Obediencia y abandono en Dios
Como buen discípulo de San Ignacio, la obediencia era en Anchieta una actitud profunda y total, que no admitía trampa alguna, ni resquicio por el que se realizase la voluntad propia. Como nada hay mejor que escuchar la voz misma de los santos, hemos de transcribir aquí una carta suya al respecto, que nos muestra bien su espíritu. Está escrita en 1587, ya viejo y muy enfermo, con ocasión de haber sabido que el Hermano Antonio de Ribera tenía unos deseos muy grandes de estar con él, asignado a la misma casa, para poder servirle y cuidarle en sus achaques, y quizá también para verse espiritualmente asistido por su santa proximidad. Le dice así:
«Hermano carísimo en Cristo. Pax Christi, etc. Yo sé que está bastantemente enterado del gusto que fuera para mí, por el amor que le tengo y el deseo de su aprovechamiento en la virtud, tenerle conmigo. Pero, pues Dios nuestro Señor ha ordenado otra cosa, trabajemos por vivir ambos unidos con él y hagámosle compañero nuestro, pues en todos lugares y en todos tiempos está con nosotros. Y si alguna vez con nuestros siniestros le ahuyentamos, queda con todo eso tocando a las puertas del corazón, para que, abiertas, entre y se aposente en nosotros acompañado del Padre y el Espíritu Santo.
«Hemos, pues, de procurar que no haya en nosotros lugar ninguno ajeno de su presencia, y que ninguna otra cosa ocupe la más mínima parte del alma. Es excelente aquella sentencia del Padre y Patriarca S. Francisco, que no quiere el demonio de nosotros más que un delgadísimo cabello, que de éste intenta él luego hacer un largo y recio cabestro para atar nuestras almas y regirlas a su albedrío. Si alguna vez sola en alguna cosa, aunque pequeña, nos impele a seguir nuestra voluntad, de ahí nos lleva a otras, hasta que pospongamos la obediencia, que está, no en hacer nuestra voluntad, sino la de Dios, declarada por la voz del Superior. Si una vez tardamos en rechazar una fea imaginación, aunque levísima, eso coge, y contento con ello, junta luego un ejército de representaciones más torpes, que unas sucedan a otras. Si una vez nos resfriamos en el cuidado de la oración y aflojamos de la comunicación con Dios un poco, luego insensiblemente nos mete en el alma un frío tan grande, que no sólo no sentimos gusto alguno de las meditaciones espirituales, sino que cobramos hastío de todos los ejercicios piadosos, y aún de la misma vida religiosa, y nos volvemos a la libertad de corazón y a los entretenimientos humanos.
«Así sucede sin duda, Hermano carísimo; por eso corra alentadamente al premio de la carrera, que ya tiene hecha gran jornada con el favor divino, y Dios sabe lo que le falta. Quizá es poquísimo, y el mismo Dios le dará ayuda y le acompañará: guárdese no se aparte de él, porque aunque en este camino le parezca peregrino, como antiguamente a los discípulos que iban a Emaús, pero a la voz de sus palabras arderá su corazón y redundará en su alma espiritual consuelo. Ya sé que por la bondad de Dios goza abundamentemente de estos regalos espirituales, principalmente en la oración, donde Dios le da el pan de los dones celestiales; y en aquel convite de los ángeles, en que Dios le hace plato de su misma carne.
«Y si alguna vez sintiere que desmaya el alma, desamparada del consuelo divino y afligida con tibieza, sea su remedio asirle de la ropa y convidarle a su corazón con aquellas palabras: Mane nobiscum, Domine, quoniam advesperascit, e inclinata es iam dies [quédate con nosotros, Señor, pues el día atardece ya declina]… y llegue entonces más frecuente que suele a la mesa celestial del Santísimo Sacramento, con licencia de su Superior, porque confío en la virtud de aquel celestial mantenimiento, que cuando se levantare de aquella sagrada mesa, proseguirá con gran presteza el camino ya apacible y suave, hasta que llegue a la celestial Jerusalén.
«Holgaríame que comunicase esta carta a esotro Hermano nuestro, porque también a contemplación suya la he escrito. Porque querría que ambos a dos, y todos los que en la Compañía vivimos, estuviésemos llenos del Espíritu Santo que hoy, con tan gran milagro, bajando del cielo, llenó a las almas de los Apóstoles, para que esforzados con sus divinos consuelos, no hagamos jamás cosa que ponga en nosotros impedimento a su gracia; antes ricos de nuevo con tan grande Amigo, y recibido dentro del alma tan principal Huésped, gocemos de la dulzura de su amor y de su amistad hasta el fin de la vida.
«Jesucristo con la Bienaventurada Virgen estén siempre con nosotros. Amén.
«De Riojaneiro y del mes de junio, hoy Domingo de Pascua de Espíritu Santo, año de mil y quinientos y ochenta y siete» (Nieremberg 594-595).
Éste fue el espíritu del beato Anchieta. Éste es el espíritu de Jesucristo, del que nacieron Sao Paulo, Río de Janeiro y el Brasil entero.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.