La paz en la tierra, profunda aspiración de los hombres en todo tiempo, no se puede establecer ni asegurar si no se guarda íntegramente el orden establecido por Dios.
El progreso de las ciencias y los inventos de la técnica nos manifiestan, ya el maravilloso orden que reina en los seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza, ya la excelencia del hombre que descubre este orden y crea los medios aptos para adueñarse de aquellas fuerzas y reducirlas a su servicio.
Pero los progresos científicos y los inventos técnicos nos muestran, ante todo, la grandeza infinita de Dios, Creador del universo y del hombre. Ha creado el universo, derramando en él los tesoros de su sabiduría y de su bondad, que el Salmista celebra así: Señor, Señor nuestro, ¡cuán admirable es tu nombre sobre toda la tierra! (Salmo 8,1) ¡Cuán grandes son tus obras! Todo lo has hecho con sabiduría (Salmo 103, 24). También ha creado Dios al hombre inteligente y libre a imagen y semejanza suya (Génesis 1,26), constituyéndole como señor de todas las cosas, según exclama el mismo Salmista: Has hecho al hombre un poco inferior a los ángeles, le has coronado de gloria y honor, y lo has colocado sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto bajo sus pies (Salmo 8,5-6).
¡Cómo contrasta, en cambio, con este maravilloso orden del universo aquel desorden que reina no sólo entre los individuos, sino también entre los pueblos! Parece como si sus relaciones no pudieran regirse sino por la fuerza.
Sin embargo, el Creador ha impreso el orden aun en lo más íntimo de la naturaleza del hombre: orden, que la conciencia descubre y manda perentoriamente seguir. Los hombres muestran escrita en sus corazones la obra de la ley, siendo testigo su propia conciencia. Mas ¿cómo podría ser de otro modo? Todas las obras de Dios son un reflejo de su sabiduría infinita; reflejo, tanto más luminoso cuanto más altas se hallan en la escala de las perfecciones.
Un error, en el que se incurre con bastante frecuencia, está en el hecho de que muchos piensan que las relaciones entre los hombres y sus respectivas comunidades políticas pueden regularse con las mismas leyes propias de las fuerzas y seres irracionales que constituyen el universo; pero las leyes que regulan las relaciones humanas son de otro género y han de buscarse allí donde Dios las ha dejado escritas, esto es, en la naturaleza del hombre.
Son, en efecto, estas leyes las que indican claramente cómo los individuos han de regular sus mutuas relaciones en la convivencia humana; las relaciones de los ciudadanos con la autoridad pública, dentro de cada comunidad política; las relaciones entre esas mismas comunidades políticas; finalmente, las relaciones entre ciudadanos y comunidades políticas de una parte y aquella comunidad mundial de otra, cuya urgente constitución es hoy tan reclamada por las exigencias del bien universal.
[Juan XXIII. Encíclica Pacem in Terris, nn. 1-7].