No lo parece. Nace como el animal y, como el animal, muere. Necesita alimentarse como el animal y, como el animal , se reproduce.
Sin embargo, los sabios han subrayado, desde la más alta antigüedad, los rasgos distintivos que separan al hombre del resto de los animales. La capacidad de su cráneo, su postura erguida, la articulación del índice con el resto de la mano, son características al servicio de cierto poder que le permite confeccionar útiles: de burda factura al principio, que se afinan y pulen con el tiempo. Más aún, inventa utensilios para fabricar otras herramientas que le faciliten su trabajo.
El fuego, terror de la naturaleza, sólo ha sido dominado por el hombre y puesto a su servicio. Pero no le ha sido suficiente la utilidad, también ha buscado la belleza. Es admirable la sobriedad y el vigor de las pinturas rupestres de Altamira o las curiosas alineaciones de men-hires de Bretaña.
Sólo él entierra a sus muertos, afirmando así de algún modo, en el culto a los que le precedieron, que no todo acaba con la muerte y que existe otra vida.
«Una interesante experiencia permite poner al día la diferencia entre el instinto del animal y la inteligencia. Cuando la abeja elabora el tapón de cera del alveolo, sabe con precisión resolver los problemas que van surgiendo en su labor; pero si perforamos el fondo del alveolo, la abeja continua incansable depositando miel en él. Una hora antes, en pleno proceso de construcción, su instinto le hubiera permitido resolver el problema pero ahora no.
«Toda la diferencia entre instinto e inteligencia esá ahí. El hombre sabe lo que hace y por qué lo hace» ( J. Loew).
«¿Qué es el hombre, para darle poder?…Le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies» (Sal 8,5.7).
Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.