Creo que hay dos extremos que debemos evitar. Por una parte, hay quienes creen que se debe sostener la unidad en la Iglesia sin prestar demasiada atención a lo doctrinal. Según esta idea, por ejemplo, da lo mismo que unos obispos digan que se puede dar la comunión a quien promueve el aborto, y que otros digan lo contrario. Habría simplemente que trabajar por la “unidad.” Pero tal unidad supondría una de dos cosas: o caer en una especie de subjetivismo en que todo da lo mismo y entonces nada importa nada, o tratar de omitir la discusión de los temas incómodos. Eso sucede cuando una supuesta unidad se pretende imponer por encima de las legítimas exigencias de la verdad.
Luego está el otro extremo, el de aquellos que creen que debemos estar de acuerdo absolutamente en todo, de modo que no debería haber espacio para ninguna diferencia de opinión en ningún tema, ya se trate de política, de salud, de liturgia o de arte. Quienes piensan de este modo pronto toman una actitud sectaria y tratan a los que no piensan como ellos con palabras duras y a menudo despectivas.
Evidentemente lo que necesitamos es la capacidad de discernir entre aquello que es esencial, en lo cual debe haber unidad, y aquello que no es esencial y que puede dejarse a juicios prudenciales o incluso al gusto de las personas. No todo es esencial y no todo es accidental o secundario. Y por supuesto, es preciso cultivar una actitud de respeto, humildad y diálogo sincero para esclarecer cuál es el estatuto de cada tema en discusión. Entrar por la acusación, la sospecha e incluso la calumnia es hacer el juego al enemigo, que nada quiere tanto como causar división estéril.
Y aún por encima de estas consideraciones, jamás nos olvidemos de examinar la propia conciencia, enmendarnos de nuestros pecados, sean visibles o no, y suplicar luz del Espíritu Santo en la oración, tanto para nosotros como para aquellos que vemos que no piensan como nosotros.