Los surcos profundos de tu rostro
hablan de un camino;
y en alguno de ellos reconozco
ese día bendito
en que tú, revestida de silencio,
nada decías
porque yo iba camino del convento,
y tú no querías.
Tus ojos, serenos y tan bellos,
¡oh flor de otoño!,
dejaron asomar en su destello
un gris de plomo:
Dios en su designio te pedía,
un sacrificio,
y de nuevo, de tu llanto, yo nacía
para tu Cristo.
Hoy esos ojos se han cerrado
en paz y gracia;
hoy tu camino ha terminado,
no tu plegaria.
Ruega por tu niño que predica,
mamá del alma,
y que sirviendo a Jesús, día tras día,
llegue a su Casa.