Relato primigenio de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe, 1a parte

Sábado 9, diciembre 1531

En el Tepeyac, madrugada. «Diez años después de tomada la ciudad de México, se suspendió la guerra y hubo paz en los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según se dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales, aún todo pertenecía a Tlatilolco1.

«Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac, amanecía; y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepujaba al del coyoltótotl y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan.

«Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: ¿por ventura soy digno de lo que oigo? ¿quizás sueño? ¿me levanto de dormir? ¿dónde estoy? ¿acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿acaso ya en el cielo? Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, de donde procedía el precioso canto celestial; y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: Juanito, Juan Dieguito2. Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara. Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro. Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho.

«Ella le dijo: Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?3 El respondió: Señora y Niña mía4, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco5, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor. Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad; le dijo: Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la Siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive6; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo7, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo; le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo.

«Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo. Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a México».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.