El Adviento es mi tiempo litúrgico preferido, y en más de una ocasión he comentado por qué: la Iglesia misma, nuestra vida entera, es como un “adviento” a la espera de la plenitud que sólo Dios puede traer.
Hoy invito a todos a vivir con particular intensidad este Adviento del año litúrgico que está empezando. Largos y penosos meses de pandemia han dejado huellas de dolor, ansiedad y perplejidad en muchos corazones. Estemos todos de acuerdo en que necesitamos ese viento nuevo, esa gracia nueva, que sólo Dios puede concedernos.
Emprendemos, pues, el Adviento, con la mirada puesta en Cristo, bajo una consigna sencilla y profunda: nuestro límite último no es el de nuestras fuerzas porque más allá de nosotros mismos hemos sido pensados y amados por el Dios santo y fuerte. Amén.