La única manera de cambiar el futuro es cambiar el presente, porque, como era sabido ya de los antiguos, las mismas causas traen los mismos efectos.
Ahora bien, hay que atender a la palabra cambio, porque no todo movimiento es un verdadero cambio. Parece razonable reservar el verbo “cambiar” a lo que sucede cuando hay una mudanza en términos de la calidad, pues aquello que finalmente queda como estaba, o al mismo nivel, no solemos decir que haya cambiado en realidad.
La calidad es un atributo que evaluamos con la experiencia y la inteligencia. Según eso, si queremos una mejor calidad de vida para el futuro necesitamos un cambio cualitativo en nuestra manera presente de experimentar y de entender. O con otras palabras: nuestras nuevas experiencias y nuevos modos de comprensión labran un futuro distinto. De la educación puede brotar vida, nueva vida.
¿De dónde surgen las nuevas experiencias? Dado que una experiencia implica de algún modo el encuentro de un “sujeto” que experimenta y de un “objeto” experimentado, hay dos posibles respuestas: las nuevas experiencias se dan por cambio del lado del “objeto,” como cuando buscamos vivir algo nuevo, o se dan del lado del “sujeto,” como cuando aprendemos a vivir de manera nueva.
La educación debe procurar ambas cosas. No puede encerrarse en el repertorio de sensaciones, recuerdos, ambientes y discursos, es decir, en el mundo de los “objetos” tradicionales. Esto supone potenciar caminos y metodologías nuevas que lleven a los estudiantes a recuperar y direccionar esa maravilla que se llama el “asombro.”
Pero el asombro poco puede cuando el sujeto ha perdido la capacidad de asombrarse. Educar es difícil cuando el estudiante siente que ya lo ha visto todo o que todo le da lo mismo. Por eso las nuevas experiencias significan de algún modo “nuevos estudiantes,” no en cuanto al número sino en cuanto a la disposición para acoger la novedad incluso en las cosas pequeñas.
Sin embargo, las experiencias no son todo. La experiencia alcanza su fuerza interior a través de la palabra. Y la palabra requiere destrezas esencialmente distintas al simple percibir, así lo percibido sea asombroso y fecundo. Es aquí donde tienen su lugar propio la capacidad de abstraer, la virtud de la palabra exacta, el ejercicio de la argumentación y la facultad misma de comprender racionalmente.
En el caso de un país, que tantas complejidades tiene, la parte del “entender” suele ser despreciada, aunque no de modo explícito. Me explico: todos nos consideramos expertos en “colombianidad” por el sólo hecho de ser colombianos. Solemos hablar siguiendo corrientes de opinión más o menos empíricas y parece que las soluciones fueran tan obvias que sólo queda reprochar a los gobiernos de turno el no ponerlas por obra.
Un buen educador, por el contrario, sabrá introducir a los estudiantes en las complejidades propias de la realidad social; le hará gustar los discursos a veces contradictorios de quienes proponen diagnósticos y caminos de solución; le mostrará las instancias que deben actuar y cómo lo hacen o dejan de hacerlo; abrirá finalmente ante sus ojos los caminos que sigue la información y cómo ella misma se transforma en objeto de codicia e instrumento de poder.
Educar para el futuro es un acto de amor, desde luego, y requiere por ello mismo grandes dosis de abnegación. Ningún educador espera cosechar por la tarde lo que sembró en la mañana, pero se necesita algo más que esta paciencia propia del oficio para sembrar lo que uno nunca llegará a ver. Y los cambios que demanda un país como es Colombia, con los precedentes de impunidad, egoísmo, violencia y mentira institucional, no son cosa de una generación. Es verdad que hay inmensos recursos naturales, una creatividad fantástica y un potencial de vida y de recuperación asombrosos; mas ello no florecerá solo, sobre todo: no florecerá ahogado por la cizaña de los males que hemos mencionado.
La tarea pues es inmensa y requiere dosis de amor inusuales. No amor de puro sentimiento ni mucho menos de idealización, sino amor en el sentido más hondo: dar vida, traer el bien genuino, luchar sin próxima. Un par de generaciones de educadores de esa talla, y un nuevo sol amanecerá en nuestro país.