Epílogo de la primera presencia de los jesuitas en México

Nuestra Señora de Loreto

El 19 de octubre de 1697 desembarcó la expedición misionera en la costa californiana, frente a la actual isla del Carmen, y una vez plantada una cruz y entronizada la imagen de Nuestra Señora de Loreto, establecieron lo que había de ser Loreto, la misión central de California.

Los primeros contactos con los indios que se acercaron fueron ambiguos. A los que se acercaban de paz, les daban de comer diariamente pozole o maíz cocido. A los de guerra, hubo en alguna ocasión que espantarlos a tiros, y murió alguno. La intervención del buen cacique de San Bruno, que trece años antes se había hecho amigo del padre Kino, facilitó mucho las cosas. Y en noviembre llegó el padre Píccolo, que había de ser durante 31 años uno de los puntales de la misión.

En seguida iniciaron tareas de construcción y de doctrina, pero muy pronto vieron que el problema primario eran los abastecimientos. El mismo padre Salvatierra tuvo momentos de desánimo: «Escribo esta relación sin saber si la acabaré de escribir, porque a la hora que la escribo nos hallamos aquí con bastantes necesidades, por falta de socorro; y como cada día van apretando más, y yo soy el más viejo del Real de Nuestra Señora de Loreto, daré el tributo primero, cayendo como más flaco en la sepultura» (Ensanchadores 32). Los misioneros, incapaces de hacerse a la dieta de los indios californios, apenas subsistían con legumbres secas y leche de cabra, con algo de pescado seco en Cuaresma.

Las solicitudes urgentes a México no recibían normalmente otra respuesta que la negativa o el silencio administrativo. Muy de tarde en tarde, la llegada de algún barco de socorro -el San José, el San Xavier, el San Fermín-, enviado por los amigos jesuitas o seglares, hacía posible la prolongación de la aventura… En 1699 pudieron los misioneros salir a explorar la tierra, y en lugar adecuado fundaron la misión de San Francisco Xavier.

Viaje a México

El padre Salvatierra hubo de pasar a México en 1701 a recabar más ayudas. Fue entonces cuando, con el padre Kino, descubrió la condición peninsular de California. Nuevos misioneros se sumaron a la empresa: los padres Manuel Basaldúa, michoacano, Jerónimo Minutuli, italiano de Cerdeña, y sobre todo el gran apóstol Juan de Ugarte, nacido en Honduras de padres vascos. Era éste un misionero de una firmeza apostólica absoluta. En una ocasión realmente desesperada, cuando el mismo Salvatierra proponía ya dejarlo todo, Ugarte se fue a la iglesia, y a los pies de la Virgen de Loreto hizo voto de no desamparar la misión como no fuera por mandato de obediencia. Y allí siguieron todos…

La dificil subsistencia

Un soldado de la escolta tenía autoridad civil sobre los indios, pero el gobierno de éstos lo llevaba de hecho el misionero, que nombraba entre ellos gobernador, fiscal de la Iglesia y maestro de escuela.

Con enorme paciencia, los misioneros debían enseñar a los indios californios la doctrina cristiana, las oraciones y los sacramentos, y lo que resultaba más difícil, tenían que acostumbrarles a trabajar, cultivar la tierra, criar ganado, construir iglesias y casas, escuelas y depósitos. Además de esto, los misioneros habían de vestir a los indios y cuidarlos si caían enfermos.

El trabajo y las necesidades eran, pues, innumerables. Al principio, los padres sustentaban a todos los indios que se reducían al pueblo misional. Una vez reducidos e instruídos, mantenían sólo a los gentiles que iban a catequizarse. Y los domingos se daba de comer a cuantos acudían a misa. Cuando el suministro alimentario desaparecía, fácilmente los indios abandonaban la misión…

Por lo demás, muy escasas eran las ayudas recibidas de México, aunque los amigos de la misión formaron un Fondo Piadoso de las Californias, y hubo haciendas en la Nueva España destinadas a la ayuda de la obra misionera. Por eso pronto comprendieron los misioneros que su labor sólo podría prolongarse si lograban una autosuficiencia económica. Sólamente un trabajo enorme podría sacar adelante aquella aventura misional que parecía imposible.

El padre Ugarte (1660-1730)

En estos trabajos sobresalió Ugarte, que en San Xavier vino a ser el procurador principal de las otras misiones más pobres. Una vez celebrada la Misa, y rezadas las oraciones, daba el desayuno a los indios, y se iba luego con ellos a la fábrica de la iglesia, a los desmontes de terreno, los cultivos y demás lugares de trabajo. Los indios no hacían sino lo que el misionero iba haciendo antes que ellos. O en ocasiones se quedaban viendo a los que trabajaban, riéndose y haciendo bromas, incapaces de ver utilidad alguna a cualquier acción -por ejemplo, hacer adobes- que no diese una ventaja absolutamente inmediata.

Aun siendo las condiciones tan adversas, los indios se fueron acostumbrando al trabajo, y grandes obras se fueron llevando adelante. Se llenaron precipicios, se llevó tierra donde había agua y se hizo llegar el agua a donde había tierra, se multiplicó grandemente el ganado caballar y lanar. Los indios aprendieron a cardar la lana, hilarla y tejerla. Ugarte mismo fabricó las ruecas, tornos y telares, y consiguió que un tejedor de Tepic, con sueldo, viniera a enseñar su arte a los indios. Procuró a los indios, además de las tierras comunales, gallinas, cabras, ovejas y sementeras propias, donde cosechaban maíz, calabazas y otros frutos.

El ejemplo de Ugarte fue tomado como norma para el planteamiento de las demás misiones californianas. Las misiones jesuitas de California, de 1697 a 1768, subsistieron por sus propios trabajos y por las ayudas particulares de buenos cristianos laicos. Y así en 1707, año de gran sequía y escasez en la Nueva España, el padre Ugarte podía escribir en una carta: «Gracias a Dios, ya va para dos meses que comemos aquí con la gente de mar y tierra buen pan de nuestra cosecha de trigo, pereciendo los pobres de la otra banda, así en Sinaloa como en Sonora. ¿Quién lo hubiera soñado? Viva Jesús y la Gran Madre de la Gracia, y su Esposo, obtenedor de imposibles» (Ensanchadores 39).

Más aventuras

Nuevas misiones van naciendo, Santa Rosalía de Mulegé, Ligui, Guadalupe, La Purísima, San Ignacio, San José de Comondú, San Juan… El padre Salvatierra es nombrado Provincial de los jesuitas, pero logra en 1707 liberarse de su cargo y volver a California. Las iglesias, algunas muy hermosas, se alzan en todas las misiones, cambiando la fisonomía de la península, y ninguna tenía menos de tres campanas, «que no hacen mala música cuando se tira de ellas».

Pronto se inutilizaron los barcos San José y San Fermín, y como único medio de transporte quedó la pobre lancha San Xavier, que en 1709 encalló durante una tempestad arriba de Guaymas, fue desmantelada y enterrada por los indios seris, y recuperada tras dos meses de grandes trabajos. Por ese tiempo, una terrible epidemia de viruela diezmó a los californios, especialmente a los niños.

Un barco construido en California

En 1717 pasó el padre Salvatierra a México para tratar asuntos de la misión, y allí murió, en Guadalajara, a los 71 años, agotado y lleno de méritos. Fue sepultado en la Capilla de Loreto que él mismo había edificado. El padre Ugarte le sucedió al frente de las misiones de California.

La dificultad de comunicación marítima entre la península y Guaymas era entonces uno de los problemas más graves y urgentes. Por esas fechas, ya sólo quedaba en servicio la veterana lancha San Xavier, que hacía tiempo que venía pidiendo la jubilación. El padre Ugarte, en la imposibilidad de conseguir un barco de México, decidió, ante el asombro de muchos, armar un barco en California, donde no había maderas ni clavos, jarcias ni brea, ni menos oficiales expertos en la construcción.

Sin embargo, él trajo a Loreto constructor y oficiales, y habiendo oído que 70 leguas al norte había una zona de árboles grandes, allí se fue con su gente, y en cuatro meses de trabajos de tala y arrastre, al tiempo que catequizaba a los indios de la zona, se consiguió la madera precisa. Finalmente, y en breve tiempo, pudo ser botada en 1720 la balandra Triunfo de la Cruz, que sirvió a la misión en 120 travesías durante 25 años.

En ese mismo año, se inició la evangelización de los guaycuros, en la bahía de La Paz, al sur de Loreto, y se fundó la misión de Guadalupe Guasinapi, establecida allí donde el padre Ugarte evangelizó mientras se cortaban troncos. En los años siguientes se fundaron nuevas misiones: Ntra. Señora de los Dolores, Santiago de los Coras, San Ignacio Kadakaamán, Cabo de San Lucas, Santa Rosa de las Palmas, San José del Cabo…

Sangre de mártires

El padre Francisco María Píccolo murió a los 79 años, en 1729 en Loreto, después de 32 años de misión en la península. Y en 1730, a los 70 años, y 30 de misión californiana, falleció el gran padre Ugarte. Poco años después otros sacerdotes consumaron allí también la ofrenda de sus vidas, esta vez con una muerte martirial. En aquellos años, apenas tenían protección militar los misioneros de aquella zona: en La Paz había dos soldados, otros dos en Santa Rosa, ninguno en San José del Cabo…

Así las cosas, unos mulatos y mestizos, que habían sido dejados por piratas y marinos extranjeros en la costa sur, encendieron en las rancherías de los indios pericúes, entre Santiago y San José, el fuego perverso de la rebelión, que fue creciendo hasta hacerse un gran incendio. Cuatro misiones fueron arrasadas, y estuvieron en grave peligro todas las de California.

A primeros de octubre de 1734, los indios conjurados llegaron un día a Santiago poco después de que el padre Carranco celebrara su misa, cayeron sobre él, lo mataron con flechazos y golpes de palos y piedras, profanaron su cadáver y lo quemaron. De allí pasaron a San José, donde hicieron lo mismo con el padre Tamaral. Otro jesuita, el padre Tavaral huyó a la Bahía de la Paz, y los asesinos que le buscaban para matarle, desahogaron su frustración matando a 27 cristianos y catecúmenos… Todos los demás misioneros, por orden del Visitador, se acogieron al fuerte de Loreto a comienzos de 1735.

Avisado el virrey, que era el arzobispo Vizarrón, enemigo de los jesuitas, nada hizo para socorrer las misiones amenazadas. El auxilio vino de la nación yaqui, fiel a los misioneros cristianos. 600 guerreros se ofrecieron para la defensa, pero sólo 60 fueron elegidos para embarcarse y atravesar el golfo de California. Con esto se contuvo la rebelión, y más cuando no mucho después el virrey y el gobernador de Sinoaloa enviaron tropas que establecieron un fuerte en San José del Cabo. A petición de los indios, los misioneros volvieron entonces a sus misiones, que recuperaron su vida normal, y aún fundaron años después las de Santa Gertrudis (1752), San Borja (1762) y Santa María de los Angeles (1766).

Después de casi dos siglos de fracasadas empresas civiles y militares, 52 misioneros jesuitas, con la gracia de Cristo, lograron en 72 años (1697-1768) la conquista espiritual y la civilización de la península de California, en la que establecieron 18 misiones.

Expulsión de los jesuitas

Por esos años, después de tantos trabajos y sufrimientos, después de tanta sangre martirial, las misiones de la Compañía, también en las regiones más duras, como California o la Tarahumara, vivían una paz floreciente. Sin embargo, «el tiempo se estaba acabando para los jesuitas españoles en América, así como se había terminado para sus hermanos portugueses y franceses. Expulsados de Brasil en 1759 y de las posesiones francesas en América en 1762, los jesuitas de las colonias españolas eran objeto de muchas críticas y de acre enemistad en contra de ellos» (Dunne 321).

Como había sucedido en otras cortes borbónicas, también en la de España los favoritos de la corte y los ministros, con las intrigas del primer ministro conde de Aranda, determinaron que el rey Carlos III expulsara a los jesuitas en 1767 de todos los territorios hispanos.

El 24 de junio de 1767 el virrey de México, ante altos funcionarios civiles y eclesiásticos, abrió un sobre sellado, en el que las instrucciones eran terminantes: «Si después de que se embarquen [en Veracruz] se encontrare en ese distrito un solo jesuita, aun enfermo o moribundo, sufriréis la pena de muerte. Yo el Rey».

Cursados los mensajes oportunos a todas las misiones, fueron acudiendo los misioneros a lo largo de los meses. Los jesuitas, por ejemplo, que venían de la lejana Tarahumara se cruzaron, a mediados de agosto, con los franciscanos que iban a sustituirles allí -como también se ocuparon de las misiones abandonadas en California y en otros lugares-, y les informaron de todo cuanto pudiera interesarles. Llegados a la ciudad de México, obtuvieron autorización para visitar antes de su partida el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. La gente se apretujaba a saludarles en la posada en que estaban concentrados. El jesuita polaco Sterkianowsky escribía: «Parecía increíble el entusiasmo con que venían a visitarnos desde México. Si tratara de exagerar, no llegaría a hacerlo». Poco antes de Navidad, cuenta Dunne, unidos a otros jesuitas que venían de Argentina y del Perú, «partieron enfermos y tristes, abandonando para siempre el Nuevo Mundo. Salieron de América para vivir y morir en el destierro, lejos de sus misiones queridas y de sus hijos e hijas, sus neófitos» (330).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.