Siglo XVIII
La colonias francesas se fueron desarrollando más y más por los Grandes Lagos, el Mississippi y las costas de la bahía del Hudson, zonas recorridas por los misioneros, los comerciantes y los «coureurs de bois», tratantes en pieles. Al mismo tiempos, las colonias inglesas iban acogiendo en las costas del Atlántico más y más inmigrantes, no sólo de ingleses, sino también de irlandeses, escoceses, alemanes y otros europeos.
Las tensiones entre franceses e ingleses, en las que se involucran naciones indias más o menos aliadas, acaban estallando en 1756 en la guerra de los Siete Años, cuyos efectos fueron decisivos. Cincuenta mil soldados ingleses, ayudados por los iroqueses, tras una guerra atroz, acaban eliminando casi por completo a los franceses. El Tratado de París, en 1763, pone fin a la presencia de Francia en América como potencia civilizadora y evangelizadora.
Esto supone un golpe muy duro para la acción misionera de la Iglesia Católica en el Norte de América. Cuando en esos años la colonia pasó a manos inglesas, las nuevas autoridades impusieron a los religiosos ciertas restricciones, como la de no recibir más novicios. Así, por ejemplo, en 1764 había en Canadá 22 franciscanos, de los cuales al menos 4 misionaban entre los indios abenakis, ottawas y hurones. Posteriormente, la misión franciscana se extinguió poco a poco. Sólo en 1890 regresaron los religiosos de San Francisco, y desde 1927 formaron provincia propia en la Orden.
Tanto los puritanos como los católicos eran perseguidos en la Inglaterra del XVI por sus creencias religiosas, y en América del norte buscaron una tierra de refugio. En 1634 se fundó una colonia para los católicos, Maryland, la tierra de María, y su capital, Baltimore, fue la primera sede episcopal de lo que había de ser Estados Unidos. De todos modos, la Corona inglesa limitó y controló la emigración de fieles y sacerdotes católicos a sus colonias americanas, y en el nuevo mundo los católicos fueron objeto durante largo tiempo de persecuciones, injusticias y marginaciones, hasta el punto de que llegó a prohibirse en todas las colonias la celebración de la misa.
Fue Maryland «la primera colonia en la que los ciudadanos tenían la libertad de practicar la religión de su opción sin padecer persecuciones del Estado» (Herencia 527). Todo eso explica que durante mucho tiempo los católicos, luchando por sobrevivir, apenas pudieron empeñarse en un trabajo misionero entre los indios.
Por otra parte, como hemos visto, cesa en 1763, con el Tratado de París, la presencia de Francia en América del norte, y con ella casi desaparece toda acción misionera entre los indios. Justamente es entonces cuando las Trece Colonias británicas, ávidas de tierras y de oro, van a ir eliminando progresivamente los diversos pueblos indios. Aunque en 1763 el gobierno inglés prohibe el avance de los colonos más allá de los Apalaches, reconociendo que los territorios del Oeste pertenecen a las naciones indias, el empuje de los colonos hacia el Oeste resulta incontenible. Shawnees y cherokees son expulsados de Kentucky y Tennessee.
Además, la rebelión de los colonos americanos contra el gobierno británico, iniciada en 1775, termina en 1783 con el Tratado de Versalles, en el que se reconoce la independencia de los Estados Unidos de América del Norte. La joven nación, afirmándose aún más en sí misma, acentúa sus aspiraciones territoriales, e impulsa con mayor fuerza el sometimiento o la eliminación de los pueblos indios. En 1784 los iroqueses han de ceder sus tierras de Ohío y del sur de los Grandes Lagos. En ese mismo año, el general Wayne destruye la gran confederación guerrera formada por delewares, ottawas, potawatomis, miamis, shawnees, chippewas y wyandots (hurones).
Con todo esto, la puerta a la colonización del lejano Oeste, Far West, queda abierta más y más al empuje incontenible de las caravanas de colonos pioneros. Los colonos se apoderan de praderas y bosques, excavan pozos, establecen molinos y serrerías, construyen cercados para el ganado, en tanto los indios retroceden desmoralizados ante la incontenible avidez posesiva y laboriosa de los blancos.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.