En nuestro tiempo hay no pocos que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del naturalismo, se atreven a enseñar “que la perfección de los gobiernos y el progreso civil exigen imperiosamente que la sociedad humana se constituya y se gobierne sin preocuparse para nada de la religión…” Y con esta idea de la gobernación social, absolutamente falsa, no dudan en consagrar aquella opinión errónea que “la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad -ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera-, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma”. Al sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que con ello predican la libertad de perdición, y que, si se da plena libertad para la disputa de los hombres, nunca faltará quien se atreva a resistir a la Verdad, confiado en la locuacidad de la sabiduría humana. Pero Nuestro Señor Jesucristo mismo enseña cómo la fe y la prudencia cristiana han de evitar esta necedad que tanto daño hace.
Cuando en la sociedad civil es desterrada la religión y aún repudiada la doctrina y autoridad de la misma revelación, también se oscurece y aun se pierde la verdadera idea de la justicia y del derecho, y en su lugar triunfan la fuerza y la violencia; de donde se ve claramente por qué ciertos hombres, despreciando en absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la sana razón, se atreven a proclamar que “la voluntad del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo, constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados, por lo mismo que son consumados, tienen ya valor de derecho”.
Pero ¿quién no ve y no siente claramente que una sociedad, sustraída a las leyes de la religión y de la verdadera justicia, no puede tener otro ideal que acumular riquezas, ni seguir más ley, en todos sus actos, que un insaciable deseo de satisfacer la indómita concupiscencia del espíritu sirviendo tan solo a sus propios placeres e intereses? Llevan su impiedad a proclamar que se debe quitar a la Iglesia y a los fieles la facultad de “hacer limosna en público, por motivos de cristiana caridad”, y que debe “abolirse la ley prohibitiva, en determinados días, de las obras serviles, para dar culto a Dios”: con suma falacia pretenden que aquella facultad y esta ley “se hayan en oposición a los postulados de una verdadera economía política”. Y, no contentos con que la religión sea alejada de la sociedad, quieren también arrancarla de la misma vida familiar.
Se apoyan en los errores tan funestos del comunismo y del socialismo [ateo], aseguran que “la sociedad doméstica debe toda su razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil se derivan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos y, sobre todo, del derecho de la instrucción y de la educación”. Con esas máximas tan impías como sus tentativas, no intentan esos hombres tan falaces sino sustraer, por completo, a la saludable doctrina e influencia de la Iglesia la instrucción y educación de la juventud, para así contaminar y depravar míseramente las tiernas e inconstantes almas de los jóvenes con los errores más perniciosos y con toda clase de vicios.
En efecto; todos cuantos maquinaban perturbar la Iglesia o el Estado, destruir el recto orden de la sociedad, y así suprimir todos los derechos divinos y humanos, siempre hicieron converger todos sus criminales proyectos, actividad y esfuerzo a engañar y pervertir la inexperta juventud, colocando todas sus esperanzas en la corrupción de la misma…
Otros, en cambio… no se avergüenzan de confesar abierta y públicamente el herético principio, del que nacen tan perversos errores y opiniones, esto es, “que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino distinta e independientemente del poder civil, y que tal distinción e independencia no se pueden guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil”…
En medio de esta tan grande perversidad de opiniones depravadas, yo, con plena conciencia de la misión que me viene de los apóstoles, y con gran solicitud por la religión, por la sana doctrina y por la salud de las almas que Dios me confió, así como aun por el mismo bien de la humana sociedad, he juzgado necesario levantar una vez más mi voz de apóstol.
[Pío IX, Encíclica Quanta Cura, nn. 3-7].