Final santo de la vida de un santo: Pedro Claver

Pasión y muerte

Nueve jesuitas murieron en Cartagena durante la peste de 1651. A causa de ella, Sandoval y Claver quedaron casi paralíticos, recluídos en la enfermería. Sandoval murió en 1652, pero Claver aún tuvo dos años de purgatorio. Quedó hecho un guiñapo: «las facciones desencajadas; las fuerzas, débiles; el movimiento, torpe, una especie de estatua de la penitencia -dice un testigo- con honores de persona».

Pero a esos sufrimientos se añadieron otros, quizá peores. El padre Fernández, que en 1666 publicó su biografía, dice que el padre Claver «pasó aquellos últimos años de su vida en sumo desamparo, remate el más precioso de la cruz de Cristo. Menos dos señoras, doña Isabel y doña Jerónima de Urbina, que siempre le fueron devotísimas, le olvidaron los de afuera como si no hubieran conocido tal hombre».

La peste había dejado la Casa con muy pocos religiosos, y el muchacho bozal que le atendía en la enfermería «un día le dejaba sin bebida, otro sin pan, muchos sin ración». Además de eso, «le martirizaba cuando le vestía, desgobernándole a estirones, crujiéndole los brazos, dándole encuentros, manejándole con tanta crueldad como desprecio. Por otra parte estaba lleno de cilicios. Nunca le salió un ¡ay! ni una queja; antes decía: “Más merecen mis culpas”».

Tres años duró este calvario de inactividad, desamparo y sufrimientos. Un día de agosto de 1654, cuando ya tenía 74 años, le dijo al hermano Nicolás: «Ya se va acabando esto: en un día dedicado a la Virgen tengo que morir». El tuvo siempre, desde chico, una gran devoción a la Virgen, a la Moreneta, como buen catalán. Rezaba siempre aquel oficio breve de la Inmaculada que le dió San Alonso, hacía especiales penitencias en vísperas de las fiestas marianas, y se entretenía mucho en hacer rosarios con sus propias manos -hizo miles-, para repartirlos a todos, especialmente a sus negros, a los presos y enfermos. Finalmente, la Virgen, que ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, ese mismo año, el día 8 de setiembre, fiesta de su gloriosa Natividad, se llevó consigo a su hijo Pedro al descanso eterno.

El humillado fue ensalzado

Cuando se corrió en la ciudad la voz de que se moría el Santo, «empezó -cuenta el hermano Nicolás- la gran peregrinación ante el que ya no tenía sentido; la apoteosis al que murió creyéndose abandonado de todos». Caballeros y pobres, curas y religiosos de otras órdenes, todos querían tocarle, llevarse de él cabellos, un trozo de su camisa, lo que fuera: «le besan aun antes de morir las manos, los pies, tocándole rosarios». Dos pintores entraron primero para hacerle el retrato, pero en seguida, como dice el padre Juan de Arcos, rector del colegio, «la gente entraba y salía como a una estación de Jueves Santo; diluvios de niños y negros venían diciendo: “Vamos al Santo”»…

El gobernador don Pedro Zapata y el concejo de la ciudad solicitaron del capítulo, ya que la sede episcopal estaba vacante, que se iniciaran los informes sobre la vida y milagros -fueron éstos innumerables, en vida y ya muerto- del siervo de Dios. En 1657 se nombró al efecto la comisión. Con aprobación de Roma se inició el proceso en 1695. Se reconocieron las virtudes heróicas del padre Claver en 1747, fue beatificado en 1851, y canonizado en 1888.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

San Pedro Claver, incomprendido a veces

Incomprendido a veces

En la primera biografía de San Pedro Claver, escrita en 1657, tres años después de su muerte, se le describe como hombre «mediano de cuerpo, el rostro flaco, la barba medianamente poblada, entre negra y cana, los ojos grandes y melancólicos, la nariz afilada, el color trigueño y con las penitencias y malos tratamientos del cuerpo estaba amarillo, como de hombre muy penitente».

Envuelto el padre Claver en su famoso manteo, cubierto por algo que dicen fue un sombrero, calzado siempre con zapatos de desecho, colgada al hombro una bolsa con toda clase de socorros para los pobres, aquel santo espantajo, a veces un tanto desabrido con los ricos, que convertía su celda en almacén para pobres, con vino y todo, que metía en su cama negros enfermos, que apenas comía nunca en la primera mesa, que llenaba portería y templo con negros y miserables, aunque era generalmente estimado como santo, no siempre era comprendido y aprobado, ni siquiera por sus compañeros jesuitas.

En realidad, el padre Claver fue muy estimado como santo y como apóstol por sus compañeros y superiores. Y si no tuvo cargos de importancia dentro de la Compañía fue porque no valía para ello. Una vez que le hicieron ministro, se vio pronto que no sabía mandar, y que se abrumaba a sí mismo tomando cargas para descargar a los otros. Muchos años, eso sí, hasta su última enfermedad, fue maestro de novicios de los hermanos coadjutores, director espiritual de la casa y prefecto de la iglesia.

Era San Pedro Claver muy estimado, sí, por sus hermanos religiosos. Sin embargo, «juzgaban muchos -refiere el padre Andrade- que no procedía según las reglas de la prudencia… Las reprensiones ácidas con palabras muy mayores y de vivo sentimiento que llevó de algunos superiores fueron muchas y muy graves, no una, sino muchas veces… Muchos, tomando ocasión de su paciencia y mansedumbre, le despreciaron y trataron ignominiosamente, llamándole ignorante, simple, impertinente, sin letras ni prudencia y que no sabía gramática». El solía responder a estos chaparrones con el silencio, o a veces poniéndose de rodillas y pidiendo perdón. Pero no parecía verse demasiado afectado, pues, a no mediar la obediencia, él seguía a su aire, que era el del Espíritu Santo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Oración y penitencia en la vida de Pedro Claver

Oración y penitencia

Una vida así, llevada sin descanso durante cuarenta años, parece cosa increíble, no tiene explicación humana, es un milagro diariamente sostenido. Efectivamente, la vida de San Pedro Claver es una prodigiosa manifestación continuada del amor de Cristo a los hombres: Cristo estaba en Pedro amando a los hombres de modo sobrehumano, porque Pedro había muerto totalmente a sí mismo, y dejaba que Cristo se manifestara y actuara plenamente en él. Esa es la clave de Claver, como la de todos los santos.

San Pedro Claver podía realizar esa milagrosa entrega diaria de caridad no a pesar de las horas que pasaba cada día con Cristo en oración, sino precisamente por ello.

«Todos los días -dice el hermano Nicolás- tenía continuadas cinco horas enteras de oración antes de salir a los ministerios, porque tomaba un ligero sueño al principio de la noche, y de las doce a la una se levantaba a gozar, como él decía, del silencio y quietud que Dios le daba, cuando todos dormían, y se ponía en oración hincado de rodillas o postrado en el suelo… y perserveraba de esta manera en la oración hasta que la tenían todos en la comunidad, empezando a la una y acabando a las seis de la mañana». El mismo hermano informa que «a veces se iba al coro, con más frecuencia quedaba en su cuarto». Solía orar sobre los salmos o el evangelio, y cuando la meditación era sobre el evangelio, abría la Vita Christi del padre Ricci, y ponía sus ojos sobre la estampa que ilustraba el pasaje. Siete testigos del Proceso afirmaron haberle visto en éxtasis.

San Pedro Claver podía realizar esa milagrosa entrega diaria de caridad no a pesar de las grandes penitencias con que se castigaba, uniéndose a la pasión del Crucificado, sino precisamente por ello.

El hermano Pedro Lomparte afirmó que el padre Claver «tenía un cilicio por todo el cuerpo de la cintura para arriba, como un hombre armado, y esto aun enfermo». El hermano Nicolás dice lo mismo: «Tan estrecho era este cilicio como si amarrasen un fardo para llevarlo de viaje». Y añade: «Tenía tres clases de disciplinas, un verdadero museo, con cuerdas duras que terminaban en pedazos de hierro. No llevaba camisa; la sotana venía directamente sobre el cilicio, que cubría su cuerpo». Andrade refiere que «nunca usó colchón, ni sábanas, ni almohada para dormir. Su cama era una estera vieja tendida en el suelo, y por gran regalo una piel de vaca, y en los últimos años, a causa de la vejez y achaques, se quitó aun esto, durmiendo en el desnudo suelo y con un madero por cabecera, sin piel ni estera». En lo referente a comer, «tomaba de ordinario, cuenta el hermano Nicolás, al mediodía un plato de arroz, una sopa de pan bañada en agua o vino. A la noche, un poco de arroz; hubo días en que su alimento era sencillamente pan en agua».

Sólo un hombre tan extremadamente penitente podía acercarse a los esclavos negros, a los presos, a los apestados, a los sentenciados a muerte, para mostrarles el Crucifijo, para afirmarles el valor redentor de la Cruz, para asegurarles del amor de Cristo. El padre Claver, tan pobre y penitente, situado, por ejemplo, junto a un condenado a la horca, daba la figura de otro desgraciado.

Así nos lo describe el hermano Gónzález: «El reo estaba sentado sobre una silla vecina al palo en donde se le debía colgar. El padre Claver, allí muy cerca en el suelo, con su sombrero desteñido de puro viejo, caídas las alas, rota la badana del forro que le daba en la cara, los ojos profundos enmarcados en dos líneas oscuras de espesas cejas. Estaba más serio que de ordinario». Él era un miserable más entre los miserables, y éstos podían aceptar su consolación, porque le veían hermano en el dolor. Él era, como Jesucristo, «un hombre de dolores, acostumbrado al sufrimiento» (Is 53,3). Por eso precisamente era, como Cristo, «el Consolador» de todos los hombres (Is 40,1; Lc 2,25).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Pedro Claver, un mártir del confesionario

Mártir del confesonario

El mismo martirio que el franciscano Motolinía refería un siglo antes en México, lo vivía el jesuita Claver en Cartagena. Ordinariamente, entraba en su confesonario de cinco a ocho de la mañana. Pero en cuaresma o grandes fiestas, «era tal la multitud de negros y negras que venían, que este testigo -el hermano Nicolás- no sabe cómo tenía fuerzas, cuerpo ni espíritu para tanto, y más con una vida austera y rigurosa». Por otra parte, «la iglesia es muy húmeda por estar cerca del mar y estrecha y muy caliente. Hay mucho zancudo [mosquito]. En ella estaba el padre Claver toda la mañana y la mayor parte de la tarde en su confesonario estrecho y caluroso. Los cilicios le acompañaban».

En cambio, atestiguó Zapata de Talavera, para los penitentes «en el confesonario tenía una canastilla con algunos regalos, y con sus manos los daba a algunos negros o negras más enfermos, en especial dátiles y rosmarino».

«Algunas veces, añade un testigo, le sucedió sentarse a confesar a las ocho de la noche y no dejarle levantar hasta las once del día siguiente, de cuyo trabajo le sobrevinieron algunas veces desmayos que le quebraron las fuerzas para poder decir misa. En estos casos permitía algo que él consideraba muy regalado: el hermano Nicolás le aplicaba un poco de vinagre para reconfortarle».

«Hubo una peste de viruelas -refiere el hermano Rodríguez-, el padre Claver visitaba a todos, cansaba a tres o cuatro hermanos, iba con uno y cuando no podía caminar llamaba a otro: era incansable, infatigable. Al entrar, después de horas de trabajo, decía al portero que le llamaran por la noche para las confesiones, porque él estaba listo, y que los otros padres estaban cansados de las fatigas del día y era justo que reposasen. Las llamadas eran frecuentes. Al punto estaba en la portería [tenía la celda al lado para eso] y se presentaba al portero diciéndole que ya estaba vestido y listo. Siempre llevaba al cuello dos cajas de vidrio con los óleos».


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El lado humano de San Pedro Claver

Amigo de sus amigos

San Pedro Claver suscitó desde joven muchas y profundas amistades. Fue muy querido de sus amigos porque supo quererles. Trató con mucho cariño, por ejemplo, a sus intérpretes, de los que llegó a tener ocho o diez. El sólo consiguió hablar con dificultad el angoleño. Algunos de sus intérpretes, como José Monzolo, uno de sus más fieles colaboradores, fueron atendidos por él cuando llegaron esclavos en un galeón negrero, enfermos y aterrorizados, y se vieron fascinados por su caridad.

Otro de ellos, Francisco Yolofo, contaba: «Cuando caían enfermos los llevaba a su cuarto, les daba la ropa de su cama y compraba para ellos las medicinas más costosas». Le querían también mucho los niños, todos los negros, los pobres y los presos. Los enfermos miserables y los leprosos de San Lázaro contaban los días que duraban sus ausencias.

En todo caso, cuatro personas tuvieron un lugar muy especial entre las amistades de Claver: San Alonso Rodríguez, el padre Alonso Sandoval, el hermano Nicolás González (¿1615-1684?), nacido en Plasencia, y muchos años sacristán en Cartagena; y doña Isabel de Urbina, muy relacionada con la Compañía, pues tenía dos hermanos y dos sobrinos jesuitas. Doña Isabel, sobre todo cuando quedó viuda, le ayudó mucho, y como aquellas mujeres del Evangelio que seguían a Jesús, ella «le servía de sus bienes» (Lc 8,3), que no eran escasos.

Trato con los ricos

En este sentido, llama la atención que incluso entre los ricos y poderosos tuviera el padre Claver tantos amigos, siendo así que sacudía con fuerza sus conciencias, denunciaba sus lujos, se permitía a veces ciertas ironías sobre sus disposiciones para recibir la absolución, y les urgía tanto a la justicia y a la limosna.

Su declarada y patente opción por los pobres se revelaba -con enojo y protestas de algunos ricos- en la confesión. Como cuenta el hermano Nicolás, «mientras había negros esclavos, en vano había que intentar confesarse con él; después de éstos venían los pobres y luego, a falta de unos y de otros, los niños de la escuela. Sentía mucho que otra gente, y más si era autoridad, se mezclase entre sus humildes penitentes; a los caballeros decía que les sobraban confesores, y a las señoras que era estrecho su confesonario para guardainfantes, que sólo era capaz para los pobres negros». Notemos que el guardainfantes era un traje aparatoso, por el cual las señoras fieles a la moda lograban asemejarse a una mesa camilla.

«Muchos dueños usaron con el padre -dice Fernández- de grandes demasías», o como señala Andrade: Claver «tuvo que lidiar con los amos de los negros…; le hacían la guerra por las caricias y regalos que les hacía, le decían oprobios, injurias y palabras afrentosas, motejándole de imprudente y que les echaba a perder, porque con sus favores tomaban alas y se hacían insolentes, y como a enemigo suyo le cerraban las puertas de sus casas y le despedían con desdén. Todo lo llevaba con paciencia, hasta recabar licencia de aquellos amos para enseñar el camino del cielo a sus esclavos».

Alguna vez, es cierto, le falló la paciencia en el trato con los señorones. Cuenta el hermano Nicolás que «un día de la semana de pasión de 1644 entró en la iglesia una señora con galas impropias del tiempo y con el famoso vestido guardainfante. Apenas la vio Pedro Claver, que estaba acomodando a los negros junto a su confesonario, se dirigió a ella y le dijo que debía respetar este tiempo santo, y ella entonces, dirigiéndose cerca de la capilla del Milagro, empezó a gritar diciendo que el padre la había ofendido en público y la había afrentado. Yo la consolé lo mejor que pude, y dirigiéndome al padre le dije que no debía entrometerse en eso y que por causa de él iba a quedar la iglesia vacía.

«El padre rector oyó el alboroto; era el padre Francisco Sarmiento; bajó a la iglesia, y en presencia de todo el pueblo reprendió severamente al padre, diciéndole que los religiosos no eran los reformadores de los hábitos de las mujeres y que para eso estaba el confesonario o el púlpito. El padre Claver calló todo el tiempo.

«Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, estando yo como sacristán haciendo oración en la sacristía, entró él y cayendo de rodillas me besó los pies, diciendo que estaba como Judas a los pies de Cristo, y yo procuré disculparme de lo que le había dicho, diciéndole que procedía de mi celo de que todos vinieran a la iglesia. El padre, sin decir palabra, se levantó y fue a su confesonario».

Al hermano Lamparte le hizo un día la confidencia de que «tenía sólo dos penitentes españolas que confesaba fijamente y que éstas le daban más trabajo que todos los negros de la ciudad».


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Caridad de San Pedro Claver con presos y condenados a muerte

Presos y condenados a muerte

«Yo le acompañé muchas veces al padre Pedro Claver, cuenta el hermano Rodríguez, cuando iba a visitar, confesar y consolar a los encarcelados, lo cual hacía con gran devoción y caridad; les daba pláticas muy afectuosas exhortándoles a la paciencia y a la confesión, y allí, sentado en el altar, les confesaba. Luego ellos le hacían sus encargos, que él cumplía con fidelidad, pues tenía varios abogados amigos».

Su caridad con los presos se hacía extrema cuando alguno de ellos era condenado a muerte. En efecto, él iba por lo derecho, y tras dar un abrazo al sentenciado, le decía: «Hermano mío, se acerca el día de tu muerte, ánimo». Seguidamente, les ayudaba al arrepentimiento y la confesión, les exhortaba y animaba, y como atestigua el intérprete Sacabuche, «trataba con ellos días enteros». Les daba frutas, vino, alguna golosina, y con ello, algún libro para la buena muerte, sin olvidar unos cilicios, como todos los testigos cuentan: «Sufre, hermano, ahora que puedes merecer».

Cosa notable: condenados a muerte, preparándose a morir ceñidos de cilicios. Y cosa más notable: los sentenciados comprendían y recibían tan singular tratamiento. De hecho, era común que, en su último trance, en aquella hora dramática, todos querían recibir la atención de Claver, todos buscaban la confortación de su caridad, a la vez tan tierna y tan fuerte.

Para el entierro de un sentenciado a muerte, movilizaba Claver a sus amigos, conseguía limosnas, llamaba a músicos. La cárcel quedaba junto a la catedral, y en ésta se hacían los funerales. «Esos días el padre Claver movía toda la música de la catedral -cuenta Pedro Mercado, un sacerdote- y todos los instrumentos del colegio, pífanos, bajos, cornetas. Entre los intérpretes esclavos negros del santo había buenas voces… Fácil es comprender la estima y amor que estas delicadezas despertaban entre esos pobres, que lo habían perdido todo en vida y en muerte».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Caridad de San Pedro Claver para con los enfermos y muertos

Enfermos y muertos

El padre Antonio Aristráin, historiador, dice: «No sabemos si en la historia de la Iglesia se hallan prodigios de caridad corporal como los que se cuentan de este santo varón». Cuando el padre Claver, tras diez horas de trabajo durísimo, después de haber agotado a varios intérpretes, regresaba extenuado a la portería, encontraba en ella a veces una nueva solicitación urgente, a la que siempre se mostraba dispuesto: «Precisamente llegáis en buena hora, tengo un rato perfectamente desocupado». Y allá se iba, vacilante, envuelto en su manteo raído, sacando fuerzas sólo de Cristo.

El manteo del padre Claver llegó a ser famoso, y de él se habla en el proceso más de trescientas veces. Con él envolvía a los enfermos mientras les arreglaba el catre, con él cubría a las negras cuando las confesaba, con él secaba el sudor de los enfermos… Cuenta un intérprete que hubo día en que fue necesario lavarlo siete veces. Aquel manteo, de color ya indefinido, que él vestía sin repugnancia alguna, envolviendo y cubriendo a los miserables, no era sino un signo gráfico de su amor sin medida.

Todo lo que San Pedro Claver pretendía era, precisamente, esto: manifestar y comunicar el amor de Cristo a los hombres. Para eso servía y limpiaba a los enfermos, los abrazaba y los llevaba en sus brazos. Para eso, barría las salas escoba en mano, hacía las camas, servía de comer, fregaba los platos, abrazaba a los apestados, y llegaba a besar -muchas veces lo hizo- las llegas de los leprosos. Sus colaboradores, a veces, se le echaban atrás, vencidos por la repugnancia, y el padre trataba de retenerles. A una intérprete biafara que en una ocasión se le echaba atrás, le dijo: «Magdalena, Magdalena, no se vaya, que éstos son nuestros prójimos redimidos con la sangre de Nuestro Señor Jesucristo».

El lugar preferido de Claver, donde tenía su querencia, era el hospital de San Lázaro, que acogía unos 70 leprosos. Para éstos guardaba los obsequios mejores que le hacían. A uno, especialmente repugnante, a quien nadie se le acercaba, le ponía sobre sus rodillas para confesarle. Con estos enfermos extremaba la expresión física de su cariño, y cuando trataba con ellos, los abrazaba siempre uno a uno. Eran los momentos en que su rostro, habitualmente triste, brillaba de alegría. Pocos días antes de morir, estando impedido de pies y manos, allá quiso ir, a San Lázaro, a despedirse de sus leprosos.

A los negros difuntos les conseguía mortaja y ataud, cirios y un entierro religioso digno, cosa que conmovía especialmente a los esclavos, que se veían tan abandonados. «Una pobre esclava llamada Magdalena, de la casta Brau, murió en tal pobreza que no tenía ni ataúd ni paño de difunto. Acudió Claver, recitó los responsos, extendió su manteo, tomo el cadáver y lo puso sobre él, asistiendo con una vela en la mano hasta el final de la ceremonia».


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Catequesis y bautismos de San Pedro Claver

En cuanto era posible, el padre Claver iniciaba la obra de evangelización y catequesis de aquel millar de negros que anualmente llegaban a Cartagena. Horas y horas, cuatro, seis, lo que fuera preciso, se dedicaba a hablarles de Cristo y de la redención, ayudándose de dibujos y estampas, con el auxilio de los intérpretes, que cada tanto tiempo, agotados y mareados por el ambiente asfixiante, habían de ser relevados, en tanto que él seguía en su ministerio, como ajeno completamente a la mera posibilidad del cansancio.

Sus palabras y gestos pretendían la máxima expresividad. Por ejemplo, para explicar la conversión del hombre viejo en un hombre nuevo, «les decía, según cuenta el hermano Nicolás, que de la misma manera que la serpiente muda de piel, así hay que mudar de vida y costumbres, despojándose de la gentilidad y sus vicios, y al decir estas palabras el padre Claver, colocando el Cristo en su seno, con las manos se cogía la piel desde la frente hasta la cintura como desgarrándose y como si quisiese arrancar la piel, y los moros hacían lo mismo… con tanto fervor que parecía que se despojaban verdaderamente de la piel y la revestían de la fe. Era el hombre nuevo».

Era muy riguroso en los exámenes que precedían al bautismo, dedicaba horas interminables al trato directo y personal, prestando especialísima atención a los enfermos más graves. Una vez administrado el bautismo, sigue contando el hermano Nicolás, y «acabada la instrucción, sacaba del seno un crucifijo de bronce que llevaba consigo y lo alzaba y explicaba la fuerza de la redención con fervor. Hacía que se pidiera perdón a Dios y él mismo se golpeaba el pecho con la izquierda, y los negros lo mismo: «Jesucristo, Hijo de Dios, tú eres mi Padre y mi Madre a los cuales tengo yo gran afecto, me duele en el alma de haberte ofendido», y repetía muchas veces: «Señor, yo te tengo gran amor, grande, grande»…, con golpes y lágrimas».

Las catequesis y pláticas con los negros solía tenerlas en «un cuarto bajo muy oscuro, húmedo, lleno de bancos, que estaba junto a la portería. Allí hacía sentar a los negros frente a un gran cuadro de Cristo. Delante había una mesa con una vela que aclaraba el cuarto, cuyo resplandor iluminaba el libro de imágenes, que tenía siempre, de la vida de Cristo [el del padre Ricci], e igualmente la figura de un alma condenada que traía del confesonario donde la tenía siempre fija». Tenía Claver, quizá por el recuerdo de su amado hermano Alonso, especial querencia hacia la portería, y siempre que podía -en Bogotá, en Tunja, y ya de sacerdote en Cartagena- se ofrecía al portero para suplirle durante la siesta. Allá se entretenía con negros y pobres, con esclavos y «prisioneros herejes» -ingleses, sobre todo, corsarios, contrabandistas, desertores o apresados-, enseñándoles oraciones, rezando con ellos, o dándoles de comer. En ocasiones señaladas, organizaba para toda esta pobre gente «banquetes espléndidos a la puerta del colegio, haciendo preparar la comida por algunos devotos, por ejemplo en casa de Isabel de Urbina o del capitán Andrés Blanquer».

El mismo San Pedro Claver nos ha dejado descritas, con rasgos vivísimos, sus actividades en cartas e informes diversos. Su mayor compasión suele expresarla cuando refiere actividades suyas en los armazones donde se acumulaban de mala manera los negros recién llegados. En una ocasión cuenta: «Después de haber gastado con ellos [con dos enfermos] muchas horas, salí a tomar un poco de aire, y luego me fueron a llamar, diciendo que uno de los dos enfermos se había muerto. Volví, y ya la habían sacado al patio. Quedé lastimado. Dije le metiesen dentro y estúveme con él, y quiso el Señor que al cabo de un rato volvió en sí, cobrando tanta mejoría que respondía mejor que los sanos. Bauticé a los dos solos con grandísimo gusto y agradecimiento a Dios».

El hermano Nicolás conoció un papel en el que el padre Claver, por escrito y ante Dios, se comprometía a consagrarse de por vida al servicio material y espiritual de los negros. Con tan apasionado amor les quería que, cuando la trata de negros cesó casi por completo al final de su vida, por la separación de Portugal y España, anduvo soñando con irse a misionar a las mismas costas de Africa, de donde habían venido los que él había conocido y amado.

En sus cuarenta años de servicio apostólico a los esclavos llegó a bautizar 300.000. La cifra parece increíble, pero es cierta. Cuenta el hermano Nicolás en el Proceso: «Yo le pregunté al padre unos años antes que muriese cuántos negros había bautizado en este tiempo que ejercitaba su ministerio, y me respondió que según su cuenta más de 300.000, y pareciéndome a mí muchos», comenzaron a hacer cuentas y cálculos, y «vine a conocer con realidad y certeza que el padre había dicho la verdad».


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Pedro Claver, “esclavo de los esclavos”

Esclavo de los esclavos

Vivía Claver en un cuarto oscuro del Colegio de la Compañía, «el peor de todos», según un intérprete, pero que tenía la ventaja de quedar junto a la portería, lo que le permitía estar listo para el servicio a cualquier hora del día o de la noche. Para su ministerio de atención a los esclavos negros tenía la colaboración de varios intérpretes negros, Sacabuche, Sofo, Yolofo, Biafara, Maiolo, etc., y sobre todo la ayuda del hermano Nicolás, que estuvo con él veintidós años como amigo, colaborador y confidente, y que fue su primer biógrafo, pues su testimonio en el Proceso ocupa unas 180 páginas.

En los días más tranquilos, el padre Claver, acompañado de alguno de estos colaboradores, se echaba al hombro unas alforjas, y se iba a pedir limosna -dinero y ropas, frutas y medicinas- para sus pobres negros en las casas señoriales de la ciudad. Allí tuvo muchos amigos, lo que le permitió distribuir al paso del tiempo una enorme cantidad de limosnas.

San Padre Claver llegó a Cartagena de Indias en 1610, y trabajó con los esclavos negros hasta 1651, año de su última enfermedad. Y el tráfico de negros, por mandato de la Corona española, quedó suspendido entre los años 1640 y 1650. Calcula Angel Rosemblat que en 1650, en toda América, había unos 857.000 africanos, incluyendo en el número a los negros libres; y «según un detallado documento de la época -informa la profesora Vila Villar-, en toda la América española habría hacia 1640, 327.000 esclavos, repartidos de la forma siguiente: México (80.000), América Central (27.000), Colombia (44.000), Venezuela (12.000), Región Andina (147.500) y Antillas (16.000) (Hispanoamérica… 226-227).

La misma investigadora nos informa, en el apéndice 4º de su libro, acerca de los Navíos negreros llegados al puerto de Cartagena desde 1622 a 1640 -en 1633-1635 no llegó ninguno-. En este tiempo llegaron 119 barcos, es decir, unos 8 cada año, que trajeron del Africa 16.260 esclavos. Desembarcaron, pues, en Cartagena unos 1.084 negros cada año; y cada barco, como media, trajo 137 negros; el que más, 402, y el que menos, 44. Los traficantes eran todos por esos años portugueses, y los barcos traían su carga humana de Angola (76), Guinea (25), Cabo Verde (7), Santo Tomé (5) y Arda (2).

El padre Claver, era cosa sabida, tenía ofrecidas misas y penitencias a quienes le avisaran primero la llegada de algún galéon negrero. Entonces se despertaba en él un caudal impetuoso de caridad y como que se transfiguraba, según dicen, «se encendía y ponía rojo». Iba al puerto a toda prisa, entraba en el galeón, donde el olor era tan irresistible que los blancos, ni los mismos capitanes negreros, solían ser capaces de resistir un rato. El se quedaba allí horas y horas, y lo primero que hacía era abrazar a los esclavos negros, especialmente a los enfermos, acariciar a los niños, entregarles todo lo que para ese momento llevaba en una bolsa de piel colgada con una cuerda bajo el mateo: dulces, frutas, bizcochos.

En seguida, con ayuda de sus intérpretes, averiguaba sus procedencias y sus lenguas. Los negros, que llegaban enfermos y extenuados, después de meses de encierro y navegación, y que estaban aterrorizados ante un porvenir desconocido -muchos temían ser devorados-, quedaban asombrados y seducidos por la caridad extrema que les mostraba aquel hombre extraño, envuelto en su manteo negro.

Muchos de los esclavos procedentes del Africa morían en el viaje, generalmente a causa de la disentería, o a epidemias de viruela, sarampión u otras. «Una mejor información sobre las dietas alimenticias y la inoculación contra la viruela» hicieron bajar la tasa de defunción más tarde: «De un 20 por ciento antes de 1700, ésta cayó a un 5 por ciento entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX». Aun con esto, «las tasas de mortalidad, comparadas con las de otros viajeros contemporáneos, no dejan de ser elevadas. Los esclavos disponían, en efecto, a bordo de la mitad del espacio asignado a soldados, emigrantes y penados, y sus instalaciones sanitarias eran, por supuesto, las más rudimentarias» (Klein 95).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Cómo llegó San Pedro Claver al sacerdocio en la Compañía de Jesús

Padre Alonso de Sandoval (1576-1652)

La Providencia divina fue guiando la vida del padre Claver, y le acercó en cada momento la persona que necesitaba. Pues bien, lo que fue para él en Mallorca el hermano Alonso Rodríguez, como formador de su vida espiritual, eso fue el padre Alonso de Sandoval, para la orientación de su ministerio apostólico con los esclavos negros. En 1603 la Compañía de Jesús, con la ayuda de su buen amigo dominico Juan de Ladrada, Obispo de Cartagena, había iniciado en aquel puerto su presencia y servicio. Y el gran impulsor y organizador del apostolado con los esclavos negros fue el padre Alonso de Sandoval.

Su padre, contador de la Real Hacienda en Lima, tuvo doce hijos, de los que seis fueron religiosos. Alonso, nacido en Sevilla en 1576, ingresó en la Compañía de Jesús en Lima. Aunque muy inteligente, no obtuvo calificaciones demasiado altas, y a causa de su carácter algo fuerte y desabrido, y de la audacia de sus acciones apostólicas, se le negó siempre la profesión perpetua, aunque llegó a rector del Colegio de Cartagena en 1623.

Desde que el padre Sandoval fue asignado en 1605 a la joven fundación de Cartagena, hasta su muerte en 1652, casi toda su vida transcurre en este puerto, entregado en cuerpo y alma al servicio de los esclavos negros recién llegados o bozales, con una caridad y abnegación indecibles.

Alonso de Sandoval visitaba la cargazón de negros cuando llegaban los galeones, prestaba los primeros auxilios, averiguaba la lengua y procedencia de aquellos esclavos atemorizados, hacía unas catequesis de urgencia, bautizaba a los moribundos. Atendía después a los negros en las armazones, donde se formaba una verdadera Babel de lenguas diversas: angolas, congos, jolofos, biafaras, biojos, enau, carabali, etc. Sandoval llegó a distinguir más de setenta lenguas, y habló varios de los dialectos.

La Compañía, en esta situación, se vio obligada a comprar negros intérpretes, hasta dieciocho, algunos de los cuales, como el llamado Calepino, hablaba once lenguas diversas. El celo apostólico de Sandoval, su experiencia tan prolongada, su inteligencia y sentido práctico, quedaron expresados en una obra asombrosa, Naturaleza, policía sagrada i profana, costumbres i ritos, disciplina i catecismo evangélico de todos los etíopes, publicada en Sevilla en 1627, y conocida por el título De instauranda Aethiopum salute. Éste fue el maestro apostólico del padre Claver.

La Compañía de Jesús, que tan numerosos esclavos negros tuvo en América, mostró por ellos al mismo tiempo una muy especial solicitud. Con razón, pues, pudo el padre Sandoval, en el libro cuarto de la obra citada, tratar ampliamente De la gran estima que nuestra sagrada religión de la Compañía de Jesús siempre ha tenido, y caso que ha hecho del bien espiritual de los morenos, y de sus gloriosos empleos en la conversión de estas almas. Por lo demás, a nombres tan gloriosos como el de Sandoval o Claver, es preciso añadir el de otros jesuitas, como el del segoviano Diego de Avendaño (1594-1688), que pasó casi toda su larga vida en el Perú, desde 1610. Allí escribió la obra Thesaurus Indicus (1668), en defensa de los indios e impugnando con gran fuerza la esclavización de los negros (+Losada, 1-18).

Pedro Claver, sacerdote

El influjo de Sandoval sobre Claver fue, como el del Hermano Alonso, decisivo, para siempre. Y él fue también quien influyó para que Claver se ordenara, por fin, en 1616 sacerdote.

Pedro Claver, por otra parte, a la hora de su incorporación definitiva a la Compañía con la formulación de los cuatro votos, solicitó, por humildad, permanecer sin grado fijo. Pero no le aceptaron su petición, y en 1622, con mano firme, escribió la fórmula de su entrega personal, poniendo como introducción: «Amor, Jesús, María, José, Ignacio, Pedro, Alonso mío, Tomé, Lorenzo, Bartolomé [apóstoles de la raza negra], santos míos, patronos míos, maestros y abogados míos y de mis queridos negros, oídme». Seguía después la fórmula, y al final la firma: «Petrus Claver, ethiopum semper servus» (esclavo de los negros para siempre). Cuarenta años mantuvo la veracidad de esta firma.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Pedro Claver emprende camino a las Indias

Claver a las Indias

Había en Sevilla una casa en la que se reunían los jesuitas que iban a partir a las Indias. Allí se juntó la expedición conducida por el padre Alonso Mejía, el cual dispuso que se ordenaran de subdiáconos los que ya tenían órdenes menores. El hermano Claver, con toda humildad, se excusó. Aún no le había mostrado claramente el Señor su vocación sacerdotal, ni siquiera a través del hermano Alonso. Este, según manifestó Claver poco antes de morir, le había comunicado claramente tres cosas: que él trabajaría con negros, en Nueva Granada, y concretamente en Cartagena. Pero, según parece, no más.

En abril de 1610, partió por fin la expedición, cuando Pedro Claver tenía treinta años, en uno de los 60 o 70 galeones que por entonces salían anualmente de Sevilla rumbo a las Indias. Cuando llegaron al puerto de Cartagena, la audiencia del Nuevo Reino de Granada comprendía Colombia y parte de Panamá, Venezuela y Ecuador, y un buen gobernador la presidía, don Juan de Borja, nieto de San Francisco. En el Colegio jesuita de Santa Fe de Bogotá, hasta 1613, Pedro Claver acabó sus estudios de teología, cobrando gran amistad con el profesor Antonio Agustín, que fue su padre espiritual hasta 1635.

Un año más, el de su tercera probación, en 1614, pasó Claver en el colegio que la Compañía tenía en Tunja, pequeña ciudad llena de encanto, sobria y ascética por entonces. Al noviciado jesuita que allí había legó antes de morir, como preciado tesoro, el cuaderno autógrafo de San Alonso. Y desde Tunja, en 1615, San Pedro Claver, a los treinta y cinco años, se dirigió por el camino de Honda, río de Magdalena y Mompox, a Cartagena, su destino final.

Cartagena de Indias

En contraposición a Tunja, ciudad serena, y un poco triste, en la que predominaban los indígenas asimilados, Cartagena, el puerto fortificado que daba acceso a Nueva Granada, con sus muchos mestizos y negros, forasteros y comerciantes, era una ciudad revuelta y bulliciosa, en la que la caridad no podía ser ejercitada sino en forma heróica. Sumaba entonces Cartagena unos 2.000 españoles y 3 o 4.000 negros, muchos de ellos a la espera de ser vendidos y llevados a otros lugares. Por entonces, sólo en ella y en Veracruz estaba autorizada en América hispana la trata legal de negros.

El mismo Claver describe aquella ciudad: «Estos lugares son tan calurosos, que estando al presente en la mitad del invierno, se siente mayor calor que en la canícula. Los esclavos negros, en número de 1.400 en la ciudad, van casi desnudos. Los cuerpos humanos de continuo están bañados en sudor. Hay gran escasez de agua dulce, y la que se bebe es siempre caliente… Creo que en ninguna parte del mundo hay tantas moscas y mosquitos como en estas regiones; la mayor parte de los campos son pantanosos; el aire es poco propicio a la salud; los europeos se enferman aquí casi todos… No escribo esto apesadumbrado por haber venido, antes bendigo a Dios de haber secundado mi deseo de padecer algo por El. Sólo pretendo informaros de la calidad de estas partes del Nuevo Mundo.

«En cuanto a forasteros, ninguna ciudad de América, a lo que se dice, tiene tantos como ésta; es un emporio de casi todas las naciones, que de aquí pasan a negociar a Quito, Méjico, Perú y otros reinos; hay oro y plata. Pero la mercancía más en uso es la de los esclavos negros. Van los mercaderes a comprarlos a valiosísimos precios a las costas de Angola y Guinea; de allí los traen en naves bien sobrecargadas a este puerto, donde hacen las primeras ventas con increíble ganancia… A los esclavos que desembarcan por primera vez en Cartagena, gente sumamente ruda y miserable, acude la Compañía con toda caridad, pues para esto fue llamada acá en años pasados. Según muchos me dicen, yo será uno de los destinados a la obra de su catequización, y ya se trata de darme los intérpretes» (+Valtierra 63).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Hombre de pocos libros y profunda vivencia del Evangelio

Hombre de pocos libros

Terminado el trienio de Mallorca, en 1608 fue Claver a Barcelona para estudiar teología durante dos años. El padre Gaspar de Garrigas, su condiscípulo, escribirá del padre Pedro acerca de ese tiempo: «No le vi quebrantar ni faltar en la observancia de ninguna regla, por mínima que fuese. En todo trataba de imitar al santo hermano Alonso Rodríguez».

San Pedro Claver, siguiendo la norma ignaciana, non multa, sed multum, hizo su lectura espiritual mucho más a fondo que en extensión. En su celda de Cartagena, según cuenta el hermano Nicolás, tenía unos pocos libros en los que leía siempre.

La biblioteca básica del padre Claver estaba compuesta por el Evangelio, San Bernardo, el Kempis, escritos de Santa Teresa, las Meditaciones de los misterios de nuestra Santa Fe en la práctica de la oración mental sobre ellos, del padre La Puente (1605), el Libro de la guía de la virtud y de la imitación de Nuestra Señora, tres volúmenes editados en Madrid (1624-1646), y otro, con 160 grabados, del padre Bartolomé Ricci, Vita D. N. Iesv Christi, impreso en Roma (1607). Otro libro que alegró mucho al padre Claver en su última enfermedad, fue el escrito por el padre Francisco Colín, catalán: Vida, hechos y doctrina del Venerable Hermano Alonso Rodríguez, publicada en Madrid (1652). «Bendito sea Dios -dijo nuestro Santo- que me ha dejado ver impresa cosa que tanto deseaba».

De todos modos, puede decirse en realidad que toda la lectura y meditación de San Pedro Claver podía concentrarse en el texto sagrado de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: pensaba él «que no se debía leer otra cosa en el mundo». Y aún hubiera podido Claver dejar a un lado todos esos escritos referidos, y quedarse mirando sólamente el Crucifijo. Ese era su libro único, en el que el Señor se lo decía todo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un santo que ayudó el camino de otro santo

San Alonso Rodríguez (1531-1617)

Los tres años que San Pedro Claver pasó en la isla de Mallorca, en el Colegio de Montesión, realizando sus estudios eclesiásticos con los jesuitas, fueron recordados por él siempre como «los más bellos de su vida», y no tanto por el encanto fascinante de aquellos lugares, o por la calidad de los estudios, sino ante todo por su amistad espiritual con el hermano portero de la casa, el jesuita San Alonso Rodríguez.

Este santo anciano, que allí vivía y servía desde 1571, tenía entonces setenta y tres años venerables. Nacido en Segovia en 1531, fue durante toda su vida religiosa, es decir, durante cuarenta y siete años, portero de Montesión. Murió en 1617, fue beatificado en 1824, y canonizado, al mismo tiempo que San Pedro Claver, en 1888.

Al llegar a Mallorca, Pedro Claver no estaba muy seguro de su vocación sacerdotal, ni tenía idea apenas de lo que el Señor quería hacer con él. En cuanto llegó a Montesión, dice el hermano Nicolás González, «tuvo permiso para hablar todas las noches un cuarto de hora a solas con Alonso sobre el modo de adquirir la perfección evangélica», y allí fue, por mediación de San Alonso, donde el corazón de San Pedro recibió de Dios su orientación definitiva. Por su parte, aquel santo portero tenía un carisma especial para formar espiritualmente a los jóvenes jesuitas, y para suscitar en ellos vocaciones misioneras hacia las Indias.

En este tiempo tuvo Alonso, acompañado de su ángel de la guarda, una visión del cielo, donde vio un precioso trono vacío, y oyó que le era dicho: «Éste es el lugar preparado para tu discípulo Pedro Claver en premio de sus muchas virtudes y de las innumerables almas que convertirá en las Indias con sus trabajos y sudores». Nada de esto dijo San Alonso a Pedro, pero ya, con más seguridad interior, le fue hablando del apostolado misionero en las Indias: «Cuántos que están ociosos en Europa -le decía con lágrimas en los ojos- podrían ser apóstoles de América»… Y le añadía: «¡Oh, que la caridad de Dios no haya de surcar aquellos mares que ha sabido hendir la humana avaricia!».

Ya llegaban por entonces muchas noticias de los grandes misiones llevadas adelante por la Compañía de Jesús entre los indios. Tantos pueblos nuevos, tantos hombres que todavía ignoraban el amor de Cristo y la fuerza salvadora de su Espíritu… «Pues qué, ¿no valen también aquellas almas la vida de un Dios? Por ventura, ¿no ha muerto El también por ellas? Ah, Pedro, hijo mío amadísimo, ¿y por qué no vas tú también a recoger la Sangre de Jesucristo? ¡No sabe amar el que no sabe padecer, y allá te espera, y ay si supieses el gran tesoro que te tiene preparado!».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Comienzos de la vida de San Pedro Claver, SJ

Pero vengamos ya a conocer la vida del gran San Pedro Claver, el jesuita que se hizo esclavo de los esclavos.

Un catalán de Verdú

En Cataluña, en el Valle de Urgel, provincia de Lérida, está el pueblo de Verdú, que a finales del XVI tenía unos 2.000 habitantes. Allí, en una hermosa masía, donde vivía un matrimonio de ricos labradores, Pedro Claver y Minguella y Ana Corberó y Claver, nació en 1580 San Pedro Claver. Su padre fue alcalde y regidor primero del pueblo. Y él fue el menor de varios hermanos, llamados Juan, Jaime e Isabel. Seguiremos su vida atendiendo a la biografía escrita por Angel Valtierra – Rafael M. de Hornedo.

Teniendo Pedro trece años, murió su madre, y poco después su hermano Jaime. El padre volvió a casarse, con Angela Escarrer, y muerta ésta, contrajo terceras nupcias, con Juana Grenyó. No parece que estos acontecimientos enfriaran en Pedro su cariño a la familia, pues en una carta a ella dirigida desde Mallorca se expresaba en un tono muy confiado y afectuoso.

De chico habría estudiado sus primeras letras con los beneficiados de la iglesia parroquial, y muy pronto sintió la vocación eclesiástica, pues a en 1595 recibió del Obispo de Vich la primera tonsura en Verdú. Y viendo sus padres esta inclinación vocacional, en el año 1596 o 1597 enviaron a Pedro a Barcelona, al estudio general, como estudiante externo. Allí realizó tres cursos de gramática y retórica. En 1601 ingresó en el Colegio de Belén, de los jesuitas.

En la Compañía de Jesús, con vocación de esclavo

Estando en el Colegio de Belén, de Barcelona, se decidió Pedro a ser jesuita, y en 1602, con veintidós años, entró en el noviciado de Tarragona. Los dos años que allí vivió marcaron en él la espiritualidad ignaciana para siempre.

La Compañía de Jesús, por esos decenios, estaba en plena expansión. Por esos años, concretamente al morir San Ignacio en 1556, la Compañía tenía ya unas cien casas y unos mil religiosos. Y en 1615, a la muerte del padre Aquaviva, cuarto General, había unos 13.000 jesuitas distribuídos en 372 colegios, 156 residencias y 41 noviciados. El ímpetu misionero de los jesuitas, encabezado por San Francisco de Javier (1506-1552), fue desde un principio formidable, de tal modo que ya muy pronto se extendieron por todo el mundo cristiano y por las misiones. Desde el último cuarto del siglo XVI desplegaron su gran fuerza misional por toda América.

El hermano Nicolás González, que acompañó a San Pedro Claver en Cartagena durante veintidós años, cuenta que cuando el padre hizo en 1604 sus votos, escribió en un cuaderno de notas que llevaba siempre consigo: «Hasta la muerte me he consagrar al servicio de Dios, haciendo cuenta que soy como esclavo que todo su empleo ha de ser en servicio de su Amo y en procurar con toda su alma, cuerpo y mente agradarle y darle gusto en todo y por todo».

Al realizar con tanto amor esta consagración personal al Señor, el padre Claver tenía veinticinco años, y según un contemporáneo era un hombre «esforzado, enérgico y robusto, con un rostro perfecto y regular, iluminado por ojos grandes y negros, por los cuales brota el fuego de su alma juvenil, cuerpo con una gran entereza física, aún no gastado y atenazado por aquella melancolía que será típica en sus últimos años».

Durante un año en Gerona completó sus estudios de latín, griego y oratoria. Ya estaba entonces espiritualmente maduro para un encuentro decisivo, dispuesto para él en Mallorca por la providencia amorosa de Cristo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.