«Luchad conmigo» (Rom. 15,30)
Sin embargo, San Pablo no sólo hace a sus comunidades beneficiarias y receptoras de su oración, sino que les invita a que ayuden en su tarea evangelizadora apoyando y sosteniendo su apostolado con la oración.
Comprobamos así la humildad de Pablo, que se reconoce débil y tiene la conciencia clarísima de que la misión encomendada supera ilimitadamente sus propias fuerzas (cf. 2 Cor. 2,16). Cuando le vemos solicitando la oración de sus cristiano no nos encontramos ante una mera fórmula vacía, sino ante la convicción de que necesita de esta oración y de que la intercesión de las comunidades es una ayuda inestimable para realizar su misión evangelizadora. En el fondo subyace la convicción -seguramente basada también en la experiencia- de la eficacia y de la fuerza de la oración hecha en nombre de Cristo y guiada por el Espíritu (cf. Rom. 8,26-27).
Y comprobamos también algo típico del espíritu de Pablo -como veremos más adelante-: el ansia de incorporar a sus evangelizados como miembros activos y colaboradores positivos en la inmensa obra de la evangelización.
Quizá sorprenda la expresión «luchad juntamente conmigo en vuestras oraciones» (Rom. 15,30 cf. Col. 4,12). Sin embargo, si la consideramos atentamente nos damos cuenta que es sumamente reveladora. La imagen, que hunde sus raíces en el A.T, (Ex. 17,8-13; 32,11-14; Gen. 18,17s.), sugiere que las grandes batallas se ganan en la oración. Pablo, que vive todo su apostolado como un combate (Col. 1,29; 2,1; 2 Tim. 4,7), ve en la súplica el arma decisiva (Ef. 6,13-18). Y está persuadido de que, lo mismo que el pueblo de Israel vencía cuando Moisés estaba intercediendo ante Dios con las manos elevadas en la cima del monte, el Evangelio avanzará de manera imparable si logra que todo un pueblo interceda incesantemente sin desfallecer en la plegaria (2 Tes. 3,1).
También es revelador lo que indica a sus comunidades que pidan. Hemos visto que en su oración no pedía por sí mismo, sino por sus cristianos; y cuando suplicaba algo para sí -por ejemplo, por sus proyectos de viaje-, tampoco era en realidad para sí mismo, sino en función de su tarea apostólica. Su vida no existe más que para el Evangelio. El único anhelo que arde en su corazón es la salvación de los hombres. Y esto se refleja también en lo que les indica que deben pedir.
Desde luego, pide para sí mismo. Pero no para intereses suyos particulares -menos aún egoístas-. Sólo desea que le sea otorgada la gracia de que Dios mismo ponga su Palabra en su boca (Ef. 6,19) y pueda dar a conocer el Misterio de Cristo como conviene (Col. 4,4).
Ante las continuas dificultades y persecuciones en la tarea evangelizadora, pide sobre todo el don de la «parresía» (ardor, valentía, seguridad, confianza en la predicación del Evangelio). Esta es sin duda una de las cualidades más necesarias en el evangelizador (1 Tes. 2,2; 2 Cor. 3,12; 7,4; Fil. 1,20; Col. 2,15; Ef. 3,12; 6,19-20; Flm. 8), y por eso insiste en que pidan para él que «pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio» y «pueda hablar de él valientemente como conviene» (Ef. 6,19-20).
Asimismo espera de la oración de sus cristianos que alcance la gracia de que «Dios abra una puerta a la Palabra» (Col,. 4,3). La imagen significa (1 Cor. 16,9; 2 Cor. 2,12) una ocasión para predicar, una circunstancia que favorezca la difusión del Evangelio de Cristo. También esto es gracia de lo alto. Y Pablo espera lograrla por la intercesión de sus comunidades.
Incluso cuando les pide que supliquen «para que nos veamos libres de los hombres perversos y malignos» (2 Tes. 3,2; cf. Rom. 15,30-32; 2 Cor. 1, 10-11) es con el deseo de que desaparezcan los estorbos en el camino del Evangelio y en la tarea apostólica.
El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.