«¿Quién decís que soy yo?», pregunta Jesús a sus discípulos (Mt 16,15).
Jesús aparece como un testigo privilegiado de Dios. Pero todavía más que eso: Él se dice igual a Dios. Algunas de sus afirmaciones no ofrecen dudas: «Se os ha dicho [Moisés]…Yo os digo» (Mt 5,27-28). Jesús se considera, al menos, en plano de igualdad con Moisés. «Antes que Abraham naciese, ya existía yo»… (Jn 8,58). Está claro que Jesús se hace igual a Dios.
Sus adversarios lo entienden perfectamente: «No te vamos a apedrear por tus buenas obras, sino porque blasfemas, porque tú, siendo un hombre, te haces Dios» (Jn 10,33).
Para Jesús hubiera sido muy fácil deshacer el malentendido. Pero, por el contrario, lo que hace es afirmar lo mismo: «Yo soy la luz del mundo, el Hijo de Dios vivo» (Jn 9,5; Mt 26,63). Son estas afirmaciones lo que le llevan a ser condenado a muerte.
Esa autoafirmación de Jesús como Dios admite tres explicaciones posibles. O bien se equivoca («está loco»), o bien nos engaña, o si no, es que nos dice la verdad. Sólo la tercera hipótesis se muestra conforme a la realidad . En opinión de las más altas personalidades morales, como es el caso de Gandhi, Jesús es una de las cumbres del género humano; lo es por su sabiduría: «Nadie ha hablado jamás como este hombre» (Jn 7,46); lo es por su santidad: «¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?» (Jn 8,46).
De pronto descubrimos un nuevo rostro de Dios. Dios es único, pero no solitario. Él por amor nos da a su Hijo, y éste por amor nos da su vida en su Espíritu.
Y de esta manera penetramos en la intimidad de Dios: es lo que llamamos el misterio de la Santísima Trinidad.
• «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.