llenaba. En COU conocí a tres religiosas de una Congregación de vida activa. Al ser jóvenes como yo, pronto nos hicimos amigas. Ante mí se abría un mundo del cual yo lo ignoraba casi todo: la vida religiosa. En nuestras conversaciones ellas me hablaban de su vocación, de su alegría por seguir a Jesús…, y entonces empezó a surgir en mi interior un interrogante: ¿No querrá el Señor que también yo le entregue mi vida por completo? La idea, lejos de repugnarme o asustarme, llenaba mi corazón de alegría. Y así, en ese verano del año 92, decidí que sería religiosa. Fui a compartir la noticia con uno de los sacerdotes de mi parroquia, que me aconsejó no precipitarme para madurar más mi vocación. Mientras tanto podría estudiar.
Comencé, pues, la carrera de Biblioteconomía y Documentación. El ambiente de la Facultad me gustaba y, además, compaginaba mis estudios con un trabajo que me permitía disponer de una pequeña cantidad de dinero para mis gastos y caprichos. Poco a poco se fue apagando en mí la ilusión por entregar mi vida a Dios. Empecé a pensar que la vocación religiosa, que veía tan clara pocos meses antes, había sido una simple ilusión. Me di cuenta de las renuncias que supondría para mí el seguir a Cristo y empecé a sentir miedo. Yo seguía entregada a mis compromisos en la parroquia, pero en mi interior yo me alejaba cada vez más de Dios. Llegué a dejar prácticamente la oración: pensé que, al abandonar el trato con Dios, la idea de la vocación religiosa se iría apagando hasta desaparecer totalmente. Pero yo cada vez me sentía más insatisfecha y más infeliz; había un gusanillo en mi interior que no me dejaba tranquila, y nada me llenaba…
“No añoraba nada de fuera”
En esta situación me encontraba, cuando una religiosa me invitó a hacer Ejercicios Espirituales. La idea, por un lado, me agradó: quería poner orden en mi vida y en mi relación con Dios. Por otro lado, me aterraba: no sé por qué, en el fondo de mi alma, intuía que el Señor aprovecharía la ocasión para proponerme de nuevo su proyecto sobre mí. Mis temores se confirmaron: otra vez sentí la llamada al seguimiento radical de Cristo, la convicción profunda de que mi vida sólo sería plena si se la entregaba totalmente a Dios. Recuerdo que derramé muchas lágrimas y que me enfadé mucho con Dios. Pero en lo profundo de mi corazón sentía una gran paz: Dios no se había olvidado de mí, ni me había dejado de amar. Al terminar los Ejercicios, le pedí al Señor que me ayudara a darle ese sí que me pedía, pues yo no me sentía con fuerzas.
Quedaba un punto por aclarar, ¿dónde me quería Dios? Un día conocí a dos religiosas de vida contemplativa que estaban en Salamanca, pasando unos días por motivos de salud. Eran clarisas y vivían en Villalpando. Me ofrecieron hacer una experiencia en su monasterio. Y así lo hice. Conviví un mes con las hermanas. La vida sencilla en el monasterio dedicada a la oración, al trabajo escondido…, me encantó. No añoraba nada de fuera. Y las hermanas no eran seres raros, sino personas muy sencillas y normales que irradiaban una gran alegría… Había encontrado mi sitio. Unos meses más tarde, dejé mi familia y mi hogar e ingresé en el monasterio para comenzar una vida nueva entregada a Dios. Había encontrado una perla de infinito valor. Estaba dispuesta a venderlo todo para poseerla plenamente.
María del Carmen de Arriba