Con motivo del último documento del Papa Francisco, he visto resistencia y protestas en algunos sectores de la Iglesia Católica, con un especial énfasis en el valor del latín. ¿Qué piensa usted, fray Nelson? ¿En qué sentido es útil que en pleno siglo XXI aprendamos latín? –J.O.
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Cada lengua que se ha hablado en esta tierra tiene un valor que trasciende lo puramente funcional de lograr una comunicación inmediata entre personas. Antes de hablar con otras personas, uno, en cierto modo, habla consigo mismo cuando reflexiona, sueña, proyecta; las palabras tienen el color y la textura de la vida misma, como se nota especialmente en las formas artísticas y culturales, propias de la poesía, la narrativa, incluso el modo de ver el propio pasado. Nuestros sueños, temores, y por supuesto, nuestras oraciones, no existen simplemente como movimientos anónimos de la mente sino que se traducen, expresan y difunden a través de palabras, y por lo tanto, con el auxilio de una lengua específica.
Por eso hoy muchos reconocen que la pérdida de una lengua es algo comparable con lo que es, en el ámbito ecológico, la pérdida de una especie. Así como cada especie es un modo de responder a la pregunta “¿Cómo vivir?”, así también cada lengua expresa a su modo preguntas y respuestas como: “¿Por qué y para qué vivir?” Las lenguas no se hacen solas, sino que brotan del entretejido de seres humanos concretos. Al perderlas, perdemos de algún modo la riqueza humana y espiritual que estaba en ellos.
Lo anterior vale para toda lengua. Mucho más puede decirse del latín. Es la lengua en que la Iglesia Católica ha reflexionado, orado y predicado durante muchos siglos. Muchos conceptos que luego, con mayor o menor acierto, han pasado a las lenguas que llamamos “modernas” fueron primero acuñados a partir de palabras y raíces latinas, y por eso se entienden de modo más pleno y unívoco en esa lengua. Por supuesto, esto vale también para las lenguas bíblicas, y muy particularmente para el griego koiné y para el hebreo, pero es que no hay razón para oponer los estudios de estas lenguas llamadas con razón “clásicas.”
Desde el punto de vista litúrgico e incluso artístico, el latín resulta difícilmente comparable con ninguna otra lengua. Volúmenes y volúmenes de inspiradas e inspiradoras melodías nos ayudan a conectar con las profundas experiencias espirituales que tantos cristianos, hombres y mujeres, de otras épocas, tuvieron en su propio itinerario hacia Dios. La prosa bellísima de tantas plegarias despierta, con toda razón, sentimientos de elevación y de percepción de lo sacro en muchos corazones de todas las edades. No se ve por qué esa rqieuza deba perderse. Por supuesto, no estoy diciendo que sea el único modo, o que sea siempre el modo óptimo para toda expresión litúrgica, simplemente destaco que toda esa magnífica producción es un tesoro común para los católicos y que es necio desperdiciarlo u olvidarlo.
Todo lo anterior no debería llevar, sin embargo, a una actitud idólatra o fetichista con respecto al latín, como si no fuera posible expresar la fe de otro modo, o como si fuera imposible dar cumplido culto a Dios en otra lengua. El latín es bello, es venerable, nos ayuda a comprender mejor la lógica y el dinamismo de nuestra propia lengua, que tiene tantas raíces en el antiguo Lacio; pero el latín tiene sus limitaciones también. No podía ser de otro modo.
En efecto, la revelación bíblica no la recibió la Iglesia en latín sino en hebreo y en griego, y por eso, cuando se hace el ejercicio de la exégesis a partir de las lenguas originales, se ven los límites de las traducciones latinas (Vulgata y Neovulgata, principalmente). un ejemplo conocido es Juan 20,17: las palabras que Cristo resucitado dice en cierto momento a María Magdalena. La Vulgata traducía: “Noli me tangere!”, que sería: “¡No me toques!”; ya la Neovulgata mejora la traducción: “Iam noli me tenere…”, que corresponde a: “Ya suéltame” o simplemente “¡Suéltame!”–mucho más próximo al griego “Me mou haptou.” No es difícil suponer que casos como este existen en las traducciones latinas, asi como se dan prácticamente en todas las lenguas. En esto el latín no tiene forzosamente una ventaja.
Otro límite del latín tiene que ver con el simple hecho de que la vida humana es dinámica y por consiguiente no puede esperarse que un conjunto de conceptos, no importa qué tan bien articulados estén, logren captar todo lo humano de todas las épocas: simplemente no hay palabras en el latín clásico para nombrar muchas de las realidades actuales, no sólo de objetos (teléfono celular, computador cuántico, agujero negro, etc.) sino también de aquellos procesos que nos resultan familiares en lenguas modernas y bastante artificiales en latín; por ejemplo: calentamiento global, desertificación, impresionismo, postmodernidad. Está claro: se pueden crear vocablos que tengan aspecto latino y que “funcionen” gramaticalmente en latín pero el precio que se paga no es pequeño. Esto se nota en el hecho de que los Papas recientes han optado por escribir sus documentos en alguna lengua moderna (principalmente, italiano, pero también español o francés) y luego, cuando es necesario, han ordenado que se hagan algo así como retro-traducciones al latín. Claramente el latín no guía el pensamiento en estos casos sino que simplemente lo sigue de un modo que puede ser bastante servil.
Lo cual a su vez trae repercusiones cuando se prefiere de modo casi continuo la liturgia en latín. Hay tres posibilidades: no predicar; predicar en latín; o predicar en lengua vernácula. Lo primero no es concorde con el hecho de que la fe viene de escuchar la predicación, según bien enseña San Pablo. Lo segundo requiere un nivel de formación excepcional que muy pocas personas tienen en el mundo, y que de todos modos padece del defecto antes mencionado: vocablos artificiales hechos ad-hoc. Queda entonces la tercera posibilidad: que todo lo ritual sea en latín y la predicación en lengua vernácula. Pero esto introduce una separación entre el texto bíblico y la aplicación de ese mismo texto. Por ejemplo, si en el Evangelio se lee: “Iam noli me tenere” la predicación tendrá que traducir ese texto, o de hecho, en la práctica, cada versículo. Siempre habrá, pues, una fisura, más o menos grande, entre la Palabra que se proclama y las oraciones o entre la Palabra y la predicación. La sabiduría y la caridad del celebrante podrán subsanar esta situación pero no se debe negar que ahí estará. Por ello tiene todo el sentido la exigencia que hace Traditionis custodes de que las lecturas, en todos los casos, se hagan en lengua vernácula, según las traducciones autorizadas para cada lugar.
Dicho esto, yo concluyo que es bueno, muy bueno, estudiar latín y amarlo–como creo que deben estudiarse con diligencia el griego y el hebreo. Y sin embargo, ese amor no debe llevarnos a menospreciar la capacidad del Evangelio para desbordar todo molde cultural y lingüístico, y así movernos hacia Aquel que es el Logos eterno del padre.