Era MENTIRA: no encuentran ningún cuerpo enterrado en las escuelas residenciales en Canadá

El Dorchester Review, una de las publicaciones de historia más importantes de Canadá, acaba de publicar un artículo importantísimo para aclarar una cuestión que los medios manipularon con un propósito político, como ya lo habíamos notado en un video del 3 de junio de 2021.[1] Jacques Roullard, el autor del artículo y doctor en historia y profesor emérito del departamento de historia en la Universidad de Montreal, interpela al gobierno y los medios por la operación mediática de junio del año pasado y dice: “Después de siete meses de recriminación y denuncia, ¿dónde están los restos de los niños enterrados en la Escuela Residencial Indígena Kamloops?”

Haz clic aquí!

Conflictos entre Inglaterra y Francia y su impacto en la evangelización

Siglo XVIII

La colonias francesas se fueron desarrollando más y más por los Grandes Lagos, el Mississippi y las costas de la bahía del Hudson, zonas recorridas por los misioneros, los comerciantes y los «coureurs de bois», tratantes en pieles. Al mismo tiempos, las colonias inglesas iban acogiendo en las costas del Atlántico más y más inmigrantes, no sólo de ingleses, sino también de irlandeses, escoceses, alemanes y otros europeos.

Las tensiones entre franceses e ingleses, en las que se involucran naciones indias más o menos aliadas, acaban estallando en 1756 en la guerra de los Siete Años, cuyos efectos fueron decisivos. Cincuenta mil soldados ingleses, ayudados por los iroqueses, tras una guerra atroz, acaban eliminando casi por completo a los franceses. El Tratado de París, en 1763, pone fin a la presencia de Francia en América como potencia civilizadora y evangelizadora.

Esto supone un golpe muy duro para la acción misionera de la Iglesia Católica en el Norte de América. Cuando en esos años la colonia pasó a manos inglesas, las nuevas autoridades impusieron a los religiosos ciertas restricciones, como la de no recibir más novicios. Así, por ejemplo, en 1764 había en Canadá 22 franciscanos, de los cuales al menos 4 misionaban entre los indios abenakis, ottawas y hurones. Posteriormente, la misión franciscana se extinguió poco a poco. Sólo en 1890 regresaron los religiosos de San Francisco, y desde 1927 formaron provincia propia en la Orden.

Tanto los puritanos como los católicos eran perseguidos en la Inglaterra del XVI por sus creencias religiosas, y en América del norte buscaron una tierra de refugio. En 1634 se fundó una colonia para los católicos, Maryland, la tierra de María, y su capital, Baltimore, fue la primera sede episcopal de lo que había de ser Estados Unidos. De todos modos, la Corona inglesa limitó y controló la emigración de fieles y sacerdotes católicos a sus colonias americanas, y en el nuevo mundo los católicos fueron objeto durante largo tiempo de persecuciones, injusticias y marginaciones, hasta el punto de que llegó a prohibirse en todas las colonias la celebración de la misa.

Fue Maryland «la primera colonia en la que los ciudadanos tenían la libertad de practicar la religión de su opción sin padecer persecuciones del Estado» (Herencia 527). Todo eso explica que durante mucho tiempo los católicos, luchando por sobrevivir, apenas pudieron empeñarse en un trabajo misionero entre los indios.

Por otra parte, como hemos visto, cesa en 1763, con el Tratado de París, la presencia de Francia en América del norte, y con ella casi desaparece toda acción misionera entre los indios. Justamente es entonces cuando las Trece Colonias británicas, ávidas de tierras y de oro, van a ir eliminando progresivamente los diversos pueblos indios. Aunque en 1763 el gobierno inglés prohibe el avance de los colonos más allá de los Apalaches, reconociendo que los territorios del Oeste pertenecen a las naciones indias, el empuje de los colonos hacia el Oeste resulta incontenible. Shawnees y cherokees son expulsados de Kentucky y Tennessee.

Además, la rebelión de los colonos americanos contra el gobierno británico, iniciada en 1775, termina en 1783 con el Tratado de Versalles, en el que se reconoce la independencia de los Estados Unidos de América del Norte. La joven nación, afirmándose aún más en sí misma, acentúa sus aspiraciones territoriales, e impulsa con mayor fuerza el sometimiento o la eliminación de los pueblos indios. En 1784 los iroqueses han de ceder sus tierras de Ohío y del sur de los Grandes Lagos. En ese mismo año, el general Wayne destruye la gran confederación guerrera formada por delewares, ottawas, potawatomis, miamis, shawnees, chippewas y wyandots (hurones).

Con todo esto, la puerta a la colonización del lejano Oeste, Far West, queda abierta más y más al empuje incontenible de las caravanas de colonos pioneros. Los colonos se apoderan de praderas y bosques, excavan pozos, establecen molinos y serrerías, construyen cercados para el ganado, en tanto los indios retroceden desmoralizados ante la incontenible avidez posesiva y laboriosa de los blancos.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Análisis: cuerpos de niños hallados en escuelas “católicas” de Canadá

“Diferentes medios de comunicación -los de siempre más Trudeau- se han aventurado a insinuar los acontecimientos calificándolos de genocidio y a culpar exclusivamente a la Iglesia católica por ellos. Ante todo, habría que recordar que las residencias no fueron iniciativa de la Iglesia ni de ninguna otra confesión religiosa sino totalmente proyectos del gobierno civil que buscaba integrar a la población nativa a la sociedad canadiense a través de instituciones con esa finalidad…”

Haz clic aquí!

Beatos poco conocidos del Canadá

Beato Francisco Montmerency-Laval (1623-1708)

De la familia Montmerency-Laval, una de las más distinguidas de Francia, nació Francisco en 1623, en Montigny-sur-Avre. Educado en los jesuitas de La Flèche, recibió la tonsura, pero a la muerte de su padre, aún tuvo que ocuparse de los asuntos y negocios de los suyos, como cabeza de familia. Ordenado sacerdote en 1647, fue designado archidiácono de Évreux, donde el obispo era tío suyo. Cuando en 1653 fue nombrado vicario apostólico de Tonkín, en Indochina, el viaje se hizo imposible, y se retiró cuatro años al Hermitage, en una escuela de espiritualidad abierta por Juan de Barnières.

Su vida misionera se inició en 1658, año en que fue designado vicario apostólico de la Nueva Francia y obispo titular de Petra. Llegó a Quebec al año siguiente, y en treinta años desarrolló una formidable actividad apostólica, organizando aquella Iglesia incipiente, luchando contra las tendencias galicanas de los gobernadores y defendiendo a los indios. A él se debe el Seminario de Quebec -universidad Laval, desde 1852-, y la erección de la diócesis en 1674, de la que fue primer obispo. Los últimos años de su vida los pasó retirado en el Seminario, donde murió en 1708 a los ochenta y cinco años.

Venerable desde 1960, y beatificado en 1980, «fue en Canadá lo que San Agustín en Bretaña, San Bonifacio en Germania, o Cirilo y Metodio en los pueblos eslavos» (AAS 73,1981, 256).

Beata Catalina Tekakwitha (1656-80)

Junto al río Hudson, en el estado actual de Nueva York, los holandeses fundaron en 1623 Fort Orange, que pasó al año siguiente a manos de los ingleses, con el nombre de Albany. Cerca de esta localidad, estaba Ossernon, donde en 1656 nació Tekakwitha de padre iroqués pagano y madre angolquina cristiana. Su nombre significaba «la que pone las cosas en orden».

Huérfana desde muy niña, fue recogida por un tío suyo, jefe de los mohawks. En la epidemia de 1660 contrajo la viruela, que desfiguró su rostro y disminuyó su vista. Conoció a los misioneros católicos en 1675 y al año siguiente fue bautizada, con el nombre de Catalina, por el jesuita Jacobo de Lamberville. Amenazada por su tío pagano, hubo de escaparse, caminó 200 millas por la nieve, y llegó a refugiarse en la misión de San Francisco Javier, cerca de Montréal, donde hizo la primera comunión.

Allí, en la familia que le hospedaba, llevó una vida laboriosa, servicial y humilde. Practicó duras penitencias y oraba largamente en el bosque, ante la cruz que había trazado en la corteza de un árbol. Inocente desde niña, hizo voto de virginidad en 1679, y murió al año siguiente, a los veinticuatro años. En 1943 fueron declaradas heroicas sus virtudes, y en 1980 fue beatificada esta «flor primera de los indios» del norte de América (AAS 73,1981, 256).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Se santificó en Canadá…

Beata María de la Encarnación (1599-1672)

Francesa, nació en 1599 María Guyart, de familia humilde, en Tours, y a pesar de sentir muy pronto la vocación religiosa, fue en 1617 dada en matrimonio al comerciante Claudio Martin, que murió a los dos años, dejándole un hijo, también llamado Claudio. Y aunque todavía hubo de trabajar un tiempo como administradora de una empresa de su cuñado, ya en 1621 hizo voto de virginidad perpetua. En esos mismos años, de trabajos y ajetreos, tuvo notables visiones de la Trinidad y del Verbo encarnado, recibiendo en 1627 la gracia mística del matrimonio espiritual. En 1631 ingresó, por fin, en las Ursulinas de Tours, en donde su vida mística alcanzó más altos vuelos.

En 1639, con la joven María de San José, pasó a las Indias para fundar en Quebec. Guardando allí clausura conventual, fue desde entonces el alma de las misiones en la Nueva Francia. Son años de altísima vida mística, reflejada en admirables escritos y en miles de cartas. María de la Encarnación, en medio de guerras y revueltas, incertidumbres y martirios, avances misionales y retrocesos, fue como el corazón de la Iglesia naciente, ayudando a unos, aconsejando a otros, y animando a todos.

Para entrar mejor en la vida misional, aprendió pronto las lenguas nativas, el iroqués, el montañés, el algonquino y el hurón, hasta el punto de que compuso diccionarios y catecismos. Uniendo a la oración y a la penitencia su palabra encendida, convertía con la gracia de Dios a las personas, llamándolas a perfección. Su mismo hijo Claudio llegó a ser un excelente benedictino, y escribió más tarde la biografía de su madre (París 1677).

En una ocasión confesaba la Beata: «Gracias a la bondad de Dios, nuestra vocación y nuestro amor por los indígenas jamás han disminuido. Yo los llevo en mi corazón e intento, muy dulcemente, mediante mis oraciones, ganarlos para el cielo. Existe siempre en mi alma un deseo constante de dar mi vida por su salvación» (Herencia 528).

María de la Encarnación murió en 1672 con gran fama de santidad. Declarada venerable en 1911, fue beatificada en 1980, como «Madre de la Iglesia católica en el Canadá» (AAS 73, 1981, 255).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Más testimonios de jesuitas mártires en Norteamérica

Otros misioneros jesuitas mártires

Fueron 331 los jesuitas que en este siglo misionaron en la Nueva Francia -es decir, en regiones del Canadá y de Luisiana-. Y de ellos, muchos de los que se adentraron con los indios perdieron la vida. Concretamente, 32 jesuitas misioneros sucumbieron de muerte violenta, martirizados o víctimas de la caridad.

Santo mártir Antonio Daniel. -Nacido en Dieppe, en 1601, en 1621 estuvo en el noviciado jesuita de Rouen, y ya ordenado, fue destinado a la misión de los hurones. Llegó a Quebec en 1633 y participó en numerosas entradas misioneras entre los indios. Tenía una gracia especial para los niños. En el gran alzamiento iroqués de 1648 se hallaba en San José, una pequeña misión. Estaba celebrando misa cuando llegó el griterío de los iroqueses que se acercaban. Se quitó los ornamentos sagrados, bautizó por aspersión rápidamente al grupo de hurones que eran catecúmenos, facilitó su huída por una puerta trasera, y salió al encuentro de los iroqueses con una gran cruz alzada que tomó del altar. Abrazado a la cruz, murió atravesado por innumerables flechas.

Santos mártires Carlos Garnier y Natalio Chabanel. -Ambos jesuitas misionaron la tribu de los tabaqueros, y en la misión de San Juan Bautista, junto a la bahía de Nottawasaga, y fue allí donde hicieron a Dios la ofrenda de sus vidas y de sus muertes.

San Carlos Garnier nació en París, de familia distinguida, en 1606, entró en el noviciado con 18 años, y llegó al Canadá en 1636. Atractivo y bondadoso, de buen carácter, él decía que la Virgen María le había llevado en sus brazos hasta conducirlo a la Compañía de su Hijo Jesús. Fue muy querido por los indios.

San Natalio Chabanel, su compañero, era muy distinto. Nacido en 1613, acogió con esfuerzo, siendo profesor jesuita de filosofía y retórica, la orden de partir a misiones en 1643. Seis años pasó entre los hurones sufriendo una gran desolación interior, y sintiéndose un fracasado. Para vencer sus persistentes tentaciones de abandono, el Señor le inspiró hacer un voto heroico: permanecer hasta su muerte en la misión de los hurones. Ahí se acabaron sus dudas y desgarramientos interiores.

Por lo demás, no iba a durar mucho el tiempo de su prueba. El 6 de diciembre de 1649 recibe mandato de ir a la isla de San José, a donde se dirige acompañado por un grupo de indios, dejando sólo al padre Garnier en la misión de San Juan Bautista. Al día siguiente los iroqueses invaden la aldea y hieren de un tiro al padre Garnier mientras celebraba misa. Cuando se arrastraba para auxiliar a un moribundo, un indio le remató de dos hachazos en las sienes. A la expedición del padre Chabanel llegó el eco de la victoria de los iroqueses sobre los tabaqueros. Y uno de los hurones de su grupo lo mató, atribuyendo los males que estaban sufriendo a la presencia de los misioneros.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

La fe católica se sembró en Norteamérica con sangre de mártires

Santos mártires Juan de Brébeuf y Gabriel Lallemant (+1649)

Nacido en 1593 de familia noble normanda, Juan de Brébeuf ingresó a los veinte años en el noviciado jesuita de Rouen, donde se distinguió por su vida orante, penitente y humilde. Quiso ser Hermano coadjutor, y sólo por obediencia aceptó la ordenación sacerdotal. Ya ordenado, procuraba siempre emplearse en ayudar a los otros en sus trabajos, o en barrer, traer leña, y hacer de criado de todos. Acentuó su consagración religiosa con varios votos privados, como el de evitar toda falta venial, cualquier infracción de las reglas, y sobre todo el de no rehuir el martirio por amor a Cristo, si se daba la ocasión. Agraciado con altísimos dones de oración, tuvo visiones de Jesucristo, del Espíritu Santo, de la Virgen y de San José, y una gran familiaridad con los ángeles.

Muchas veces solicitó a su superiores ir a misiones, y concretamente a Nueva Francia, recuperada por los franceses recientemente. Por fin, como ya vimos, fue incluído en la primera expedición jesuita al Canadá, en 1625. A los 32 años de edad, cambiaba su vida de profesor por la de misionero. Se adaptó inmediatamente a su nueva dedicación, entregándose a ella en cuerpo y alma.

Después de algún tiempo de misión entre los algonquinos, fue destinado a Toanché, aldea de los hurones, pudo experimentar, como San Pablo, que en la extrema debilidad del hombre halla ocasión de expresarse la plenitud del poder de Cristo (2Cor 12,9). Y así escribió: «¡Qué avenidas de consolación endulzan el alma cuando uno se ve abandonado de los salvajes, consumido por la calentura o a punto de morirse de hambre entre las selvas, y allí puede exclamar: Dios mío, por puro amor tuyo, por cumplir tu santa voluntad, me veo en esta situación!».

Expulsado por los ingleses en 1628, con todos los franceses, pidió volver tras la paz de Saint-Germain. Su regreso entre los hurones, cuya lengua había aprendido perfectamente, es descrito por él mismo: «Cuando me rodearon con tumultuosa alegría para darme la bienvenida, todos me saludaban por mi nombre, y uno me decía: ¿Es posible, sobrino mío, hermano mío, primo mío, que otra vez estés con nosotros?»…

Esta segunda misión fue más dura que la primera. La peste asolaba los poblados hurones, y el padre Brébeuf atiende especialmente a las aldeas más afectadas, Ihonatiria, Ossassane y Onerio. Los indios, atemorizados, piden al misionero que su Dios les salve. Él les explica qué han de hacer: «Primero, no debéis creer más en supersticiones; segundo, sólo podéis contraer matrimonio con una esposa; tercero, desterrad de los banquetes borracheras y desenfrenos; cuarto, deberéis dejar de comer carne humana; quinto, dejaréis de acudir a las fiestas que preparan los hechiceros convocando a los espíritus.

Los indios estimaron que las condiciones eran muy duras, y los hechiceros echaron la culpa de todas las calamidades a los misioneros. Algunos hurones, sin embargo, comenzaron a ver en aquellos hombres abnegados y valientes la imagen de Cristo. La misión de Ossossane, especialmente, llamada luego de la Inmaculada Concepción, floreció en el Evangelio. En 1641 unos 60 indios fueron bautizados, y siete años más tarde eran todos cristianos. Un misionero lloraba de alegría, años más tarde, cuando veía a los indios ir de madrugada a comulgar.

De todos modos, la situación de los misioneros, en general, era sumamente precaria en aquellas regiones, como puede apreciarse en las cartas del padre Brébeuf:

En una de 1636 dice: «¿Sería posible que pusiéramos nuestra confianza fuera de Dios en una región en la que, de parte de los hombres, nos falta todo? ¿Podríamos desear mejor ocasión de practicar la caridad que la que tenemos en las asperezas y dificultades de un mundo nuevo, al que ningún arte ni industria humana ha proporcionado comodidad alguna? ¿Y vivir aquí para llevar hacia Dios a hombres tan poco hombres que diariamente esperamos morir a manos de ellos, si se les ocurre, si les da un arrebato, si no los detenemos y no les abrimos el cielo a discreción, dándoles la lluvia y el buen tiempo según lo demanden?…

«Ciertamente, si el que es la Verdad misma no nos hubiera dicho de antemano que no hay amor mayor que morir una vez por los amigos, yo pensaría como igual, o más generoso, lo que decía el apóstol a los corintios: “Diariamente muero por vosotros, hermanos” [+1Cor 15, 31], llevando una vida tan penosa, en peligros tan frecuentes y ordinarios de morir inesperadamente; peligros que os proporcionan los mismos a los que queréis salvar…

«Termino este escrito diciendo lo siguiente: si en esta vida de sufrimientos y cruces que nos están preparadas, alguno se siente con tanta fuerza de lo alto que puede decir que esto es demasiado poco, o pido como san Francisco Javier: “Más, Señor, más”, espero que el Señor le hará decir también, en medio de las consolaciones que le dará, esta otra confesión, que será tanto para él que ya no podrá soportar más alegría: “Basta, Señor, basta”».

Y en 1637 escribe: «Estamos, quizá, ya a punto de derramar nuestra sangre e inmolar nuestra vida en servicio de nuestro buen Maestro Jesucristo… Suceda lo que suceda, le diré que todos los Padres esperan el resultado con gran tranquilidad y alegría de espíritu. En cuento a mí, puedo decir que nunca he tenido el menor miedo a morir por tal motivo. Pero todos sentimos tristeza al ver que estos pobres bárbaros cierran, por su malicia, la puerta al evangelio y a la gracia.

«Sea [el Señor] por siempre bendito por habernos destinado a esta tierra, entre otros mucho mejores que nosotros, para ayudarle a llevar su cruz. Hágase en todo su santa voluntad. Si quiere que muramos ahora, ¡enhorabuena para nosotros! Si quiere reservarnos para otros trabajos, bendito sea.

«Si le llega noticia de que Dios ha querido coronar nuestros pobres trabajos, o más bien nuestros deseos, bendiga al Señor; porque sólamente por Él es por quien deseamos vivir y morir, y es Él quien nos da la gracia para ello». Otros padres firmaron con él este testamento espiritual.

En 1638 llegó a la misión de la Inmaculada el padre Gabriel Lallemant, un hombre de aspecto más bien frágil. Nacido en París, en 1610, ingresó a los 20 años en el noviciado de la Compañía, fue procurador del Colegio de La Flèche, profesor de filosofía en el de Moulins, y prefecto en el de Bourges. En 1640, a los 30 años, se vió al frente de la principal misión jesuita entre los hurones, sustituyendo a Brébeuf que había tenido que retirarse a Quebec con una clavícula rota en un accidente. La vida de la misión fue adelante con paz y trabajo, hasta que en 1644 se produjo la revuelta de los iroqueses.

La violencia iroquesa, recrudecida en 1649, aprisiona a Brébeuf y Lallemant en la misión de San Ignacio, situada en la aldea de San Luis. Y se repite entonces una vez más la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. Los indios les arrancaron las uñas, rompieron sus bocas con piedras, les cortaron pedazos de carne que, asados, comían ante ellos, quemaron sus lenguas, cortaron sus pies, desollaron sus cabezas, dejando el cráneo al descubierto. Y ellos siempre perdonando.

Un hurón renegado, blasfemando y riendo, echó sobre la cabeza del padre Brébeuf agua hirviendo: «Yo te bautizo para que seas feliz en el cielo; agradécemelo». El padre Lallemant, conducido a presenciar ese martirio, le dijo a Brébeuf la frase de San Pablo, tan querida para los antiguos mártires: «Padre, «hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres»» (1Cor 4,9). El 16 de marzo de 1649 un golpe de hacha consumaba la vida de Brébeuf. Y al día siguiente, después de padecer tormentos semejantes, el padre Lallemant perfeccionaba en Cristo crucificado la ofrenda de su vida.

En Quebec se conservan sus reliquias. Los restos de los demás mártires franco-canadienses no pudieron ser recogidos. De los apuntes espirituales de Jean de Brébeuf se conserva esta página impresionante, que podemos leer en el Oficio de lectura de su fiesta:

«Durante dos años he sentido un continuo e intenso deseo del martirio y de sufrir todos los tormentos por que han pasado los mártires… Mi Señor y Salvador Jesús ¿cómo podría pagarte todos tus beneficios? Recibiré de tu mano el cáliz de tus dolores, invocando tu nombre [Sal 115,4]. Prometo ante tu eterno Padre y el Espíritu Santo, ante tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, los apóstoles y los mártires y mi bienaventurado padre Ignacio y el bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que nunca me sustraeré, en lo que de mí dependa, a la gracia del martirio, si alguna vez, por tu misericordia infinita, me la ofreces a mí, indignísimo siervo tuyo.

«Me obligo así, por lo que me queda de vida, a no tener por lícito o libre el declinar las ocasiones de morir y derramar por ti mi sangre, a no ser que juzgue en algún caso ser más conveniente para tu gloria lo contrario. Me comprometo además a recibir de tu mano el golpe mortal, cuando llegue el momento, con el máximo contento y alegría; por eso, mi amadísimo Jesús, movido por la vehemencia de mi gozo, te ofrezco ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que no muera sino por ti, si me concedes esta gracia, ya que tú te dignaste morir por mí. Haz que viva de tal modo que merezca alcanzar de ti el don de esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa de tu pasión, invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

«Dios mío ¡cuánto me duele el que no seas conocido, el que esta región extranjera no se haya aún convertido enteramente a ti, el hecho de que el pecado no haya sido aún exterminado en ella! Sí, Dios mío, si han de caer sobre mí todos los tormentos que han de sufrir, con toda su ferocidad y crueldad, los cautivos en esta región, de buena gana me ofrezco a soportarlos yo solo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Santos mártires Juan de Brébeuf y Gabriel Lallemant

Santos mártires Juan de Brébeuf y Gabriel Lallemant (+1649)

Nacido en 1593 de familia noble normanda, Juan de Brébeuf ingresó a los veinte años en el noviciado jesuita de Rouen, donde se distinguió por su vida orante, penitente y humilde. Quiso ser Hermano coadjutor, y sólo por obediencia aceptó la ordenación sacerdotal. Ya ordenado, procuraba siempre emplearse en ayudar a los otros en sus trabajos, o en barrer, traer leña, y hacer de criado de todos. Acentuó su consagración religiosa con varios votos privados, como el de evitar toda falta venial, cualquier infracción de las reglas, y sobre todo el de no rehuir el martirio por amor a Cristo, si se daba la ocasión. Agraciado con altísimos dones de oración, tuvo visiones de Jesucristo, del Espíritu Santo, de la Virgen y de San José, y una gran familiaridad con los ángeles.

Muchas veces solicitó a su superiores ir a misiones, y concretamente a Nueva Francia, recuperada por los franceses recientemente. Por fin, como ya vimos, fue incluído en la primera expedición jesuita al Canadá, en 1625. A los 32 años de edad, cambiaba su vida de profesor por la de misionero. Se adaptó inmediatamente a su nueva dedicación, entregándose a ella en cuerpo y alma.

Después de algún tiempo de misión entre los algonquinos, fue destinado a Toanché, aldea de los hurones, pudo experimentar, como San Pablo, que en la extrema debilidad del hombre halla ocasión de expresarse la plenitud del poder de Cristo (2Cor 12,9). Y así escribió: «¡Qué avenidas de consolación endulzan el alma cuando uno se ve abandonado de los salvajes, consumido por la calentura o a punto de morirse de hambre entre las selvas, y allí puede exclamar: Dios mío, por puro amor tuyo, por cumplir tu santa voluntad, me veo en esta situación!».

Expulsado por los ingleses en 1628, con todos los franceses, pidió volver tras la paz de Saint-Germain. Su regreso entre los hurones, cuya lengua había aprendido perfectamente, es descrito por él mismo: «Cuando me rodearon con tumultuosa alegría para darme la bienvenida, todos me saludaban por mi nombre, y uno me decía: ¿Es posible, sobrino mío, hermano mío, primo mío, que otra vez estés con nosotros?»…

Esta segunda misión fue más dura que la primera. La peste asolaba los poblados hurones, y el padre Brébeuf atiende especialmente a las aldeas más afectadas, Ihonatiria, Ossassane y Onerio. Los indios, atemorizados, piden al misionero que su Dios les salve. Él les explica qué han de hacer: «Primero, no debéis creer más en supersticiones; segundo, sólo podéis contraer matrimonio con una esposa; tercero, desterrad de los banquetes borracheras y desenfrenos; cuarto, deberéis dejar de comer carne humana; quinto, dejaréis de acudir a las fiestas que preparan los hechiceros convocando a los espíritus.

Los indios estimaron que las condiciones eran muy duras, y los hechiceros echaron la culpa de todas las calamidades a los misioneros. Algunos hurones, sin embargo, comenzaron a ver en aquellos hombres abnegados y valientes la imagen de Cristo. La misión de Ossossane, especialmente, llamada luego de la Inmaculada Concepción, floreció en el Evangelio. En 1641 unos 60 indios fueron bautizados, y siete años más tarde eran todos cristianos. Un misionero lloraba de alegría, años más tarde, cuando veía a los indios ir de madrugada a comulgar.

De todos modos, la situación de los misioneros, en general, era sumamente precaria en aquellas regiones, como puede apreciarse en las cartas del padre Brébeuf:

En una de 1636 dice: «¿Sería posible que pusiéramos nuestra confianza fuera de Dios en una región en la que, de parte de los hombres, nos falta todo? ¿Podríamos desear mejor ocasión de practicar la caridad que la que tenemos en las asperezas y dificultades de un mundo nuevo, al que ningún arte ni industria humana ha proporcionado comodidad alguna? ¿Y vivir aquí para llevar hacia Dios a hombres tan poco hombres que diariamente esperamos morir a manos de ellos, si se les ocurre, si les da un arrebato, si no los detenemos y no les abrimos el cielo a discreción, dándoles la lluvia y el buen tiempo según lo demanden?…

«Ciertamente, si el que es la Verdad misma no nos hubiera dicho de antemano que no hay amor mayor que morir una vez por los amigos, yo pensaría como igual, o más generoso, lo que decía el apóstol a los corintios: “Diariamente muero por vosotros, hermanos” [+1Cor 15, 31], llevando una vida tan penosa, en peligros tan frecuentes y ordinarios de morir inesperadamente; peligros que os proporcionan los mismos a los que queréis salvar…

«Termino este escrito diciendo lo siguiente: si en esta vida de sufrimientos y cruces que nos están preparadas, alguno se siente con tanta fuerza de lo alto que puede decir que esto es demasiado poco, o pido como san Francisco Javier: “Más, Señor, más”, espero que el Señor le hará decir también, en medio de las consolaciones que le dará, esta otra confesión, que será tanto para él que ya no podrá soportar más alegría: “Basta, Señor, basta”».

Y en 1637 escribe: «Estamos, quizá, ya a punto de derramar nuestra sangre e inmolar nuestra vida en servicio de nuestro buen Maestro Jesucristo… Suceda lo que suceda, le diré que todos los Padres esperan el resultado con gran tranquilidad y alegría de espíritu. En cuento a mí, puedo decir que nunca he tenido el menor miedo a morir por tal motivo. Pero todos sentimos tristeza al ver que estos pobres bárbaros cierran, por su malicia, la puerta al evangelio y a la gracia.

«Sea [el Señor] por siempre bendito por habernos destinado a esta tierra, entre otros mucho mejores que nosotros, para ayudarle a llevar su cruz. Hágase en todo su santa voluntad. Si quiere que muramos ahora, ¡enhorabuena para nosotros! Si quiere reservarnos para otros trabajos, bendito sea.

«Si le llega noticia de que Dios ha querido coronar nuestros pobres trabajos, o más bien nuestros deseos, bendiga al Señor; porque sólamente por Él es por quien deseamos vivir y morir, y es Él quien nos da la gracia para ello». Otros padres firmaron con él este testamento espiritual.

En 1638 llegó a la misión de la Inmaculada el padre Gabriel Lallemant, un hombre de aspecto más bien frágil. Nacido en París, en 1610, ingresó a los 20 años en el noviciado de la Compañía, fue procurador del Colegio de La Flèche, profesor de filosofía en el de Moulins, y prefecto en el de Bourges. En 1640, a los 30 años, se vió al frente de la principal misión jesuita entre los hurones, sustituyendo a Brébeuf que había tenido que retirarse a Quebec con una clavícula rota en un accidente. La vida de la misión fue adelante con paz y trabajo, hasta que en 1644 se produjo la revuelta de los iroqueses.

La violencia iroquesa, recrudecida en 1649, aprisiona a Brébeuf y Lallemant en la misión de San Ignacio, situada en la aldea de San Luis. Y se repite entonces una vez más la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. Los indios les arrancaron las uñas, rompieron sus bocas con piedras, les cortaron pedazos de carne que, asados, comían ante ellos, quemaron sus lenguas, cortaron sus pies, desollaron sus cabezas, dejando el cráneo al descubierto. Y ellos siempre perdonando.

Un hurón renegado, blasfemando y riendo, echó sobre la cabeza del padre Brébeuf agua hirviendo: «Yo te bautizo para que seas feliz en el cielo; agradécemelo». El padre Lallemant, conducido a presenciar ese martirio, le dijo a Brébeuf la frase de San Pablo, tan querida para los antiguos mártires: «Padre, «hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres»» (1Cor 4,9). El 16 de marzo de 1649 un golpe de hacha consumaba la vida de Brébeuf. Y al día siguiente, después de padecer tormentos semejantes, el padre Lallemant perfeccionaba en Cristo crucificado la ofrenda de su vida.

En Quebec se conservan sus reliquias. Los restos de los demás mártires franco-canadienses no pudieron ser recogidos. De los apuntes espirituales de Jean de Brébeuf se conserva esta página impresionante, que podemos leer en el Oficio de lectura de su fiesta:

«Durante dos años he sentido un continuo e intenso deseo del martirio y de sufrir todos los tormentos por que han pasado los mártires… Mi Señor y Salvador Jesús ¿cómo podría pagarte todos tus beneficios? Recibiré de tu mano el cáliz de tus dolores, invocando tu nombre [Sal 115,4]. Prometo ante tu eterno Padre y el Espíritu Santo, ante tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, los apóstoles y los mártires y mi bienaventurado padre Ignacio y el bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que nunca me sustraeré, en lo que de mí dependa, a la gracia del martirio, si alguna vez, por tu misericordia infinita, me la ofreces a mí, indignísimo siervo tuyo.

«Me obligo así, por lo que me queda de vida, a no tener por lícito o libre el declinar las ocasiones de morir y derramar por ti mi sangre, a no ser que juzgue en algún caso ser más conveniente para tu gloria lo contrario. Me comprometo además a recibir de tu mano el golpe mortal, cuando llegue el momento, con el máximo contento y alegría; por eso, mi amadísimo Jesús, movido por la vehemencia de mi gozo, te ofrezco ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que no muera sino por ti, si me concedes esta gracia, ya que tú te dignaste morir por mí. Haz que viva de tal modo que merezca alcanzar de ti el don de esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa de tu pasión, invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

«Dios mío ¡cuánto me duele el que no seas conocido, el que esta región extranjera no se haya aún convertido enteramente a ti, el hecho de que el pecado no haya sido aún exterminado en ella! Sí, Dios mío, si han de caer sobre mí todos los tormentos que han de sufrir, con toda su ferocidad y crueldad, los cautivos en esta región, de buena gana me ofrezco a soportarlos yo solo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Santos mártires Renato Goupil, Isaac Jogues y Juan de La Lande

Santos mártires Renato Goupil (+1642), Isaac Jogues y Juan de La Lande (+1646)

En la expedición de 1636, llegó a estas misiones el padre Isaac Jogues, nacido en 1607 en Orleans, educado en los jesuitas de esa ciudad, que a los 17 años entró en el noviciado de la Compañía en Rouen. Él siempre quiso sufrir por Cristo, y así lo pedía una y otra vez en la oración. Aunque de constitución más bien débil, se ofreció para ir a misiones. Destinado a las de Nueva Francia, permaneció en ellas once años. Y desde que llegó a Quebec, empleándose en expediciones sumamente peligrosas entre indios hostiles, mostró la valentía que nacía de su amor al Crucificado y a los indios.

Una vez al año acostumbraban los jesuitas enviar desde sus puestos misionales algún misionero a Quebec, donde informaba acerca de la misión y compraba provisiones. En 1642, estando el padre Jogues en una misión pacífica establecida entre hurones, se ofreció para hacer él ese viaje, que en aquel momento era muy peligroso. Partió acompañado del hermano Renato Goupil, en una expedición de veintidós personas. Apresados por los iroqueses, y conducidos durante trece días a sus territorios, sufrieron terribles padecimientos, que él mismo contó después: «Entonces padecí dolores casi insoportables en el cuerpo y al mismo tiempo mortales angustias en el alma. Me arrancaron las uñas con sus agudos dientes y después, a bocados, me destrozaron varios dedos, hasta deshacer el último huesecillo».

Así llegaron a la aldea iroquesa de Ossernenon, donde estuvieron cautivos un año. Un día los iroqueses ordenaron a una algonquina cristiana prisionera que con un cuchillo embotado cortase el pulgar izquierdo del padre Jogues. «Cuando la pobre mujer arrojó mi pulgar sobre el tablado, lo levanté del suelo y te lo ofrecí a ti, Dios mío, y tomé esta tortura como castigo amorosísimo por las faltas de caridad y reverencia cometidas al tratar tu sagrado cuerpo en la Eucaristía».

El hermano donado Renato Goupil, quizá presintiendo su muerte, pidió al padre Jogues hacer sus votos para unirse más a la Compañía de Jesús, y los hizo. Enfermero y cirujano, era muy amigo de los niños, y en aquella aldea iroquesa les enseñaba a hacer la señal de la cruz sobre la frente. Dos indios, recelando del significado de aquel signo, le acecharon un día en las afueras del poblado, donde solía retirarse a orar, y allí lo mataron de un hachazo en la cabeza. Era el 29 de setiembre de 1642.

Bosques majestuosos, nieve, silencio, frío… El padre Jogues, medio desnudo, sólo entre los indios, en aquel invierno interminable, hubo de servirles como esclavo, acompañándoles en sus cacerías. Finalmente, en agosto de 1643 pudo escapar, con ocasión de una expedición de holandeses que pasó donde él estaba y puso en fuga a los indios.

Volvió a Francia el padre Jogues, y allí con sus narraciones encendió en muchos el espíritu misionero. El papa Urbano VIII le concedió licencia especial para que pudiera seguir celebrando la misa, a pesar de las terribles mutilaciones de sus manos. No quedó el ánimo del misionero traumatizado con las pasadas pruebas, y a los tres meses, a petición propia, regresó a las misiones. Dos años estuvo en Montreal, y en 1646, a sus 39 años, el superior le encargó nada menos que ir como legado de paz a los iroqueses, ya que conocía bien su lengua. Él aceptó sin dudar la misión, y la desempeñó con éxito.

A su regreso, el superior -que, al parecer, también tenía una idea bastante clara acerca del significado de la cruz de Cristo en la tarea misionera-, le mandó pasar el invierno con los iroqueses, a ver si se podía iniciar alguna evangelización entre ellos… Después de los horrores sufridos, una misión así, en los mismos lugares de su pasión anterior, sólo podía ser aceptada con el valor de un amor sobrehumano, es decir, con el amor del Corazón de Cristo.

El padre Jogues, antes de partir, afirmó: «Me tendría por feliz si el Señor quisiera completar mi sacrificio en el mismo sitio en que lo comenzó». Esta vez le acompañaba otro hermano donado, Juan de La Lande. Llegaron entre los iroqueses justamente cuando éstos se habían alzado contra los franceses y hostilizaban el fuerte Richelieu. Una mala cosecha y una epidemia les fueron atribuídos como efectos de sus maleficios. Apresados, fueron conducidos a la aldea iroquesa de Andagoron. Las torturas fueron horribles: les cortaron carne de hombros y brazos, y la comieron ante ellos, les quemaron los pies… El 18 de octubre de 1646, a golpes de hacha, mataron a San Isaac Jogues, y al día siguiente, del mismo modo, a San Juan de La Lande.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

El gozo de la Cruz en la misión: Historias de la Iglesia Católica en Norteamérica

El gozo de la Cruz en la misión

Los misioneros jesuitas, en 1637, eran ya 23 padres y 6 hermanos coadjutores, y su celo apostólico fue tan grande que les llevó incluso a dilatar los límites conocidos de la Nueva Francia. Así, por ejemplo, el padre Marquette, llegó en su impulso evangelizador a descubrir y explorar el Mississippi. Sin descuidar los centros importantes de colonización, como Quebec, Trois-Riviéres y Montreal, los jesuitas se dedicaron especialmente a la evangelización de los indios, y entre ellos los micmacs, los algonquinos, y especialmente los hurones e iroqueses.

La alegría inmensa que viven estos misioneros no se produce a pesar de la enorme cruz que han de padecer entre nieves y soledades, persecuciones y peligros, sino precisamente a causa de ella. Lo entenderemos mejor con la ayuda de una carta escrita en 1635 por un misionero anónimo, y hoy transcrita en la revista Reino de Cristo (X-1991, 21-22):

«Éste es un clima donde se aprende perfectamente a no buscar otra cosa más que a Dios, a no desear más que a Dios sólo, a poner la intención puramente en Dios, a no esperar y a no apoyarse más que en su divina y paternal providencia. Éste es un tesoro riquísimo que no podemos apreciar bastante.

«Vivir en la Nueva Francia es en verdad vivir en brazos de Dios, no respirar más aire que el de su acción divina. No puede uno imaginar la dulzura de ese aire más que cuando de hecho lo respira.

«El gozo que se siente cuando se bautiza a un salvaje que muere poco después del bautismo y vuela derecho al cielo como un ángel, es un gozo que sobrepasa todo lo que se pueda imaginar…

«En mi vida no había yo entendido bien en Francia lo que era desconfiar totalmente de sí mismo y confiar sólo en Dios -digo sólo, sin mezca de alguna criatura-.

«Mi consuelo entre los hurones es que me confieso todos los días, y luego digo la Misa como si tuviera que recibir el viático y morir ese día; no creo que se pueda vivir mejor, ni con más satisfacción y valentía, e incluso méritos, que viviendo en un sitio donde se piensa que uno puede morir todos los días…

«Nos llamó mucho la atención [al llegar] y nos alegró mucho el ver que en nuestras pequeñas cabañas se guardaba la disciplina religiosa tan exactamente como en los grandes colegios de Francia… La experiencia nos hace ver que los de la Compañía que vengan a la Nueva Francia tienen que ser llamados con una vocación especial y bien firme; que sean personas muertas a sí mismas y al mundo, hombres verdaderamente apostólicos que no busquen más que a Dios y la salvación de las almas, enamorados de la cruz y de la mortificación, que no se reserven con tacañería, que sepan soportar los trabajos de tierra y mar, que deseen convertir a un salvaje más que poseer toda Europa, que tengan corazones como el de Dios, llenos de Dios… En fin, que sean hombres que han puesto todo su gozo en Dios, para quienes los sufrimientos sean sus más queridas delicias.

«También es cierto que parece como si Dios derramara más abundantemente sus gracias sobre esta Nueva Francia que sobre la vieja Francia, y que las consolaciones interiores y los dones divinos son aquí más sólidos y los corazones más abrasados por Él… San Francisco Javier decía que había en Oriente una isla en la que podía perderse la vista por las lágrimas del gozo excesivo del corazón»…

Esta perfecta alegría era la que vibraba en aquellos misioneros que, sólo «perdiendo la propia vida» por amor al Reino (Lc 9,24), podían perseverar en su misión. Muchos de ellos murieron mártires, y aquí haremos memoria sólamente de aquellos que en 1930 fueron canonizados por Pío XI (AAS 22,1930, 497-508; P. Andrade, Varones ilustres de la Compañía de Jesús, v.3, Bilbao 1889; E. Vila, 16 santos…).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Continúa el relato de la evangelización en Norteamérica

Siglo XVII

Crece en el siglo siguiente la presencia inglesa. En 1607, el capitán Smith, con 144 ingleses, funda Jamestown, primera ciudad inglesa, en la bahía de Chesapeake. Y en seguida comienzan las tensiones y rivalidades entre los antiguos colonos franceses y los nuevos ingleses. La clave principal de los conflictos es por ahora el control del comercio de las pieles. En 1611-1613 llegan con algunos colonos franceses unos pocos jesuitas, pero atacados y apresados unos y otros por los ingleses de Virginia, han de regresar a Francia.

Con todo esto, la evangelización del Norte de América, y su colonización también, lleva un gran retraso respecto a la de América hispana. Puede decirse que el apostolado misionero se inicia propiamente en 1615, en la zona de Quebec, bajo el impulso de un laico fervoroso, Samuel de Champlain, de la sociedad comercial de Francia. Él trae en ese año a cuatro franciscanos, y en 1622-1623 otros cuatro, entre ellos el padre Viel, que inician la evangelización de algonquinos, hurones e iroqueses.

Por otra parte, como la asociación comercial sólamente asume la sustentación de seis misioneros, se piensa en pedir ayuda a la Compañía de Jesús. Y efectivamente, en 1625 llegan a Quebec los padres Lallemant, Massé y Brébeuf, con los hermanos Burel y Charton. En ese mismo año es asesinado el franciscano Viel.

Pero tampoco esta entrada misionera iba a tener éxito. Los hermanos Kirke, escoceses, en 1629, con una pequeña armada que actúa en nombre del rey inglés, atacan Quebec, y eliminan del Canadá la presencia colonizadora y misionera de Francia. Champlain ha de entregar la ciudad, y con todos los misioneros se ve obligado a regresar a Europa. Tres años más tarde, vuelve Quebec al dominio francés por el tratado que en 1632 establecen ingleses y franceses en Saint Germain en Lay, lo cual permite reiniciar las misiones. Pero veamos antes brevemente la situación del país en donde se intenta la evangelización.

Hacia 1620 crece la emigración holandesa e inglesa. En ese año se inicia la formación de Nueva Inglaterra con los emigrantes del Mayflower, que son puritanos ingleses, miembros de una minoría rigorista de protestantes presbiterianos perseguida por los Estuardos, y que durante todo el XVII pasan en masa a América del Norte. También llegan por esos años muchos desheredados holandeses, que se establecen en Nueva Amsterdam, hoy Nueva York.

Los primeros contactos de los colonos europeos con los indios se habían realizado en un ambiente de curiosidad, recelo, cortesía y trueques, aunque no faltaron luchas por el control del negocio de las pieles, en las que se implicaron también los indios. Pero estos inmigrantes, a diferencia de los tramperos y comerciantes de pieles anteriores, vienen con intención de establecerse como agricultores y ganaderos. Ocupan tierras y comienzan las primeras tensiones con los indios desplazados. Se producen aquí y allá asaltos, represalias y guerras, que suelen ser terriblemente sangrientas.

Los powhatan, en largas y duras luchas con los ingleses, son derrotados, y en 1646 han de abandonar parte de su territorio, y quedar en una reserva. Por esos años, sufren también graves derrotas y reducciones territoriales los pequots, los narragansetts y, en 1676 los wampanoags, encabezados por Metacom. En esta época, durante unos cincuenta años, tienen especial relieve las crueles guerras iroquesas entre la liga de los Hurones, aliados comerciales de los franceses, y armados por éstos, y la poderosa confederación guerrera de los iroqueses -mohawks, oneidas, onondagas, cayugas y sénecas-, armados también éstos por los holandeses, que así pretenden conseguir más pieles. En estas guerras, que implican a los europeos de América, llevan las de ganar los iroqueses, hasta que en 1667, aplastados a su vez por un ejército enviado desde Francia, hubieron de firmar en Quebec un tratado de paz.

En este siglo, a causa principalmente del mercado de pieles, estimulado sin medida desde Europa, se trastorna cada vez más el equilibrio vital de los pueblos indios. Las armas de fuego se van generalizando entre las diversas tribus, y también es en estos años cuando los indios comienzan a poseer caballos, procedentes en un comienzo de los que se escapan de asentamientos españoles del suroeste. En el XVIII, los mustangs serán utilizados y multiplicados como animal preferido por las tribus de las praderas.

Por otra parte, los problemas de la propiedad territorial, apenas conocidos antes por los indios, cobran en estos años grave magnitud. El comercio, el intercambio de regalos, las eventuales alianzas con ciertas tribus, establecen entre indios y europeos relaciones precarias, siempre complicadas e inestables, que en cualquier momento se encienden en guerras.

Por otra parte, las naciones indias van perdiendo en el XVII más y más territorios del Este. Se produce incluso la desaparición completa de varias tribus, exterminadas por los europeos o por otros pueblos indios. Y además, poblaciones enteras de indios se ven diezmadas o eliminadas por las epidemias -viruela, rubeola, cólera-, involuntariamente introducidas por tramperos y comerciantes, pescadores y exploradores europeos.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.