«Como una madre con sus hijos…» (1 Tes. 2,7)
Este amor de Pablo reviste rasgos paternos y maternos a la vez. No se trata de una simple metáfora o comparación. Es que él se sabe comunicando vida, una vida nueva, divina, eterna, de un valor incomparablemente más grande que la física y natural: «aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien por el Evangelio os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor. 4,15). Y cuando escriba a Filemón lo hará empapado de amor paternal: «Te ruego a favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo» (Flm. 12); toda esta carta rezuma amor de padre hacia este esclavo convertido en la cárcel a quien llega a llamar «mi propio corazón» (Flm. 13).
No solamente tiene conciencia de «engendrar» a la fe por medio del anuncio del Evangelio. Toda la tarea de crecimiento en la fe de sus comunidades es concebida por Pablo como una gestación: sufre por sus hijos «hasta que Cristo se forme en ellos» (Gal. 4,19). Su amor materno, sus desvelos y sufrimientos apostólicos acompañan a cada nuevo cristiano hasta su transformación plena y total en Cristo.
El apóstol se siente madre que amamanta con afecto y ternura (1 Tes. 2, 7): las expresiones indican la nodriza que amamanta o alimenta con su propia leche, y la actitud de ternura y cariño de la madre que acuna a su niño contra su propio seno (son las mismas palabras que en Ef. 5,29 se usan para indicar lo que Cristo hace por su Iglesia y cómo la trata).
De hecho, este amor paterno-maternal se expresa de múltiples formas. Pablo atiende a los suyos con el amor de un padre que educa, tratando y formando a los hijos uno a uno, exhortando y animando a cada uno (1 Tes. 2, 11). El afecto hacia sus hijos es tan real que suscita en él un intenso deseo de verlos (1 Tes. 2,17; 3,6). El apóstol sufre, se inquieta y preocupa por los peligros de una comunidad que es aún inestable (1 Tes. 3,5; 2,18) y literalmente «no vive» ante el temor de que el tentador derrumbe la fe de ellos: al recibir buenas noticias siente un gran alivio y consuelo (1 Tes. 3,7) y exclama: «Ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor» (1 Tes. 3,8).
Pablo derrocha ternura y afecto para con sus cristianos y no tiene reparo en manifestarles abiertamente cuánto les quiere: «os amo a todos en Cristo Jesús» (1 Cor. 16,24); «testigo me es Dios de cuánto os quiero en las entrañas de Cristo Jesús» (Fil. 1,8); «vosotros sois nuestra gloria y nuestro gozo» (1 Tes 2, 20)…
Pero tampoco se echa atrás, en nombre de este mismo amor, si hay que reprenderles porque es necesario para su bien (2 Cor. 7,8-9). Precisamente porque los ama como a hijos les corrige, pues «¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?» (Heb. 12,7; ver toda la perícopa: vv. 5-13). Incluso cuando tiene que «entristecerlos» con una reprensión lo hace «no para entristeceros, sino para que conocierais el amor desbordante que sobre todo a vosotros os tengo» (2Cor. 2, 4). En todo caso lo hace con delicadeza y sin humillar: «No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos» (1 Cor. 4,14). Y cuando se vea obligado a rehusar los donativos de los corintios, exclamará: «¿Por qué? ¿Por qué no os amo? Bien lo sabe Dios» (2 Cor 11,11).
El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.