La Fuente de la Esperanza y el Borde de la Pobreza

En su reciente viaje apostólico al Africa, el Papa llamó a esa región del mundo, “continente de la esperanza.” Como colombiano que soy, recuerdo que ese mismo apelativo, tan hermoso, fue dicho primero de Latinoamérica. No niego que se siente algo raro cuando ves que algo que parecía identificar tan claramente la parte del mundo de donde eres, de pronto se empieza a aplicar a otros países y regiones.

Pero más allá de sentimentalismos, el uso de esa misma expresión para dos realidades eclesiales separadas por todo un océano puede leerse de varios modos: (1) ¿Será que Latinoamérica, bajo la doble tenaza de la injusticia social y la izquierda de cuño castrista? (2) ¿Será que la esperanza brilla más claramente para la Iglesia en Africa, porque allí, según cifras que ciertamente no conozco, el crecimiento de la fe ofrece razones más fundadas para esperar un futuro más brillante? (3) ¿O será, finalmente, que hay una realidad más profunda, un algo que conecta a Africa y Latinoamérica y que hace que el mismo mote pueda aplicárseles a ambas?

Personalmente voy por la tercera opción. Salvadas notables diferencias, no puede ser coincidencia que ambas extensiones sean consideradas en general como “Tercer Mundo.” No es irracional ni contrario a la Biblia afirmar que desde la carencia el ser humano se abre a descubrir su necesidad ontológica de Dios. Hay quienes ven en esto el sustento para la primera de las bienaventuranzas en San Mateo, cap. 5.

Si esta línea de pensamiento es correcta tiene implicaciones fuertes en términos de eclesiología. No puede dudarse de que hay una aspiración tácita y sutil que ha recorrido la historia de la Iglesia, por lo menos en Occidente: es el deseo de ver el crecimiento en la evangelización como un progresivo “ganar terreno,” sobre la asunción de que aquello que se conquista para Cristo ya permanece o debe permanecer conquistado. Pero la historia reciente de España, y de la Europa cristiana de otrora, es un gigantesco mentís a esa mentalidad. Cada generación tiene que ganarse a los de su generación para Jesucristo porque haber nacido en tierra que “fue” católica sólo significa que el tamaño de las blasfemias será mayor, así como el la estatura espiritual de los santos.

La Iglesia no existe intacta y firme en ninguna parte sino que está llamada, obligada digo mejor, a renovarse siempre y renacer. Lo mismo que se ha dicho de las personas, individualmente consideradas, puede decirse de las comunidades: dejar de avanzar es ya empezar a decaer. Y el lugar para ese renacer es siempre lo que podemos llamar “la frontera,” es decir, de ese margen de incertidumbre, de fragilidad, de precariedad, en donde cobran sentido las bienaventuranzas