El 22 de Octubre de 1978 resonó con fuerza la voz del recién elegido Papa Juan Pablo II: “¡No tengáis miedo!” En sus primeras palabras como sumo pontífice explicó por qué se podía y debía vencer el miedo: “¡Abrid las puertas a Jesucristo!”
Yo era un adolescente medianamente interesado en cosas de la Iglesia y en realidad extrañado por que hubiera que elegir otro Papa tan pronto, después de la repentina partida de Juan Pablo I. El hecho de que este nuevo Papa mostrara desde el principio su “programa de gobierno”, que no era otro sino proclamar la absoluta centralidad de la redención de Cristo, me impactó positivamente. me hizo sentir que uno podía confiar en una institución que tiene claro su mensaje.
Poco a poco me fui dando cuenta que eso que me había cautivado tanto del papa polaco había tenido también un impacto muy grande en millones y millones de personas. Muchos sentíamos y sentimos que, en la medida en que Cristo sea anunciado hacia adentro y hacia afuera de la Iglesia, la misma Iglesia encontrará caminos para renovarse y para mejor servir al mundo. Juan Pablo II hizo que muchos sintiéramos la Iglesia como una realidad viva y vivificante: una fuerza que puede hacer algo por el mundo precisamente porque puede darle al mundo algo que el mundo no puede darse, esto es, el mensaje potente de Cristo.
No dudo que la figura santa y valiente de Juan Pablo II influyó en mí y me empujó con amor a tomar la decisión de entregarme a Cristo y a su Cuerpo, que es la Iglesia. Lo vi en persona en Chiquinquirá, en 1986, hace 35 años, y su cayado de pastor ha sido una referencia permanente en mi vida de cristiano y de sacerdote.