Usualmente los hijos viven de los papás, es decir, de la economía y recursos de sus progenitores. En sociedades industrializadas y desarrolladas, sin embargo, se ve un caso contrario: papás que viven de los hijos. No me refiero al caso más que explicable de los padres ancianos que, después de una vida de esfuerzos, reciben en bienes materiales y cariño la justa retribución de todo lo que han dado a su prole. Hablo de padres y sobre todo madres jóvenes que tienen hijos con el propósito básico de recibir altos subsidios de vivienda y de dinero para su uso personal.
Hay casos patéticos. En esta sociedad adelantada y pudiente, a la vez que secular y capitalista, cada bebé trae no un pan debajo del brazo, sino un cheque por 150 euros mensuales. En zonas empobrecidas de Dublín puede verse el grotesco espectáculo de niños que crecen desprovistos de salud, atención, amor, cuidado, como matas silvestres en la calle, prontos al consumo de la droga y a ingresar a las filas del vandalismo urbano. Sus mamás, usualmente mujeres pobres y madres solteras, suelen padecer de alcoholismo o drogadicción. Saben que el dinero por su hijo o hijos les llegará y saben que mientras sean madres de menores de edad el Estado les asegura un lugar de vivienda. Tratan con dureza a los niños, en quienes ven una especie de estorbo necesario.
La razón de los subsidios es más que buena y razonable, desde luego. Muchísimos abortos han sido evitados y muchas oportunidades de vida y de progreso han sido abiertas. Pero, tratándose de esta naturaleza humana nuestra, tan propensa al egoísmo y la vanidad, está claro que necesitamos más que leyes sensatas. Sin negar que significan un avance en comparación con lo que se ve en otras partes, queda claro que sólo Dios da un corazón nuevo y un espíritu nuevo.