Se ha dicho que el siglo XIX transpiraba el optimismo propio de la Modernidad. El término “progreso” era visto como la ley saludable, feliz e inevitable en cada área de la existencia. La evolución de las especies de Darwin se supone que prometía una especie de mejoramiento continuo que debía tener su demostración en las avanzadas formas de vida que vemos en el planeta–empezando por nosotros mismos, los seres humanos. La revolución industrial prometía encontrar soluciones cada vez más perfectas a los desafíos que pudieran arrojarse a la especie humana. La consigna del “más y mejor” parecía poder obtenerse de la naturaleza, vista como cantera inagotable, y del ingenio humano, visto como el rey natural de un mundo donde la razón era “diosa.”
Tal ebriedad de optimismo pronto se estrelló con límites inéditos, rudos, desalentadores al extremo. Dos guerras mundiales, décadas de guerra fría, un planeta asfixiado en sus deshechos industriales, agotamiento de recursos energéticos, calentamiento global muy probablemente causado o agravado por la actividad humana, una crisis financiera que mantuvo en ascuas los mercados del mundo por meses interminables… la lista que el siglo XX dejó en herencia no da para sonrisas de triunfo sino, según se mire, para exámenes de conciencia y seria preocupación en todos los que queremos sentirnos viajeros responsables de esta nave espacial que se llama la Tierra–el único lugar amigable para la especie humana en todos los trillones de kilómetros cúbicos que nos rodean. No sólo no sabemos sino que podemos vivir en otro sitio.
Así ha comenzado este siglo XXI, que, por si le faltaran motivos de inquietud, ya vio caer, junto con las Torres Gemelas de Nueva York, la ilusión de un mundo en el que el diálogo razonable prevaleciera sobre el fanatismo y la agresión que no conoce compasión por los inocentes. Las cosas han llegado a un punto en que la mayor parte de las referencias de firmeza se han visto desacreditadas desde dentro o salvajemente amenazadas desde fuera. Ya se trate de corrupción e incoherencia, o de intolerancia e indiferencia, el Estado, la Iglesia, la ciencia, la sociedad misma se saben bajo severo cuestionamiento.
Semejante inestabilidad ha engendrado una juventud insegura de todo, menos de sus derechos. El egoísmo, el individualismo, la moral a la carta, pueden quizás contarse también como frutos de un ambiente que no parece ofrecer referencias claras sobre qué sigue siendo cierto y a qué sigue valiendo la pena apostarle. En tal ambiente enrarecido prospera una mentalidad individualista que sólo considera sagrado el instante placentero y la amistad cómplice. La familia, descuadernada y vaciada de sentido en tantas instancias, sólo alcanza a contemplar impotente cómo los más chicos pasan a ser propiedad del Estado-Mercado, o del Estado-Máquina de Producción, o de los engranajes del consumo, o de las asociaciones suburbanas calcadas de las pandillas y nuevas tribus.
Hay también esfuerzos notables y siempre hay héroes y gente meritoria. Los apóstoles pro-vida, las parejas que se aman con devoción y fidelidad, los equipos de voluntarios que se empeñan en aliviar el dolor de sus congéneres, los predicadores sinceros y generosos con la luz del Evangelio, los orantes de corazón cargado de bondad… no cabe duda de que hay muchísimo que agradecer y siempre abundan las razones para esperar. Y sin embargo, uno tiene la sensación de que se ha vuelto difícil sembrar sonrisas, tanto como se ha vuelto cruel esperar compasión. Todos nos vamos volviendo un poco “emos,” un poco melancólicos, solitarios, hedonistas, como ellos, los jóvenes que nos asustan con su música, sus camisetas, sus tatuajes.
Y en medio de todo ello, llega la Navidad. “¡Cristo nace!,” gritamos, sin mucha certeza de que alguien oiga o de que a muchos les interese. Uno podría desalentarse o quizás echar de menos otras navidades, tal vez por aquello de los engaños de la nostalgia humana. Pero, seamos sinceros, cuando Cristo nació en Belén, ¿a quién le importó? Como rocío de la mañana, como los rayos del día que empieza, Cristo saludó nuestra historia en la más perfecta humildad; en escandalosa discreción, si pudiéramos así decir.
La noche en que nació el Hijo de Dios muchos se emborracharon, y no de gozo, sino de vino; muchos siguieron maldiciendo su suerte, ausentes de la esperanza que ya traía ese Niño en su sonrisa de cielo; muchos durmieron y despertaron pensando en sus negocios y sus monedas, ignorantes del regalo impagable que estaba ya en el pesebre.
Cristo quiso llegar a este mundo como un susurro, como un secreto de amor, como ese beso que en la noche se le da a un enfermo grave, con temor de despertarlo de su frágil sueño. Así vino él, infinitamente discreto, humilde hasta el extremo, silencioso aunque su nombre fuera la Palabra de Dios. Y de esa humildad pasó a la humildad de Nazareth, trabajando y sufriendo como uno más; y de allí a sus meses de predicación y ministerio público, huyendo de toda ostentación y esforzándose sólo en revelar la misericordia del Padre, y en formar, hasta donde fuera posible, a ese Nuevo Israel–el grupo de sus apóstoles. Y del agotamiento del camino a una nueva humildad, la de la Cruz. Y de allí al silencio de la tumba. Del silencio del pesebre al silencio de la Cruz y al silencio del sepulcro. Y desde todos esos silencios, su grito de amor. Es su estilo.
Y es también el estilo que mejor podemos entender hoy. Su estilo es el que nos hace falta. Menos gritos y más persuasión. Menos discusiones y más compasión. Menos pretensiones y más gratuidad. Menos planes gigantescos y más atención al pequeño que está a nuestro lado, mendigando un poco de cariño, de escucha, de consejo, de luz.
Navidad no es volver a los planes colosales ni a la embriaguez de un optimismo autosuficiente. Lejos de la desesperación pero también de la fantasía, Navidad es acoger el estilo de Jesús. Es respirar el silencio de Jesús para luego cantar la Palabra de Jesús, y su Evangelio y su contagioso entusiasmo por el Reino de Dios.
¡Feliz Navidad!