Podemos decir que todo lo propiamente “divino” es sobrenatural pero no todo lo sobrenatural es necesariamente divino. Sin embargo, estos dos adjetivos no son de fácil aplicación. Vemos incluso que algunas personas dicen que algo está “divino” solamente para expresar que es muy bonito, bien diseñado o muy apropiado para su uso. Es una mala idea usar así este adjetivo, porque hablando de esta manera estamos en realidad irrespetando el Nombre de Dios, o sea, estamos pecando contra el segundo mandamiento de la Ley de Dios. Decir, por ejemplo, que una mujer está “divina” para connotar con ello que es sexualmente deseable es simplemente profanar el Nombre Santo de Dios.
¿Podemos decir que la creación misma es “divina” por el solo hecho de haber salido de las manos de Dios, que es sabio y poderoso? De nuevo: no es una buena idea. La palabra misma “creación” indica que hay una distancia, que en realidad es insalvable, entre el Creador y lo creado. El verbo “crear” tiene en la Biblia un único sujeto, que es Dios. “Crear” es algo muy fuerte en la Biblia, algo que va mucho más allá de “diseñar” o “transformar.” Según esto, hablar de una creación “divina” es como divinizar lo creado, y en ese caso estamos peligrosamente cerca de la idolatría cruda o del panteísmo. Este último término alude a la creencia de que Dios se confunde con el “todo” de lo existente, de modo que todo es Dios y Dios es el mismo todo. El panteísmo es muy propio de la Nueva Era (New Age) que por ejemplo afirma que el yo más profundo del hombre es el mismo Dios, como quien dice que Dios soy yo mismo en mi profundidad, y que en esa profundidad todas las cosas, incluso las inanimadas, somos una misma cosa. Aunque este modo de halar tenga un cierto encanto místico o romántico, hay que decir con claridad que esa no es la mente de la Biblia. Dios es Dios, y sólo él es Dios. Por su libre y amorosa y poderosa decisión ha creado todo cuanto existe, pero ello mismo implica que lo que existe no se creó a sí mismo, y por tanto, lo creado es radicalmente distinto del Creador. En resumen: es en realidad erróneo usar el adjetivo “divino” para referirse al ser humano, aunque sea destacadísimo en su inteligencia, sus talentos o su capacidad artística; es erróneo usarlo para aludir a la Naturaleza o al conocimiento que por nuestras fuerzas naturales podemos tener de lo que existe o de nosotros mismos.
¿Cuál es entonces el uso correcto del adjetivo “divino”? Aquí seguimos la guía segura de la Sagrada Escritura: aunque Dios es infinitamente distinta y diferente por naturaleza de todo lo creado, su amor ha querido abajarse hasta el punto asombroso de unir su naturaleza y la nuestra. Es exactamente lo que proclamamos en el misterio de la Encarnación: Cristo no niega su naturaleza divina, no la cancela pero sin dejar de ser lo que era desde siempre, empieza a ser lo que nosotros somos, o sea, se hace hombre. Ese hombre, que en la plenitud de su obediencia al Padre es nuestro modelo y nuestro camino, ese hombre, Cristo Jesús, sí puede ser llamado propiamente divino por la sencilla razón de que él mismo es Dios. Su ser divino no anula su ser humano, ni lo contrario.
Luego está el hecho de que Cristo nos ha amado por encima de toda medida, y siguiendo el designio compasivo del Padre Eterno, ha querido compartirnos por gracia de aquello que él es en propiedad y por naturaleza. Con la donación del Espíritu Santo, donación que es el fruto propio de la Pascua de Jesucristo, hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina (véase 2 Pedro 1,4), no porque lo fuéramos en cuanto seres humanos, sino porque lo alcanzamos a ser por virtud de la acogida al Espíritu que Cristo atrae sobre nosotros con su intercesión sacerdotal perfectísima ante el Padre. La Sangre preciosa de Jesús, que tiene valor perfecto en cuanto que ha brotado del amor mismo que le Padre le ha dado y del amor que él le da al Padre, esa Sangre grita perdón y salvación en favor de nosotros, y esa Sangre realiza la obra de abrirnos al amor que ya existía entre el Padre y el Hijo, el amor que se llama en propiedad Espíritu Santo de Dios. De ese modo, somos “hijos de Dios” no como un título hermoso sino como una realidad, o sea, como fruto de una transformación intimísima de nuestro ser, acaecida de modo oridnario a través del santo bautismo. Así renovados y renacidos del agua y del Espíritu (véase Juan 3,5) podemos ser llamados “estirpe divina,” como lo sugirió san Pablo (Hechos 17,29). ¿Qué decir, qué exclamar? “Mirad cuán gran amor nos ha otorgado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; y eso somos” (1 Juan 3,1).
Vemos entonces que hay que considerar como manifestación divina todo aquello que lleva el sello de la Pascua de Cristo y que brota o conduce a recibir la gracia vivificante y transformante que nos da el Espíritu Santo. En este sentido, los sacramentos, la Biblia, la vida de oración, o las personas que están en gracia de Dios puede decirse que son de diversos modos “divinas” o “divinizadas” o en proceso de “deificación” : transformación en y hacia el ser de Dios. Las manifestaciones y gracias singulares que a veces acompañan la vida de oración personal o comunitaria pueden entrar en este rango y por eso no sería inapropiado decir, por ejemplo, que las Apariciones de Fátima son una manifestación divina, no porque allí haya “aparecido” un Dios que no conocíamos, sino porque el anuncio de la Virgen y la vida d ela gracia que ha brotado como un manantial en ese lugar evidencian el sello del que hemos hablado. Sin embargo, aún en estos casos hay que ser precavidos y no “divinizarlo” todo sino dirigir nuestra atención a lo central, pues en el centrod e las verdaderas manifestaciones divinas brillan siempre las mismas verdades básicas, que son las del Evangelio.
Obviamente toda manifestación divina, en este sentido propio del término, es una manifestación “sobrenatural” porque rebasa (sin siempre contradecir) lo que puede nuestra naturaleza humana como tal. Pero hay muchas otras cosas que nos rebasan, por ejemplo, los poderes y virtudes propias de los ángeles, tanto de aquellos que son obedientes a Dios como de aquellos que no lo son. San Pablo advierte que el demonio puede disfrazarse de ángel de luz (2 Corintios 11,14), en donde queda claro que hay cosas ue siendo sobrenaturales y espectaculares no vienen de Dios y por supuesto no pueden considerarse divinas.
He aquí la urgencia del discernimiento, uno de los dones más necesarios para la Iglesia. En cada caso de una manifestación o hecho que nos parezca inexplicable o sobrenatural hay que discernir su origen, pues puede venir del enemigo de Dios, o puede venir de nosotros mismos, incluyendo lo que suelen llamarse poderes mentales, o puede en realidad venir de Dios. Por regla general el discernimiento es cosa ardua y y todos estamos llamados a educar nuestra conciencia. Sin embargo, es tarea particular de los pastores de la Santa Iglesia, y en última instancia del Papa, en cuanto Sucesor de Pedro, discernir la validez de supuestos mensajes, así como su posible compatibilidad con la fe católica que hemos recibido de los Apóstoles.