Hoy he recibido múltiples preguntas acerca de la Asunción, que me hacen ver que tengo varios cabos sueltos en mis conceptos escatológicos. Agradecería tu ayuda y claridad. 1. Suponiendo que la Santísima Virgen hubiera muerto (posibilidad admitida por la Iglesia) ¿cuál sería la explicación respecto a su Inmaculada Concepción? 2. Asunción en cuerpo y alma, como afirma la formulación del dogma, se sirve de una distinción griega. ¿Cuerpo sería el posible cadáver? ¿O más bien hablamos de un cuerpo glorioso que no se corresponde con las mismas moléculas mortales? (Como es nuestro caso al morir y resucitar en el Último Día) 3. Cuál sería la relación entre este misterio-dogma y nuestra escatología intermedia. –F.M.
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Con el favor de Dios, abordemos estas tres cuestiones. Aquí van las respuestas ofrecidas:
1. San Pablo nos enseña que la paga por el pecado es la muerte (Romanos 6,23). Ello nos hace pensar que ante la ausencia de pecado no debería producirse la muerte. Y como la Virgen María carecía de pecado personal y fue preservada de la mancha del pecado original, no tendría por qué haber padecido la muerte. Todo esto es cierto pero descubrimos que algo falta en ese argumento por el hecho de que el gran inmaculado, y libre de toda sombra de pecado, es nuestro Señor Jesucristo, que sin embargo murió verdaderamente precisamente para realizar y manifestar la perfecta vitoria sobre la muerte. Nos damos cuenta que el morir de Cristo no proviene de ningún pecado personal suyo–cosa impensable–sino de la solidaridad colmada de misericordia con la que Él se ha asociado a las consecuencias de nuestros pecados, hasta llegar al extremo de la muerte. En ese mismo orden de ideas, la asociación de María con la gesta salvífica de su Hijo hace no solo pensable sino incluso lógico y preferible afirmar que ella se unió al camino de Cristo y participó de la humillación de la muerte para también con Cristo participar de la gloria de la resurrección: misterio que celebramos en la Solemnidad de la Asunción.
2. La expresión “cuerpo y alma” indica fundamentalmente la totalidad del ser. Más que apoyarse en la distinción de la filosofía griega, nos protege de una desviación a la que podría llevarnos un mal uso de esa expresión filosófica, a saber, considerar que la salvación de María–o de nosotros mismos–es algo que se limita al “alma” como si bastara una plenitud espiritual o intelectual para expresar la obra de la redención. Cuando en el credo decimos que creemos “en al resurrección de la carne” estamos afirmando que nada que haya dañado el pecado quedará por fuera de la obra de la redención. Y puesto que el pecado ha salpicado o francamente deteriorado las potencias del alma y el ser mismo de nuestro cuerpo, lo que estamos diciendo es que todo, absolutamente todo lo que fue creado (visible o invisible), recibirá–en el caso de los que mueren en gracia, se entiende–el beneficio pleno de la redención.
Aclarado esto, la pregunta que queda es la conexión entre el cuerpo glorioso y este nuestro cuerpo actual, sujeto al tiempo, el cambio, y tantas otras cosas. Nuestra fe es muy parca en lo que afirma. Básicamente lo que sabemos se concreta en dos cosas: (i) hay una continuidad entre el cuerpo terrenal y el cuerpo espiritual; (ii) la realidad nueva, inimaginable (cf. 1 Corintios 15,35ss) del cuerpo espiritual no estará sometida a muchas de las leyes que rigen a nuestros cuerpos en su condición actual; por ejemplo, no se padecerá hambre, enfermedad, o el paso mismo del tiempo.
Resulta extremadamente especulativo suponer cómo puede ser ese cuerpo “espiritual” o “glorioso.” De lo poco que se puede decir con alguna certeza es esto: lo que llamamos “materia” es, en su condición más ínfima muy próximo a la realización de una ley matemática (ecuación de campo cuántico). Esa “ley” es, desde el punto de vista de la teología, un eco del Lógos primordial que está en el Hijo Eterno del Padre. De modo que toda la materia es sostenida y ordenada por el Lógos. La disposición providente del Lógos no rige solamente a las partículas individuales (sean electrones, quarks o lo que sean) sino que rige conjuntos inmensos de partículas que adquieren propiedades intrínsecas que nosotros identificamos como propias de los “cuerpos.” Esta sabiduría y bondad del Lógos está más allá de todo poder de la muerte, de modo que el cuerpo glorioso sería la transición en lo dispuesto por el Lógos sobre aquello que el Lógos considera como propio de cada uno de nosotros. La continuidad estaría asegurada por la continuidad de la voluntad del Lógos del Padre (el Hijo, en cuanto Señor de la creación y autor de la redención) y la realidad nueva estaría asegurada por la nueva disposición suya sobre nosotros, asociándonos por completo a su propio ser.
3. La escatología “intermedia” alude al hecho de que hay una distancia entre la muerte corporal y la consumación de la historia humana en la que se dará el juicio final, y por tanto, la reunión plena de nuestras almas y nuestros cuerpos. Hay que recordar entonces aquí por qué hay los dos juicios: el particular y el final. El juicio particular es esencialmente el acto de comparecer nuestra vida ante la Verdad infinita de Dios, que incluye todos los actos de su misericordia y providencia para con nosotros. Por supuesto, es un juicio definitivo que determina el destino eterno de la persona: con Dios (sea directamente en el Cielo o después de pasar por el Purgatorio), o contra Dios (directamente al infierno, en consecuencia con el rechazo de la persona a Dios y su señorío). Eso trae el juicio particular.
En cuanto al juicio universal, lo primero que hay que decir, entonces, es que no es una especial de “tribunal de apelación” que cambie en uno o en otro sentido el destino eterno de los difuntos. Lo que sí trae a luz ese juicio, que sucede al final de la historia humana, es la clara visión de todas las consecuencias externas, sociales, históricas de lo que hemos sido y que en vida nuestra sólo pudo aparecer de manera germinal. Esto vale para lo bueno y para lo malo. Pensemos en el caso de un mártir. En vida terrena, la bondad del mártir ha quedado oculta a ojos del mundo, por lo menos en su mayor parte; pero la fuerza de su testimonio, ejemplo y oración han dado fruto a lo largo de los siglos, de modo que al final de la historia humana, hay un esplendor magnífico, una gloria inmensa, que no era clara cuando el mártir murió. Esa gloria aparecerá en el juicio final y será corona de ese mártir. Y puesto que la realidad histórica y externa es propia del cuerpo, así como las intenciones y deseos son propios del alma, es muy lógico que en el juicio final el cuerpo aparezca con el resplandor que es propio de la gloria que las buenas obras sembraron en vida y muerte de la persona. Lo mismo hay que decir, lamentablemente, de las obras malas: toda su podredumbre aparecerá con claridad al final de los siglos, y el cuerpo de ese pobre, degenerado y corrompido por la carga de tantas desgracias, será su realidad por todos los siglos.
Volvamos ahora nuestra atención a la Virgen María. Si bien es cierto que toda la bondad de la santidad incomparable de María no se ha manifestado aún, y sólo brillará en plenitud al final de los siglos, hay algo que ya sabemos, y que es muy simple y a la vez muy profundo: y es que, dicho de modo sencillo, TODO lo bueno que llegue a contener el universo viene de la redención de Cristo, y todo el bien de la redención de Cristo ha empezado en el SÍ de María y ha tenido su expresión en el SÍ de María, que no conoció tibieza ni interrupción. En ese sentido, no es necesaria ninguna “escatología intermedia” para ella porque la gloria de la Resurrección de su Hijo es la expresión misma del bien que ella ha hecho posible. De tal manera que así como ella, en Caná de Galilea, anticipó en cierto modo la “hora” de Jesús, así también, con su tránsito a la eternidad, ha anticipado en su cuerpo purísimo la hora en que Dios será todo en todos.