No es sólo la guerra la que mata la paz. Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo, tal como está ocurriendo frecuentemente hoy, con horrible y a veces legal facilidad, con la supresión de la vida naciente, con el aborto. Se suelen invocar en favor del aborto las razones siguientes: el aborto mira a frenar el aumento molesto de la población, a eliminar seres condenados a la malformación, al deshonor social, a la miseria proletaria, etc.; da la impresión de beneficiar más bien que perjudicar a la paz. Pero no es así.
La supresión de una vida naciente, o ya dada a luz, viola ante todo el principio moral sacrosanto, al que debe hacer siempre referencia la concepción de la existencia humana: la vida humana es sagrada desde el primer momento de su concepción y hasta el último instante de su supervivencia natural en el tiempo. Es sagrada: ¿qué quiere decir esto? Quiere decir que queda excluida de cualquier arbitrario poder supresivo, que es intocable, digna de todo respeto, de todo cuidado, de cualquier debido sacrificio. Para quien cree en Dios es espontáneo e instintivo, es debido por ley religiosa trascendente, e incluso para quien no tiene esta suerte de admitir la mano de Dios protectora y vengadora de todo ser humano, es y debe ser intuitivo en virtud de la dignidad humana este sentido de lo sacro, es decir, de lo intocable, de lo inviolable, propio de una existencia humana viva. Lo saben, lo sienten aquellos que han tenido la desventura, la culpa implacable, el remordimiento siempre renaciente de haber suprimido voluntariamente una vida; la voz de la sangre inocente grita en el corazón de la persona homicida con desgarradora insistencia: la paz interior no es posible por vía de sofismas egoístas. Y si lo es, un atentado contra la paz, es decir, contra el sistema protector general del orden, de la humana y segura convivencia, en una palabra contra la paz, ha sido perpetrado: vida individual y paz general están siempre unidas por un inquebrantable parentesco. Si queremos que el orden social creciente se asiente sobre principios intocables, no lo ofendamos en el corazón de su esencial sistema: el respeto a la vida humana. También en este sentido paz y vida son solidarias en la base del orden y de la civilización.
El discurso puede prolongarse sometiendo a examen las numerosas formas en que la ofensa a la vida parece convertirse en costumbre, las maneras de delincuencia colectiva, para asegurarse la complicidad del silencio o la de enteros sectores de ciudadanos, para hacer de la venganza privada un vil deber colectivo, del terrorismo un fenómeno de legítima afirmación política o social, de la tortura policial un método eficaz de la fuerza pública que no mira ya a restablecer el orden, sino a imponer una innoble represión. Es imposible que la paz florezca donde la incolumidad de la vida se halla comprometida hasta este extremo. Donde reina la violencia, desaparece la verdadera paz. Por el contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social.
Documentos de nuestro progreso civil son los textos de los compromisos internacionales en favor de la tutela de los Derechos Humanos, de la defensa del niño, de la salvaguardia de las libertades fundamentales del hombre. Son la epopeya de la paz, en cuanto son un escudo que defiende la vida. ¿Son completos? ¿Son observados? Todos nosotros nos damos cuenta de que la civilización se manifiesta en tales declaraciones y que encuentra en ellas el aval de la propia realidad, plena y gloriosa, si esas declaraciones pasan a las conciencias y a las costumbres; realidad escarnecida y violada, si quedan en letra muerta.
¡Hombre, hombres de la madurez del siglo XX! Vosotros habéis firmado las Cartas gloriosas de vuestra plenitud humana ya conseguida, si tales Cartas son verdaderas; habéis sellado vuestra condena moral ante la historia, si ellas son documentos de veleidades retóricas o de hipocresía jurídica. El metro está ahí: en la ecuación entre paz verdadera y dignidad de la vida.
Acoged nuestra imploración suplicante: que tal ecuación se lleve a efecto y que sobre ella se eleve una nueva cúspide en el horizonte de nuestra civilización de la vida y de la paz: la civilización, decimos una vez más, del amor.
¿Queda dicho todo?
No, falta por resolver una cuestión: ¿cómo realizar este programa de civilización? ¿Cómo hermanar de veras la vida y la paz?
Respondemos en términos que pueden parecer inaccesibles a cuantos encierran el horizonte de la realidad en la sola visión natural. Hay que recurrir a ese mundo religioso, que Nos llamamos “sobrenatural”. Es necesaria la fe para descubrir ese sistema de eficiencias que intervienen en el conjunto de las vicisitudes humanas, en las que se injerta la obra trascendente de Dios y que las habilita para efectos superiores, imposibles humanamente hablando. Hace falta la religión viva y verdadera, para hacerlos posibles. Hace falta la ayuda del “Dios de la paz” (Flp 4, 9).
Dichosos nosotros si conocemos esto y lo creemos; y dichosos si, de acuerdo con esta fe, sabemos descubrir y poner en práctica la relación existente entre la vida y la paz.
Porque existe una excepción capital al razonamiento expuesto más arriba, el cual antepone la vida a la paz y hace depender la paz de la inviolabilidad de la vida: es la excepción que se verifica en aquellos casos en que entra en juego un bien superior a la misma vida. Se trata de un Bien cuyo valor desborda el valor de la vida misma, como la verdad, la justicia, la libertad civil, el amor al prójimo, la fe… Entonces interviene la palabra de Cristo: “Quien ama la propia vida (más que estos bienes superiores), la perderá” (cf. Jn 12, 25). Esto demuestra que así como la paz debe ser considerada en orden a la vida y que así como el ordenado bienestar asegurado a la vida debe desembocar en la paz misma cual armonía que hace ordenada y feliz, interior y socialmente, a la existencia humana, así también esta existencia humana, esto es, la vida, no puede ni debe sustraerse a las finalidades superiores que le confieren su primordial razón de ser: ¿para qué se vive? ¿Qué es lo que da a la vida, además de la ordenada tranquilidad de la paz, su propia dignidad, su plenitud espiritual, su grandeza moral y, también su finalidad religiosa? ¿Se habrá perdido quizá la paz, la verdadera paz, cuando en el área de la vida se haya dado carta de ciudadanía al Amor, en su más alta expresión que es el sacrificio? Y si el sacrificio entra verdaderamente en un designio de redención y de título meritorio para una existencia que trasciende las formas y las medidas temporales, ¿no recuperará su verdadera y centuplicada paz de la vida eterna? (cf. Mt 19, 29) El que es discípulo de la escuela de Cristo puede comprender este lenguaje trascendente (cf. Mt 19, 11) ¿Y por qué no podríamos ser nosotros esos alumnos? Cristo “es nuestra paz” (cf. Ef 2, 11).
[Mensaje de Pablo VI el 1 de Enero de 1977, penúltimo de su pontificado.”]