El primer mensaje que enviamos no es lo que decimos ni lo que hacemos sino lo que somos.
Tener autoridad es, ante todo, ser “autor” de la propia vida.
Hay muchos modos de ser autor. ¿Cómo distinguimos a los mejores autores?
Lo primero: sus obras son coherentes. Por ejemplo, en una novela, uno ve que hay una “lógica” interna que se cumple. Hay consistencia.
Un buen autor no atrae la atención sobre sí mismo sino sobre su obra. Sie lla es buena, a él lo catalogamos como bueno. Ser buen autor de la propia vida es irradiar, generar, producir un bien sin exhibirse, pero sin tampoco esconderse.
Las obras geniales siempre generan imitadores. Muchas veces, esa imitación es un tributo de admiración. Tener autoridad es ser digno de ser admirado y en cierto sentido, digno de ser imitado.
El bien que vive aquel que es verdadero autor de su vida se irradia. Esa irradiación es un ámbito o atmosfera de amor.
La falsa autoridad crea una falsa distancia con la que pretende esconder su engaño. La verdadera autoridad no requiere de ese artificio.
El que es verdaderamente bueno ya está a distancia de los que apenas están aprendiendo a serlo. Por eso el que tiene autoridad suple con humildad y con amor la distancia que podría desanimar a los que apenas empiezan.
Por eso, el ideal de un papá no es: débil y agresivo, sino fuerte y amoroso a la vez. La autoridad no riñe con el amor. El ideal de una mamá no es: a veces cómplice y a veces regañona, sino más bien: reflejo de un amor que cuesta demasiado ofender o defraudar.
Amar con autoridad hace libre al que se sabe amado. En un hogar así, los hijos saben que repetir a los papás o competir con ellos no tiene sentido. Saben que su única opción es ser libres pero que también ellos tendrán que ser autores de sus vidas.