Cuantas veces poséis vuestra mirada sobre la majestuosa Basílica [de San Pablo] pensaréis en el Apóstol de los gentiles, en su vocación a la que respondió tan ardientemente, en su deseo de sólo vivir y de morir para Cristo: Gratia autem Dei sum id quod sum, et gratia eius in me vacua non fuit, sed abundantius illis omnibus laboravi: non ego autem, sed gratia Dei mecum (Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí, pues he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo) (1 Cor. 15, 10). La proximidad del glorioso sepulcro del atleta de Cristo será para vosotros un constante estímulo para considerar a la luz de Dios el don de la vocación y corresponder a ella con una generosidad pronta y total.
¡Oh, cuánto hemos de agradecer al Señor esta señal palpable de su presencia en el mundo! Su voz llama. En el alma del joven no hay segundas intenciones ni tradiciones familiares que transmitir ni miras ambiciosas ni ventajas terrenas, sino sólo la gloria de Dios, la santificación de su nombre, el advenimiento de su reino, el cumplimiento de su voluntad en perfecta correspondencia con las peticiones del Pater Noster. ¡De qué luz, grandeza y encanto está revestida la persona de los llamados!
Es, pues, tan digna de generosidad absoluta, a ejemplo de San Pablo Apóstol, quien, sorprendido de Dios, dejó al punto todo para entregarse a su nueva misión. Esta exige en todos una correspondencia plena, hecha de entrega total, de desprendimiento absoluto de los bienes, de las preeminentes preocupaciones de carácter terreno, de los mismos parientes, para correr como gigantes por el camino elegido, para revestirse de la voluntad y sentimientos del Sacerdote eterno: Vivo autem, iam non ego, vivit vero in me Christus… qui dilexit me, et tradidit semetipsum pro me, Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí, el cual me amó y se entregó por mí (Gal. 2, 20).
La respuesta a la invitación divina —vosotros, queridos hijos, lo demostráis— puede darse en todas las edades. Para alguno será su vida entera entregada al Señor desde la infancia, como ocurrió con el venerable Doctor de vuestra patria, Beda el Venerable, del que toma su nombre este colegio; para otros puede ser la iluminación súbita en la plena madurez de los mejores años como en un místico camino de Damasco. Los años no cuentan para Dios, sino la intensidad del amor con que se corresponde y sirve.
[Discurso del Papa Juan XXIII a los alumnos del Pontificio Colegio Beda, en Roma, 20 de Octubre de 1960].