23. La Muerte, El Desierto y Los Ángeles

23.1. ¿Quiénes de tus hermanos van a dejar hoy esta tierra? Como cada ser humano muere una sola vez, es fácil para vosotros cometer el error de pensar en la muerte sólo cuando sucede muy cerca, por ejemplo a los parientes o amigos. No cometas tú este error. ¡Si supieras, y sabiéndolo tuvieras siempre presente, cuánto se decide en esos momentos finales de la existencia humana! Si hay algo que puede llamarse “locura” es esa obstinación humana en retirar la mirada de la realidad de la muerte, entrada de la eternidad.

23.2. La muerte humana conlleva una serie compleja de procesos aún más misteriosos que la vida misma. Recuerda que la muerte no pertenece al designio original sobre el ser humano, pero sí pertenece al querer divino en orden a la restauración de la gracia y la consecución de la gloria eterna. Es al mismo tiempo negación y reconstrucción de vuestro ser original, y de ahí procede su misterio y su paradoja.

23.3. La muerte parece un descanso, en cierto aspecto, pero su recuerdo no deja descansar. Es una medicina con aspecto de dolencia, una puerta con apariencia de muro. Es “hermana” pero en cierto sentido acecha como una enemiga. Todo lo purifica, todo lo juzga, a nadie reverencia, de nadie se compadece. Es un alivio y una tragedia. La noticia más terrible y al mismo tiempo la más común. Parece el descenso al vacío, y por eso causa repulsión, pero quienes meditan en ella llenan de contenido y sabiduría su existencia.

23.4. La muerte aleja de todo y de todos; recluye al moribundo en la soledad más honda y sin embargo le deja entrever la fraternidad más estrecha. Le priva de todo y le promete todo. Es un silencio inabarcable y el preludio de un canto sin riberas. Es una despedida y un saludo, y más de una vez las lágrimas de los que en la tierra despiden se confunden con los abrazos de los que en el Cielo acogen. Esto vale para la muerte de los santos, porque tú bien sabes que no puede tejerse un discurso coherente sobre el caos del alma que se pierde, de la cual nada te digo, pues no es hoy el día para hacerlo.

23.5. ¿Quiénes de tus hermanos van a dejar hoy esta tierra? Tu cabeza no puede conocer ni podría recordar sus nombres, y por eso todos ellos se convierten para ti en números inertes en tu mente. Si ensanchas el alma, sin embargo, podrás descubrir rostros detrás de esos números y vidas más allá de esos rostros. Por eso no te he preguntado “¿cuántos?” sino “¿quiénes?.” Te pregunto para que descubras el desierto de tu ignorancia.

23.6. Mas no pienses que mostrarte tus deficiencias o imposibles es una manera de humillarte. Hay, en efecto, quienes creen que el descubrimiento de sus límites es una humillación. Se equivocan. Los límites propios de tu naturaleza no son una vergüenza, sino la huella de lo que Dios quiso cuando te hizo como quiso hacerte. Es la soberbia humana la que parte del extravagante presupuesto de que no hay fronteras y que por eso se disgusta y desespera cuando se ve obligada a reconocer que no lo puede todo. Precisamente es esa la soberbia que hace brumosa y tétrica la realidad de la muerte, y la presenta o bien como un absurdo o como la salida “noble” a los callejones de la existencia terrena. Quita tú esa soberbia, y verás que el reconocimiento de los límites no es otra cosa sino un paseo por tierras de la verdad. Todo lo que no eres, y todo lo que no puedes, y todo lo que no alcanzas, todo ello es preciosa información y amable conocimiento para las almas genuinamente humildes.

23.7. Si afirmo, por ejemplo, que la noticia más importante de hoy no está en diario alguno, sino que es precisamente la respuesta a la pregunta que ya te he dicho; y si digo que esa noticia, la más trascendental de este día, tú la ignoras, estoy desplegando ante ti el desierto de tu radical ignorancia. ¡Tú sabes para qué sirven los desiertos! En el desierto Dios promete la intimidad de su amor (cf. Os 2,16), y en desierto se selló la alianza de Moisés (Ex 19). ¿Y qué es la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, sino el desierto más terrible y yermo de la Historia humana?

23.8. Tu ignorancia, tu radical ignorancia del misterio que te abruma y de aquellos en quienes tal misterio acontece, es uno de tus desiertos. Has de avanzar por ese desierto de lo que no sabes y no entiendes, y en él convocar a todos tus recuerdos, esperanzas, afectos y sentidos, y sellar alianza ante la Cruz de Cristo, monte de plegarias figurado por el antiguo Sinaí.

23.9. No repitas la desobediencia altanera de los hebreos, ni pidas como ellos una comida a tu gusto (cf. Sab 19,11), ni murmures contra aquellos que hoy son Moisés para ti, y que te convocan hacia este monte santo. Por esto lees en la Carta a los Hebreos que la Ley de Moisés fue «promulgada por medio de los Ángeles» (Heb 2,2), porque así como hoy te hablo y de mil modos quiero encaminarte a la plena alianza con Dios en la Cruz y Desierto de Cristo, así también tú puedes saber que en esas trompetas y columnas de fuego de que te habla la Escritura hubo ministerio de Ángeles. Así como Cristo, hijo de este pueblo, fue atendido por Ángeles en el desierto (Mc 1,13), así también has de saber que cuando la creación visible se hace tenue y exigua ante los elegidos de Dios, no falta nuestra angélica presencia, ni nuestra voz, ni nuestro consejo. Así lo ha dispuesto Dios que no quiere que llegue a falta auxilio al hombre, por Él tan amado.

23.10. Haz alianza, amado de Dios, haz alianza en el desierto de tu ignorancia, y acoge la verdad de tu muerte y de la muerte ante la muerte bienaventurada y fecunda de Cristo.

23.11. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.

23.12. Hoy tuve que viajar, cosa que resulta difícil para mi índole cómoda. Sobrepuesto a la apatía, escuché esta voz que me llenó de consuelo y fortaleza:

23.13. Por eso me ha dado Dios amarte, porque lo que pierdes, por Cristo lo pierdes.