El Padre Prietico: Atardecer y Amanecer

Atardecer y AmanecerCuando éramos estudiantes de filosofía y de teología, pocas puertas nos resultaban tan amables como la del Padre Marco Tulio Prieto, a quien poco a poco todos nos acostumbramos a llamar “Prietico.” Su puerta era como una entrada al mundo de la misericordia, porque sin nombramiento oficial, él se había convertido en confesor de muchos de nosotros. Había quien decía que Prietico asentaba su popularidad en su proverbial sordera o avanzada edad–dos factores que lo harían atractivo para que uno completara la tarea siempre difícil de confesarse. La verdad es que, aunque tuviera limitaciones para escuchar, uno sentía bien que a través de esos oídos se llegaba sin dificultad a un corazón sabio y bondadoso, bien dispuesto a devolver la paz perdida y a brindar el consejo oportuno.

Por supuesto, yo era uno de esos consuetudinarios visitantes de la habitación o “celda” de Prietico, y puedo decir por cuenta propia que del ministerio de este dominico aprendí a querer más tanto la práctica de mi confesión como el ministerio de oír y absolver las faltas de otros.

Y sin embargo, no era esa la idea que yo tenía de él antes de entrar a la Orden de Santo Domingo. Yo conocí primero al P. Prieto como un personaje huidizo y huraño que aparecía fugazmente por los corredores del segundo piso del “bloque central” del Colegio Santo Tomás. Siendo yo un niño de primaria, por la mismo época en que el P. Pardo llevaba a misa a cuanto grupo de alumnos encontrase desocupado o sin profesor, el P. Prieto era famoso por su manera de pasear su silencio, como si apenas estuviera ahí para tomar nota de todo. Muchos de los chicos sencillamente le teníamos miedo, aunque nuestro miedo no tenía más soporte que la ignorancia.

El tiempo pasó y llegué al Convento de Santo Domingo donde, para sorpresa mía, estaba asignado el P. Prietico. Meses tuvieron que pasar antes de que yo sintiera la confianza de entablar alguna conversación con él, algo que pasara más allá de un saludo formal. Años tuvieron que pasar antes de que me arriesgara a pedirle que me confesara. Pero ya para entonces su sentido afable del humor–y la mirada picaresca de esos ojos grises que ya no sólo escrutaban sino que daban amor–habían deshecho mis prejuicios infantiles. Pronto sentí que me podía contar si no entre sus amigos íntimos, sí entre las ovejas de su selecto rebaño.

Así las cosas, nada de extraño tenía que una fría tarde fuera yo a su habitación y le pidiera ser escuchado. Estaba enfermo, doblegado por los años, quiza agobiado por ese mismo ejercicio de oír las cuitas de tantos, pero como de costumbre me recibió muy bien, y me puso cita en el oratorio del tercer piso. Yo no sabía que me iba a dar su testamento espiritual. Tomándome del brazo, con el gesto enfático de un verdadero padre, puesto de cara al Santísimo, como si quisiera sellar ante Dios lo que me decía, habló pausadamente. Mis oídos estaban abiertos, mi corazón se bebía sus palabras.

Dos cosas quiero decirte, y sólo dos: que no se te pase el tiempo sin amar a Dios, y que no dejes para lo último hacerle bien a quien lo necesite.” Su discurso sonaba nuevo, a pesar del cansancio de la voz, y sus ojos brillaban a pesar de la oscuridad que rápidamente se adueñaba de aquel recinto sacro. Alguna otra palabra me dijo el padre, y luego me despidió, y se quedó un momento más en la capilla. Cuando ya iba yo a unos buenos pasos alcancé a escucharle arrastrar sus pies por el claustro, rumbo a su habitación. Fue la última vez que hablamos. Una semana después había partido para la eternidad.

Aunque faltaban prácticamente dos años para mi ordenación sacerdotal, el recuerdo de ese testamento de Prietico estaba firmemente ante mí cuando llegó el día señalado. Prietico dio pocas pero sustanciales lecciones a mi corazón joven. Fue un hombre mayor que pudo recuperar la sonrisa de un niño. Fue un sabio sin libros. Fue uno de esos hombres que han cometido el número exacto de errores para entender qué contiene la más bella palabra humana: el perdón.

Prietico llegaba a su ocaso cuando yo apenas amanecía para la vida dominicana. Él murió el año en yo hacía mi pofesión religiosa perpetua. Se fue sin ruido pero su bendición es música que suena muy fuerte en mi recuerdo. Diecisiete años después, cuando hoy agradezco el don de mi propia vida, quisiera tomar una vez más el brazo de ese padre y amigo, y decirle que he tratado de ser fiel a su herencia: no quiero que se me vaya la vida sin tener la certeza de que busco amar al Amor que me amó. Quisiera dejar sembrada esta tierra con estrellas de luz porque no quiero un Cielo solo… aunque sólo el Cielo quiero.

4 respuestas a «El Padre Prietico: Atardecer y Amanecer»

  1. Cómo es de importante la huella que dejan en nosotros aquellos precursores que Dios pone en nuestro itinerario hacia Él. Ellos permanecen a través del tiempo, aunque no tienen movimiento, sino que señalan Aquel que tiene en sí toda la vida, todo movimiento al que pasa: a Jesús.

    La experiencia cerca de estos precursores es necesarias en nuestra vida y somos nosotros los que debemos dejarlos, el ritmo de nuestra propia existencia nos lo impone para seguir a Jesús que pasa, pero en nuestro corazón ellos estarán por siempre .

  2. Felicidades, que todos los propósitos constructivos y reparadores, sean desde y a través suyo y de todos a a quienes rememoramos hoy.
    Nada más que decenas de giros alrededor de la estrella nos permiten colocar un hito y hacer reflexiones propicias.

  3. muy interesante este comentario,lo considero formativo.Le encuentro un gran parecido con un sacerdote de avanzada edad que fue mi formador durante mi estadia en el seminario mayor San Luis Beltran de Bogotá Colombia.El padre Prietico y el padre miro (de Argemiro) tienen mucho de común.

  4. Debo agradecerle por estas lineas tan sentidas que me permiten tener una mayor claridad sobre mio Tío-abuelo Fray Marco Tulio Prieto, por quien desde mi niñez sentí una profunda admiración a pesar del poco contacto que tuve con él. Lamentablemente su partida se produjo cuando apenas yo era un niño de 13 años; pero nunca olvidare la imagen de su habito, sus cabellos platinados y sus ojos celestes; ni tampoco olvidare sus consejos ni el amor con que hablaba de Dios.
    Muchas Gracias!!!

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