Pasión y muerte
Nueve jesuitas murieron en Cartagena durante la peste de 1651. A causa de ella, Sandoval y Claver quedaron casi paralíticos, recluídos en la enfermería. Sandoval murió en 1652, pero Claver aún tuvo dos años de purgatorio. Quedó hecho un guiñapo: «las facciones desencajadas; las fuerzas, débiles; el movimiento, torpe, una especie de estatua de la penitencia -dice un testigo- con honores de persona».
Pero a esos sufrimientos se añadieron otros, quizá peores. El padre Fernández, que en 1666 publicó su biografía, dice que el padre Claver «pasó aquellos últimos años de su vida en sumo desamparo, remate el más precioso de la cruz de Cristo. Menos dos señoras, doña Isabel y doña Jerónima de Urbina, que siempre le fueron devotísimas, le olvidaron los de afuera como si no hubieran conocido tal hombre».
La peste había dejado la Casa con muy pocos religiosos, y el muchacho bozal que le atendía en la enfermería «un día le dejaba sin bebida, otro sin pan, muchos sin ración». Además de eso, «le martirizaba cuando le vestía, desgobernándole a estirones, crujiéndole los brazos, dándole encuentros, manejándole con tanta crueldad como desprecio. Por otra parte estaba lleno de cilicios. Nunca le salió un ¡ay! ni una queja; antes decía: “Más merecen mis culpas”».
Tres años duró este calvario de inactividad, desamparo y sufrimientos. Un día de agosto de 1654, cuando ya tenía 74 años, le dijo al hermano Nicolás: «Ya se va acabando esto: en un día dedicado a la Virgen tengo que morir». El tuvo siempre, desde chico, una gran devoción a la Virgen, a la Moreneta, como buen catalán. Rezaba siempre aquel oficio breve de la Inmaculada que le dió San Alonso, hacía especiales penitencias en vísperas de las fiestas marianas, y se entretenía mucho en hacer rosarios con sus propias manos -hizo miles-, para repartirlos a todos, especialmente a sus negros, a los presos y enfermos. Finalmente, la Virgen, que ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, ese mismo año, el día 8 de setiembre, fiesta de su gloriosa Natividad, se llevó consigo a su hijo Pedro al descanso eterno.
El humillado fue ensalzado
Cuando se corrió en la ciudad la voz de que se moría el Santo, «empezó -cuenta el hermano Nicolás- la gran peregrinación ante el que ya no tenía sentido; la apoteosis al que murió creyéndose abandonado de todos». Caballeros y pobres, curas y religiosos de otras órdenes, todos querían tocarle, llevarse de él cabellos, un trozo de su camisa, lo que fuera: «le besan aun antes de morir las manos, los pies, tocándole rosarios». Dos pintores entraron primero para hacerle el retrato, pero en seguida, como dice el padre Juan de Arcos, rector del colegio, «la gente entraba y salía como a una estación de Jueves Santo; diluvios de niños y negros venían diciendo: “Vamos al Santo”»…
El gobernador don Pedro Zapata y el concejo de la ciudad solicitaron del capítulo, ya que la sede episcopal estaba vacante, que se iniciaran los informes sobre la vida y milagros -fueron éstos innumerables, en vida y ya muerto- del siervo de Dios. En 1657 se nombró al efecto la comisión. Con aprobación de Roma se inició el proceso en 1695. Se reconocieron las virtudes heróicas del padre Claver en 1747, fue beatificado en 1851, y canonizado en 1888.
El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.