Ante la fugacidad de los días que corren y corren, hasta parecer alcanzarse unos a los otros, se preguntaba un cristiano qué habría de quedar de tantos afanes. Y en sueños oyó que el Señor le hablaba:
Sólo una cosa era realmente importante: que me conocieras, y que en mí supieras quién eres. Ahora tu historia llega a su final. El tiempo se ha vencido y ya es hora de dejar de escribir y de leer lo que has escrito. Mira, pues, tu pasado, que ya no volverá, y mira la eternidad que te aguarda. Ha concluido tu oportunidad para el bien y tu ocasión para el mal. Veamos entonces quién fuiste, quién eres y quién serás.
Sólo una cosa era realmente importante: que me amaras, y que en mí amaras cuanto existe. Revisa tu libro. Mira dónde está escrita la palabra “amor”. Esa palabra me interesa. Mira ahora si está escrita con minúscula o con mayúscula. Bien, puedes borrar tus amores minúsculos; esos no franquearán la muerte. Fueron, pero ya no son. Revisa de nuevo tu libro. Haz un índice de tus Amores mayúsculos, esto es, los que han nacido de mi Amor. Puedes escribir esas palabras con oro puro, porque durarán para siempre.
Sólo una cosa era realmente importante: que me sirvieras, y que así fueras dueño del hermoso mundo. No olvides que yo soy el Señor. ¿Ves tus páginas en blanco? Son tus caprichos: puro tiempo perdido: ¡nada! ¡Nada quedó de ellos! Cuenta las palabras vacías, las sonrisas falsas, los cinismos vergonzosos, las hipocresías, las rebeldías infantiles, la soberbia. Por cada una de esas palabras, una lágrima; y por cada una de esas sonrisas, un gemido; y por cada cinismo, un agudo lamento; y por cada hipocresía, un nuevo dolor; y para la soberbia, fuego: fuego puro. Es el precio que pagaste.
Sólo una cosa era realmente importante: que tu estuvieras escrito en mi Libro. ¿No oíste hablar del Libro de la Vida? Lee, pues, ahora. Busca tu nombre en mis páginas. Lee en mí. Yo soy una cosa con mis palabras. Lee entonces en mí. Mira si te pareces a mí, después que yo quise parecerme tanto a ti. Y si te vieres escrito en mi Libro, alégrate. Porque el tiempo ya no espera. Y ahora, cuando ha llegado el momento de partir, sólo lo importante vale. Levántate, pues, y habla. Yo soy Jesucristo; tú, ¿quién eres?.
Así comienza a hablar el Señor, en el umbral de la muerte.