Es interesante ver que la formación sacerdotal actual prepara, o quisiera preparar, al sacerdote para sostenerse espiritual, emocional e incluso económicamente por sí solo, como si no tuviera comunidad, como si no pudiera encontrar su descanso o su alegría en una comunidad. El ejemplo típico es el celibato: la robustez espiritual, los recursos psíquicos y afectivos, las estrategias sociales, el ejercicio de la prudencia, todo ello se supone que le toca al sacerdote; y le toca toda la vida, en todas las circunstancias y por todos los lugares donde pase.
Pero hay otro ejemplo más dramático: la oración. La disciplina de la oración, la manera de orar, los tiempos de oración, el progreso en la vida de oración: todo queda al cuidado, la responsabilidad y la soledad del sacerdote. Se supone que el seminario debe darle los elementos para ser un solitario y a la vez ser muchas otras cosas: un ermitaño a la hora de rezar, un predicador en la misa de la mañana, un ejecutivo ante el consejo pastoral de la tarde, una estrella de la farándula con el grupo de jóvenes de la noche. Esa mezcla diaria de monje, funcionario, terapeuta, profesor y artista no funciona bien siempre. No porque sea imposible, no porque no sea necesaria en un cierto sentido, sino porque todo ese tour el sacerdote se supone que debe aprender a vivirlo como un arte suyo. Se pueden hacer muchos elogios sobre el heroísmo de esa soledad pero también se pueden recordar demasiados casos en que ella ha conducido sencillamente a sacerdotes mediocres, fracturados psicológica o afectivamente, apegados a los mínimos y tratando de buscar siempre un espacio para su verdadera realización personal y felicidad, a través de cosas bien mundanas: dinero, posesiones, prestigio, placer.
De nuevo: no es asunto de “consígamosle una esposa al cura.” No se trata de “normalizar” socialmente al sacerdote haciéndolo homólogo a los hombres de su tiempo, porque precisamente esos hombres y mujeres de su tiempo necesitan algo más que ver una familia decente y sana. Muchas de las familias pueden ser decentes y sanas, pero eso no elimina la necesidad infinita del corazón que ha sido Creado para Dios, para el Dios infinito que lo trasciende todo y lo penetra todo. El sacerdote es, entre otras cosas, el testigo cualificado de la verdad de la fe que nos salva: es el profeta, el maestro en los caminos del Espíritu. Lo demás que haga, incluyendo el despacho o el colegio parroquial, es secundario frente a su inconmensurable tarea de guiar las ovejas de Cristo hacia su único Pastor y Dueño.
Si el asunto no es de conseguir esposas a los sacerdotes, sí es en cambio de infundir una espiritualidad nueva, en la que el sacerdote no sea o no tenga que ser un superhombre al que se le elogia al precio de aislarlo. Es una espiritualidad en que el sacerdote es formado no en paralelo a una comunidad que le resulta anónima hasta que un día lo nombran vicario o párroco. Esto implica muchas preguntas sobre la vida de los seminarios y casas de formación (de aquí en adelante cuando hablo de seminarios incluyo en el término las casas de formación de religiosos).
Antes decíamos que es dificil para el sacerdote ser sacerdote sin saber para quiénes lo es. Tal incertidumbre afecta también a los seminaristas. ¿No sucede acaso que es en el seminario donde muchos jóvenes piadosos pero inmaduros pierden de vista para quiénes, para qué rostros, historias y dolores van a ser ordenado ministro? No es cosa de echar la culpa a los formadores, sino preguntarnos todos si es posible formarse como sacerdotes “en abstracto” con el propósito, por otra parte razonable, de estar libres para “aterrizar” en cualquier lugar y en cualquier tiempo.
Los seminarios, una de las herencias más valiosas de Trento, no deberían ser considerados como una única respuesta para tener sacerdotes santos. Juan Pablo II no fue el fruto de un seminario. Sus circunstancias fueron especiales, y ello se presentará como un argumento para no institucionalizar una formación extra-seminario, pero no deberíamos pensar que las únicas circunstancias especiales son las que trajo el comunismo ateo a Polonia. De hecho, los sacerdotes santos anteriores a Trento tuvieron caminos de formación que seguramente son harto diversos entre sí y que sin embargo dieron frutos. Podemos pensar que hay un tesoro de tradición sacerdotal que no debería quedar cancelado por la llegada de una idea que es buena, indudablemente, pero que también tiene sus limitaciones. Precisamente para superar esas limitaciones hay que aprovechar las “otras” experiencias, como la de Juan Pablo II o la de Santo Domingo Guzmán.