en Noruega, prácticamente todo el mundo se divorcia… una vez, después otra vez más… y ya a la tercera no se vuelven a casar, sino que se arrejuntan intermitentemente con quien más les convenga. El resultado es que, generalmente, en las casas viven dos personas: un adulto (padre o madre, generalmente madre) y un niño. Los niños se ven salir del colegio solos, con su llave colgada al cuello, llegar a casa y pasar totalmente solos la tarde, hasta que su padre o madre llegan a casa después de trabajar. En la ancianidad, prácticamente todo el mundo está solo. De hecho, se ha convertido en un problema importante el hecho de que mucha gente muere y nadie se da cuenta durante semanas, por lo que el gobierno está intentando tomar medidas para que la gente forme parte de grupos y asociaciones y así tengan algún tipo de relación con alguien.
Tras décadas de políticas que minaban los fundamentos familiares, el resultado hoy es que una gran parte de los noruegos, a lo largo de sus vidas, no son capaces de crear lazos que superen las dificultades. Es decir, no son capaces de crear familias. Puede que esto sorprenda o incluso escandalice a alguien, pero el resultado de las políticas que van contra la familia es… la destrucción de las familias.
En nuestro país llevamos menos años de estas políticas, pero en los últimos años se han acelerado y los datos estadísticos van mostrando lo mismo: unas cifras cada vez menores de matrimonios, unas cifras enormes de divorcios, el número de hijos por los suelos y, como hace poco se publicó en InfoCatólica, una media bajísima de personas por hogar. Vamos hacia lo mismo: la desaparición de las familias y la creación de una sociedad de individuos. Cosa normal, por otra parte, ya que cada persona tiene un voto y a los políticos eso es lo único que les importa: los votos de esas personas individuales. De hecho, cuanto más separados estén de otras personas, más dependerán de papá Estado y de los partidos que se turnan para ponerse esa careta.